—¿Yo? —le había respondido ella aún aturdida—. Pues, la verdad, no sé qué decir.
—¿Me harías ese favor? —le había pedido Mario, quien durante unos instantes se había quedado mirándola como si no hubiera otra cosa más importante que resolver en aquel preciso momento.
Asimilando aquella inesperada petición, apenas se había atrevido a abrir la cubierta y a hojear con cautela las primeras hojas, como quien tantea por primera vez un juguete extraño. Pero aquello era real, ahí estaba, delante de sus ojos.
—¿Lo leerás entonces? —insistió Mario.
Ella le prometió hacerlo: ¿cómo iba a negarse?
Fue un instante casi hipnótico, efímero y a la vez subyugante, envuelto en un silencioso destello de emoción.
Tal vez fue entonces cuando Celia, estando allí sentada en su sofá, tan cerca de él que podía rozarlo, y sentirlo, y sus ojos podían volver a traspasar con franqueza el umbral de los suyos, fue plenamente consciente de que esos sentimientos eran muy reales y habían regresado con la misma fuerza de antaño. «¿Era realmente eso posible?», se preguntó, aún apabullada por aquellas emociones. Sin duda la respuesta era que, de alguna manera, siempre habían estado ahí, ocultos, a la espera de aflorar y salir de nuevo a la luz en el momento apropiado.
Poco antes apenas lo había sospechado. Una agradable sensación la había invadido por dentro al recorrer con mirada curiosa el encantador apartamento de soltero de Mario en el que nunca antes había estado. Incluso había sonreído para sus adentros con cierto deje de melancolía, pensando que le hubiera gustado formar parte de aquella vida de la que en realidad poco conocía. Su confortable salón de muebles de Ikea, las estanterías llenas de libros y revistas, la improvisada combinación de recuerdos y objetos de colección con modernas encuadernaciones y dispositivos electrónicos, la sobria decoración salpicada aquí y allá con estampas de viajes y alguna foto simpática con amigos y familia o la desordenada mesa de trabajo junto a la ventana. Envidiaba un poco esa vida sencilla y tranquila, de la que aparentemente él se había apartado muy poco.
Había empezado a vencer su resistencia y a convencerse de que aquello era real. Una jugada magistral del destino que tal vez había llegado en el momento oportuno, justo cuando ella era más vulnerable. Casi sin darse cuenta recobraron la complicidad, y el indeleble recuerdo poco a poco se abrió paso entre el mar de confusión y de dudas. Después, ambos se avasallaron un poco, tratando de ponerse al día.
—¿Sigues trabajando en el periódico? —le tanteó ella con curiosidad.
—Pues sí, no me va mal —le había respondido Mario con un esforzado gesto enfático—. Sigo más o menos en el mismo sitio. Solo que, bueno, ahora ya no soy el becario —había rematado con aquella frase un balance del que parecía sentirse a medias satisfecho.
—Estaba segura de que al final lo conseguirías.
—No te creas, ya no sé si tengo las mismas ganas. Esta profesión cada vez está peor —le había dicho entonces Mario con cierta apatía, carraspeando un poco.
—Bueno, por eso hace falta que la gente como tú sigáis estando al pie del cañón.
—Todo está cambiando mucho, y muy rápido. La gente cada vez usa más WhatsApp, Twitter o Facebook para informarse, ya sabes —comentó él, disimulando su decepción.
—No me puedo creer que te esté escuchándote decir eso —dijo ella soltando una pequeña risa—. Con lo que tú defendías los valores del periodismo, y la de cosas que se pueden hacer con un buen reportaje.
—No es eso, es solo que…
—No es como esperabas —había adivinado ella.
—Sí. Bueno, nunca es como se espera, ¿no?
Con cierto pesar, Mario terminó reconociendo que, aunque trabajar como periodista siempre había sido su sueño, llegar a consolidarse en un puesto más o menos estable, y en una sección de la que más o menos disfrutaba en la prensa local, le costó muchísimo esfuerzo y quizá también alejarse del romanticismo por el camino. La suya se había convertido en una profesión en la que, además de pasión, había que ponerle mucha dosis de resistencia y masoquismo.
—No te preocupes, no eres el único. Yo también estoy desilusionada —había admitido también ella—. Al menos tú tienes esto —le dijo aludiendo al apartamento—. Mírame a mí, volviendo a casa de mi madre, volviendo a empezar de cero otra vez…
—No sé yo si hice muy bien en comprarlo. Y para conseguirlo firmé treinta y cinco años de condena con el banco, ya sabes… —bromeó él.
Pero a ella le parecía todo un acierto. Le encantaban los lugares que poseían alma, carácter propio, y sin duda aquel era un lugar dotado de un encanto muy especial.
Después, aunque había estado tratando de demorarlo todo lo posible, Celia no pudo eludir tener que enfrentarse a la inevitable pregunta. La que llevaba sobrevolando el ambiente desde que había accedido a visitarlo en su casa aquel viernes por la tarde: ¿Por qué has vuelto?
Celia se tuvo que arrellanar en el sofá elevando la mirada hacia el techo, y coger aire antes de lanzar un largo suspiro.
—Necesitaba volver, Mario. Me acabo de separar y… lo necesitaba —le había dicho enfrentándose a la verdad sin tapujos.
Y ahora, recordándolo, todavía sentía cómo la mención a la ruptura había sonado como un tenso acorde desafinado, rompiendo la aparente armonía de aquel reencuentro. Inevitablemente era algo que lo cambiaba todo.
—No te preocupes. Ha sido una separación un poco dura, pero estoy bien —le había dicho ella tratando de restarle importancia.
—Entonces esto es… ¿estás solo de visita o es un regreso definitivo? —había preguntado Mario mientras asimilaba con cautela la noticia, con la firme intención de desterrar todas sus dudas y prejuicios.
—No lo sé. Quiero volver, pero… es complicado —había terminado ella abruptamente la frase—. Necesitaba tomar distancia y de momento he decidido quedarme una temporada en casa de mi madre, hasta arreglar los papeles. De hecho, casi nadie más lo sabe —le confesó—. Supongo que todavía lo estoy asimilando.
—Lo entiendo, imagino que no es fácil pasar página después de algo así.
—Estoy en ello —le había dicho ella con cara de circunstancias—. La verdad es que me hizo mucha ilusión que me llamaras —añadió tras una pequeña pausa.
—A mí también que accedieras a verme —confesó él.
—Tenía muchas ganas. Pero, dudaba de que, bueno, quisieras volver a saber de mí después de todo —musitó ella, bajando la mirada.
Todavía recordaba cómo Mario había sonreído entonces, tratando de hacer con ello patente que sus puertas siempre estarían abiertas. Aun así, Celia tenía muchas dudas. Era consciente de la dificultad que iba a suponer que aquello fuera a resultar más allá de algún encuentro aislado evocando la nostalgia del recuerdo que tal vez aún les mantenía unidos. La distancia que les había separado los últimos diez años todavía pesaba mucho, demasiado.
—Tú también tienes que ponerme al día. ¿Qué tal te fue la vida en Italia? —le había tanteado él a ella.
—Roma me encanta. Al principio tenía la sensación de estar viviendo en una película, era como un cuento de hadas. Encontré trabajo en una agencia de publicidad que dirigía una abogada italiana buenísima. Aprendí un montón, me solté con el italiano y me acostumbré a comer pasta todos los días —le contó provocando la risa de Mario.
—No suena