—Reconozco que yo apenas lo conocía —había confesado Mario.
—Mejor. No te has perdido nada.
—Tranquila. Conmigo puedes desahogarte, si quieres —dijo Mario captando en aquella escueta frase todo el amargor de la ruptura, que todavía estaba muy reciente.
—Prefiero no hablar mucho del tema —le había dicho ella como vencida y superada. Aunque al poco sus palabras estaban llenando de nuevo el silencio—. No sé, las personas cambian Mario. Y no estoy diciendo que yo tampoco lo haya hecho, pero... sencillamente llegó un punto en que la convivencia era insoportable, y en ese momento lo mejor que se puede hacer es dejarlo. Es así de simple. Y cada día estoy más contenta de haberlo hecho, de verdad, no me arrepiento en absoluto. Lo nuestro ha terminado para siempre —concluyó.
Agradeció que Mario no dijera nada en aquel momento. Se había guardado para sí cualquier otro comentario u observación, tal vez consciente de que no ayudarían en nada, y de que nadie estaba libre de cometer esos mismos errores. Se acordó del Mario que escuchaba, que siempre comprendía, como en los buenos tiempos.
Pensando ahora en eso, en la soledad de su cuarto, Celia se dio cuenta de que no había llegado a confesarle lo mucho que echaba de menos los buenos tiempos. «Ah, los buenos tiempos…», suspiró para sí mientras acariciaba de nuevo la fría cubierta de plástico, entre alegre y melancólica. Los buenos tiempos eran los de las despreocupaciones, los de la vida universitaria, los de los paseos por Valencia al atardecer, las cervezas en las terrazas, las noches de los estrenos en el cine o saliendo de juerga los tres. Claro que no era difícil echar de menos aquello. Si cerraba los ojos todavía lo podía acariciar.
Tampoco se había armado de valor para pedirle disculpas por haber desaparecido de esa forma. Sabía que se merecía, o se merecían —se corrigió—, una explicación. Pero había veces que la vida lo ponía todo tan complicado… Durante mucho tiempo pensó que ya había pasado página, que ya había aprendido a vivir con ello. Pero ahora ya no estaba tan segura. En realidad, estaba en una etapa de su vida en la que no estaba segura de nada, y había veces en las que no tenía claro si dolían más las heridas nuevas o las viejas. Sobre todo una de las viejas, tal vez la primera, la más profunda, que parecía imposible de curar. Y esa herida abierta se llamaba Juanjo.
—¿Piensas decírselo? —se había atrevido a preguntarle Mario, sintiendo de nuevo retornar el peso de la incomodidad a medida que formulaba la pregunta.
—No sé si es buena idea —había dicho ella desviando un ápice la mirada antes de contestar—. No hemos vuelto a hablar desde entonces.
—¿Crees que aún te guarda rencor? —le había preguntado Mario después.
—No lo sé —era lo único que le había podido contestar.
—Ya ha pasado mucho tiempo, los dos habéis madurado y ahora tenéis vuestra vida. No sé por qué tendría que haber nada de malo en ello.
Naturalmente, Mario trataba de ofrecer un punto de vista equidistante en aquella relación. Pero Celia no estaba segura de que fuera una buena idea. Había deducido que ellos dos aún seguían en contacto, aunque por la manera que había empleado Mario para decirlo realmente no estaba segura de si se ajustaba del todo a la realidad. Juanjo había sido siempre su mejor amigo, pero intuía que ahora no se veían todo lo que a Mario le gustaría.
—Puede que algún día. Pero creo que todavía no estoy preparada —le había dicho ella finalmente, replegándose.
De pronto sintió que, a pesar de todo, nada había cambiado. Mientras Mario abría sin miedo esa puerta y daba un paso adelante para volver a irrumpir en su vida, en su territorio, se percató de que seguía causando en ella el mismo efecto turbador, la misma atracción, aquel misterioso embrujo tan difícil de explicar. Y esa sensación, curiosamente, la hizo sentir muy bien.
Con cuidado, pasó por fin la primera página en blanco y, decidida a vencer todos sus miedos, empezó a leer el primer capítulo.
— 4 —
Noviembre de 1872
Todo empezó de una manera muy inocente, casi casual. Como muchos de los momentos memorables que ocurren en la juventud, empezó por amor.
Aquel día me había despertado con un extraño hormigueo recorriendo las costillas, una especie de vértigo, como si el hecho rutinario de salir de la cama supusiera dar un salto al vacío. Lo achaqué a la zozobra de algún inconcebible sueño que no lograba recordar, pues mi vida en aquel momento se reducía a una existencia bastante tranquila, exenta de grandes sobresaltos.
A esa temprana hora despuntaban los primeros rayos de sol, y una tímida luz anaranjada se filtraba ténuemente por la ventana de la habitación. A medida que mis ojos se habituaban a la penumbra del amanecer, fui descubriendo a mi lado la cama vacía de mi hermano Antonio, con el que compartía dormitorio. Antiguamente también dormíamos con Vicente, el mayor, que desde hacía un par de años ya tenía mujer y casa propia.
El silencio reinaba también en los otros cuartos. Pero no me causó ninguna extrañeza que yo fuera el último que quedara por levantarse, pues la actividad en casa siempre empezaba demasiado pronto para todos, sin importar el día de la semana que fuera.
Siendo el menor de cuatro hermanos —y aunque la diferencia de edad era realmente corta entre nosotros—, siempre tuve la sospecha de que llegué un poco por sorpresa, tras Carmen, Vicente y Antonio, cuando ya nadie me esperaba. Tal vez por eso gozaba de algo más de libertad y nunca terminaba de encajar del todo en la rutina familiar. Incluido el hecho de que, contra todo pronóstico, hubiera decidido estudiar en la universidad en un momento en el que ya se suponía que debería estar ganándome la vida de una u otra forma.
Nada más entrar en la cocina, me encontré con la figura larguirucha de Antonio y cruzamos fugazmente las miradas mientras él devoraba su pan con mantequilla ajeno a todo lo demás. No era la primera vez que constataba lo inútil que resultaba intentar traspasar su mirada perdida. Hacía tiempo que aquellos ojos habían perdido en parte esa vitalidad suya tan característica, tal vez debido al extenuante trabajo en la fábrica de tabacos —una de las mayores factorías de la ciudad, ubicada en lo que fuera la antigua Aduana en el extremo sur de Valencia, junto al Paseo de la Glorieta—, y supuse que se estaban tornando grises de tanto mirar cansados. Allí el turno empezaba muy temprano y se prolongaba hasta bien entrada la tarde en interminables jornadas, de las que solía regresar agotado e impregnado del inconfundible olor a las hojas de tabaco, tras supervisar y certificar el trabajo de las laboriosas manos de las cigarreras.
Al detenerme a observar sus manos huesudas y duras, su blusa de trabajo marrón claro salpicada de pequeños lamparones aquí y allá, no pude evitar que aquella sensación me entristeciera un poco. Apenas quedaba ya rastro de aquel Antonio con el que había pasado horas jugando y explorando en la calle o alborotando en el taller de nuestro padre, del que me introdujo en su pandilla de amigos del barrio o del que me enseñó a defenderme de los numerosos peligros de la ciudad. Era como si aquella añorada querencia se esfumase lentamente ante mí y no pudiera hacer nada por evitar dejarla escapar.
A pesar de haber sido testigo de su emancipación de una manera incluso más abrupta, con Vicente nunca había sentido nada parecido. Mi relación con él siempre fue distinta, algo más forzada y distante. Él era ese hermano mayor serio y responsable que encarnaba la prolongación de la autoridad de nuestro padre, y al que solo acudiría en caso de extrema necesidad. La diferencia era que Antonio había sido siempre más que un hermano para mí, lo más parecido a un amigo dentro de la familia, un confidente; era mi eterno compañero de juegos.
A su derecha, discretamente apoyada en el banco de madera, mi hermana Carmen sostenía un tazón de leche con el que calentaba sus manos inquietas, que alternativamente separaba para atrapar las ondas de su oscura melena detrás de las orejas. Sin saber por qué, ese simple