Ciudades legibles. Mario Fernando Uribe Orozco. Читать онлайн. Newlib. NEWLIB.NET

Автор: Mario Fernando Uribe Orozco
Издательство: Bookwire
Серия:
Жанр произведения: Сделай Сам
Год издания: 0
isbn: 9789586190503
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      Los criterios en los cuales se fundamenta la definición de ciudad y su significado en la cultura contemporánea implican caracterizar la manera como en América el espacio donde confluyen un número importante de personas que interactúan alrededor de una plaza y comparten sus recursos naturales se denominó ciudad.

      Es posible reconocer con el término clásico de ciudad de la cultura occidental a los conglomerados prehispánicos. Sin embargo, dados los alcances de las investigaciones sobre las cuales se basa este libro, no se hará alusión al respecto. Se parte más bien desde el momento de la constitución de la cultura occidental eurocentrista, desde la conquista española de América.

      El abordaje desde este libro parte de la constitución de las ciudades, la conformación de una imagen simbólica a partir de ellas y el intento de reconocer su significación y la forma como se determina el territorio. Desde la comprensión, en su rápido crecimiento, de la demanda de “nuevas” formas de relación entre el espacio urbano y los sujetos, es posible establecer interacciones que fundamenten la sostenibilidad, a partir del reconocimiento de la importancia de la ciudad como eje de desarrollo de la cultura occidental.

      La conquista española trajo consigo un tipo de desarrollo particular, una serie de costumbres y modos concebidos a lo largo del desarrollo de la historia europea, así como modos de hacer, la cosmología, la economía, el arte y la ciencia. La instalación posterior a su llegada tuvo que hacer frente a retos importantes, para trasladar su modelo e implementarlo en el nuevo continente. Pareciera una labor sencilla, pero, en realidad, no es posible minimizar las implicaciones que aquella importante empresa expansionista trajo para la historia reciente de la humanidad.

      El modelo urbanístico para esa transformación estaba consagrado a la cuadrícula con desarrollo centrífugo, a partir de un centro de confluencia, denominado la plaza (Gómez, 2010). Este lugar, determinado por sus límites físicos y consagrado para el encuentro y la generación de las transacciones colectivas, instituyó un factor clave para el desarrollo de la ciudad; su relevancia radica en que constituye el “acento” principal en la conformación del territorio y se presentó como un negativo en el planteamiento cuadricular, a la vez que propuso una representación particular a quienes lo transitaban. La plaza era, pues, el lugar simbólico primigenio en la ciudad.

      En este sentido, para entender el significado simbólico dado a la plaza, Argan (1983) la concibe como la encargada de determinar a qué o a quién le otorga valor. Así, la cuadrícula española, con su lógica implícita, impuso una carga simbólica de facto que repercutió en el imaginario de quienes la habitaban: “Debemos tener en cuenta entonces, no el valor en sí, sino la atribución de valor, venga de quien venga y a cualquier título” (p. 218).

      En este planteamiento, se evidencia que la plaza estaba inscrita en la ciudad como un espacio con una función clara: dar sentido al resto de la cuadrícula. Sin embargo, no es la intención la que finalmente instaura la significación y la simbolización en quienes la habitan, sino que es el sujeto, a partir de sus vivencias, quien establece el valor; es decir, es una relación inversa. Para avanzar en la comprensión de la significación del espacio y la constitución de la ciudad, es necesario dilucidar la relación entre función y valor.

      Se toma aquí el concepto de Argan (1983) para comprender la causalidad de la relación funciónvalor, ya que el establecimiento planeado de un determinado lugar, para el caso, la plaza, conlleva una función específica desde quien la proyecta y busca un valor determinado en quienes la usan; pero son estos últimos los que se lo atribuirán a través del uso. En consecuencia, la relación del valor con la función no puede ser establecida a partir de la proyectación, pues desde allí solo habrá un indicio; es el uso lo que determina el valor. Por ende, no es controlable su efecto ni tampoco la constitución simbólica que pueda conllevar.

      Ahora bien, para la comprensión de la simbología como efecto de significación en la ciudad y reconocer en un enfoque centrado en el sujeto, se requiere la posibilidad de generar una correspondencia sostenible y consecuente con el entorno, donde las acciones que lo afectan se planteen sobre la base de una visión recíproca, en la cual estén presentes los principios de respeto por el entorno, la claridad en la función explícita e implícita y su relación con el sujeto.

      Todo ello en busca de la libre apropiación del espacio y su consabida significación en el contexto natural y cultural, en el que se potencien las actividades y funciones propias de la ciudad de manera clara, legible y comprensible, y así eliminar las barreras y permitir la constitución de una “imagen de ciudad nítida” (Lynch, 1984), una imagen potente que pueda ser desarrollada y mantenida, y que respete la relación directa entre el entorno urbano y el sujeto.

      Silva (1997) plantea que la imagen simbólica de la ciudad involucra múltiples aspectos, entre los que cabe destacar lo físico-natural y lo físico-artificial, además del entramado que los une, sin dejar atrás la relación del entorno urbano con el sujeto, quien finalmente es el que encarna la significación y, por ende, la imagen de la ciudad.

      Una ciudad, entonces, desde el punto de vista de la construcción imaginaria de lo que representa, debe responder, al menos, por unas condiciones físicas naturales y físicas construidas; por unos usos sociales; por unas modalidades de expresión; por un tipo especial de ciudadanos en relación con las de otros contextos, nacionales, continentales, o internacionales; una ciudad hace una mentalidad urbana que le es propia. (Silva, 1997, p. 22)

      La dimensión del sujeto en la conformación de la imagen de la ciudad pasa por procesos de representación y simbolización. La representación se expone como una consecuencia de lo vivido, del conocimiento previo que establece condiciones para el reconocimiento.

      La representación es un proceso interno del sujeto, mientras que la simbolización emana del sujeto y, para entenderla, es necesario admitir que el símbolo es un constructo humano y mira directo al ser social, el cual emplea parámetros compartidos que establecen los códigos de interpretación de los símbolos y reflejan la intención y la necesidad de comunicarnos (Herrera, 2007).

      Llevar consigo la imagen de ciudad y territorio involucra un proceso de abstracción, codificación y representación interno que pretende ubicar la delimitación de un espacio y el sentido de lugar. Explicarlo desde Silva (1997), es una alternativa; no obstante, su postura se centra en la imagen generada por las relaciones personales y de estas con el espacio, lo cual no está mal, aunque es necesario establecer una relación adicional que permita comprender cómo los sujetos se hacen con la imagen mental del territorio, dimensionan sus fronteras y características particulares. Esto implica un esfuerzo significativo de abstracción a través del reconocimiento del sujeto en relación con el entorno y comprender la dimensión y la escala (figura 1).

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      Figura 1. Proceso de representación de una imagen en tanto ámbito de la ciudad.

      Fuente: Elaboración propia.

      De acuerdo con lo anterior, la imagen de la ciudad, el imaginario urbano de Silva (1997), en complemento con la abstracción del lugar y su posterior representación, permiten inferir las complejidades que la ciudad como espacio de convivencia conlleva. Su significado está presente en la vida contemporánea y establece el devenir; encontrar, pues, la manera certera de interpretar su voz permitirá mantenerla mejor, sentar aspectos que faciliten su desarrollo y fomenten su sostenibilidad.

      No basta con imaginar la ciudad y recrearla en el imaginario individual, sino que también es necesario conformar un imaginario común que la envuelva y la defina. La ciudad como objeto, entonces, puede ser interpretada con mayor facilidad y, en consecuencia, proyectada como lugar privilegiado de convivencia. En resumen, una ciudad que habla, que tiene elementos discursivos y argumentos para ser reconocida.

      La ciudad contemporánea debe retomar las lógicas del trabajo colectivo, del bien común, debe convertirse