El sueño del aprendiz. Carlos Barros. Читать онлайн. Newlib. NEWLIB.NET

Автор: Carlos Barros
Издательство: Bookwire
Серия:
Жанр произведения: Языкознание
Год издания: 0
isbn: 9788412219791
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se cerró delante de mis narices.

      — 6 —

      Principios de diciembre de 1872

      La parte del negocio reservada para atender al público ocupaba un espacio más pequeño, en comparación con el taller. Un simple mostrador de madera con la caja registradora y un par de sillas al otro lado para hacer más cómoda la espera eran los únicos objetos que componían la estancia, en ese momento huérfana de clientes.

      Yo me hallaba ensimismado observando la plaza, muy quieto, como de costumbre, mientras mi padre y mi hermano trabajaban en la trastienda rematando los arreglos. Allí, lejos de la lumbre de la cocina, el frío del amanecer claro iba calando poco a poco en los huesos, y me froté las manos como un acto reflejo mientras contemplaba el paisaje a través del cristal que separaba el local de la calle.

      Un hombre, ataviado con blusa larga y gorra de labor, tiraba de una carretilla cargada hasta los topes e iba seguido de una mujer que circulaba precavida, con cuidado de no arrastrar mucho el vuelo de sus faldas. Al otro lado, un caballero con levita y sombrero alto, a la moda, pasaba frente al mendigo que ocupaba el mismo espacio todas las mañanas. De un cercano portal asomaron de pronto un pobre viejo encorvado y un muchacho escuálido que empezaron a seguir la estela de un carro que cruzaba la plaza con indiferencia y parsimonia, arrastrado por bestias perezosas. Eran los mismos ritmos, los mismos sonidos tan reconocibles, aquella letanía cadenciosa envuelta por el improvisado y artificial frenesí de la urbe.

      De pronto alguien traspasó el umbral de la puerta acristalada del negocio, haciendo crujir su desgastado mecanismo y sacándome de la quietud contemplativa. Bajo el sombrero de fieltro asomaba un pitillo encendido y la cara angulosa de un hombre de la edad de mi padre, algo curtida por la intemperie. Juraría haberlo visto un par de veces antes, pero no lograba encajarlo entre los rostros conocidos del barrio. Vestía un traje de paño de color marrón, un poco usado pero muy limpio, que sobre un cuerpo tan delgado y enjuto le descolgaba un poco hacia abajo, produciendo el efecto de que le sobrase tela.

      —¿Está Vicente? —dijo tranquilamente tras aclararse la voz.

      —Está en el taller. Espere aquí un momento, saldrá enseguida —contesté.

      Sus ojillos de halcón me observaban minuciosamente, aunque su gesto era más de curiosidad que de reparo o alerta.

      —¿Es para encargar un arreglo? —le pregunté al ver el par de zapatos que sostenía en la mano izquierda—. ¿Quiere que le vaya tomando nota?

      Me dedicó una vez más una larga mirada, tras la cual simplemente se encogió de hombros.

      —Claro. A estas viejas suelas les hace falta una puesta a punto —dijo apoyando con resolución el desgastado calzado sobre el mostrador.

      Me detuve un poco a observarlos para hacer una primera evaluación de la reparación necesaria, tal y como haría mi padre. Se trataba de un clásico modelo de buena factura, de los que se habían empezado a fabricar en serie por la zona de Alicante, muy extendido en los últimos tiempos.

      —Ya veo, ningún problema. Permítame que lo anote y le haré un resguardo —le dije.

      —Tú eres el pequeño, ¿verdad?

      La pregunta me pilló algo desprevenido, pero no me sorprendió. Tampoco el tono familiar que empleaba, confirmando que probablemente se trataba de un viejo cliente.

      —Sí. Me llamo Manuel —contesté levantando un poco la mirada mientras me preparaba para hacer la nota.

      —Lorenzo Vila —dijo, tendiéndome la mano.

      Mi padre no tardó en salir y, a tenor de su expresión, parecía satisfecho al ver que me había prestado a ayudar despachando al cliente en su ausencia.

      —¿Dónde tenías guardado a Manuel? Casi no lo he reconocido —le dijo a mi padre con cierta familiaridad.

      —Sí —asintió mi padre con un leve resoplido—. Suerte tienes de verle el pelo por aquí. Se ha empeñado en estudiar y ahí lo tienes, en la universidad —dijo como disculpándose por mi escasa destreza en el oficio familiar, aunque un leve destello en sus ojos mostrara también algo de orgullo.

      —¿Qué estudias? —se interesó dirigiéndose a mí.

      —Leyes.

      —Interesante —me dijo con una mueca que no supe muy bien cómo interpretar.

      —¿A que no adivina lo que anda diciendo? ¡Que le gustaría trabajar en un periódico! ¿Qué le parece? —añadió mi padre riendo un poco, como si tal ocurrencia resultara ridícula.

      Lorenzo enarcó las cejas levemente, sorprendido, pero me pareció que él sí lo encajaba con agrado.

      —Ay, esta juventud —prosiguió mi padre con condescendencia—. Le tengo dicho que lo que tiene que hacer es procurarse una plaza en un buen bufete. Dígaselo, igual a usted le hace caso.

      —Deberías hacer caso a tu padre, es un hombre muy sabio —confirmó sin dudar, dirigiéndose a mí.

      —¿Lo ves? —resolvió mi padre con satisfacción—. ¿A que tú no sabes quién es el señor Vila? —me interpeló—. Escribe en El Mercantil —continuó divertido.

      Me quedé de pronto petrificado al escuchar lo que mi padre había soltado así, sin avisar, con total ligereza. El señor Vila no tardó nada en percatarse de mi reacción, y al instante noté como me estudiaba mientras exhalaba el humo de su cigarro, adivinando mis pensamientos.

      —Mañana a primera hora entonces, ¿no? —dijo sacándome de aquel estado absorto.

      —Eso es —respondió mi padre.

      —Encantado de conocerte Manuel.

      * * *

      Después de aquello, sin saber muy bien por qué, esperé con ansia que pasara el día, deseando que el enigmático Lorenzo Vila se presentara realmente a primera hora a recoger sus zapatos, cuando yo aún estuviera en la tienda. Todavía no sabía qué iba a decirle, ya improvisaría algo, pero desde luego tenía que aprovechar aquella circunstancia para conocerlo mejor. Tener tan cerca al redactor de un periódico, conocido de mi padre y que además sabía de mi existencia, era una inesperada y feliz coincidencia, una oportunidad única que no podía dejar escapar. Tan ilusionado estaba que aquello hizo que lograra olvidarme momentáneamente de Cecilia.

      Mi esperanza se vio asombrosamente recompensada al día siguiente. En cuanto lo vi entrar por la puerta y nos miramos, me di perfecta cuenta de que sabía que lo estaba esperando y que, de alguna manera, todo estaba calculado para que él y yo pudiéramos concitar una especie de cita encubierta.

      —Hola Manuel —me saludó.

      —Buenos días, señor Vila.

      —Vengo a por mis zapatos —dijo con tono resuelto.

      —Por supuesto.

      Mi padre, que lo estaba observando todo apoyado en una esquina del mostrador, no parecía sospechar nada. Recogió el resguardo y fue a buscar los zapatos en el estante de entregas. Lorenzo pagó lo acordado y sin mediar más palabra se dispuso a abandonar el local.

      —Nos vemos luego. Yo ya me iba —dije despidiéndome de mi padre apresuradamente.

      Al escucharme, Lorenzo se detuvo sosteniendo la puerta, esperándome.

      —¿Te apetece un café hijo? —me preguntó cuando nos recibió el frescor de la calle.

      —Claro.

      Seguí sus pasos hasta el café Madrid, en la esquina que formaba la misma plaza Pellicers con la calle Fumeral. Su atractivo rótulo ocultaba en realidad una taberna del barrio, de las de toda la vida, que había cambiado de dueños recientemente. Sus viejas paredes de madera, que habían retenido el olor del vino y del tabaco entre sus poros, eran de las que tenían solera.

      Yo