Kevin sabía que, no obstante ellos viajaran solos en su vehículo, invariablemente tendrían la invisible compañía de un par de gorilas vestidos de negro. Eran fácilmente identificables por una axila inflada con un revólver Smith & Wesson 500 siempre cargados con inofensivos cartuchos .500 S&W Magnum.
Los gorilas vigilantes nunca le perdían paso por si, en una de esas, lo pescaban contactando algún pichón del otro bando. Eran a la vez sus inmisericordes ángeles de la guardia, cuidándolos de los gamberros que asolaban los territorios de Colombia, los cuales parecían olfatear la presencia de esas máquinas de retorcer cuellos por la forma sistemática que los rehuían.
Pedro Bucci los protegía a manera de amigos, pero tampoco deseaba sorpresas desagradables.
Retornó hacia una estupenda morena que rastreaba atentamente la conversación, en tanto que, entretenida, se arreglaba su cabello frente al espejo.
– Rocío, esta noche estamos convidados a cenar en la residencia de Pedro Bucci, parece que tiene el antojo de charlar conmigo. Si quieres, puedes acompañarme...
La sinuosa mujer se colgó de su pescuezo y, mirándolo a los ojos, le hizo un par de pucheritos con los labios recién pintados de un rojo amapola, al tiempo que le decía: – Tan sólo me separaré de ti si tú no me quieres. Hemos pasado demasiados peligros juntos para estar ahora separados; algunos me helaron la sangre. – ¿Recuerdas cuando te dije que el Dr. Ocampo mandó asesinar a Helena y Rafael, desbarrancando el coche en el camino a Medellín?
– ¡Cómo para olvidarlo! ¡Me tragué de un sorbo un cóctel de adrenalina! Y luego otro doble, cuando me dijiste que sabías que yo era un agente especial de la DEA y que el Dr. Ocampo me había descubierto. Creo que te debo la vida. Sin ti, ¡ya sería un recuerdo!
Rocío lo besó largamente. Estaba feliz en sus brazos.
– Hablando de recuerdos, continuó Kevin, en la vida podré olvidar que tus manos son invisibles para dar bofetadas. Me pegaste una en el pómulo izquierdo que sonó como un aplauso a Luciano Pavarotti. Todavía me duele cuando mastico, ¡y eso que un minuto antes decías que me amabas! Tuve un alto honor: La doncella más preciosa del mundo me declaró su amor y... ¡Lo selló con un tortazo!
Rocío le pasó suavemente sus dedos por la mejilla izquierda y la besó cariñosamente. – Fue una reacción de cariño… contestó entornando sus negrísimos ojos con picardía. Me sentí ofendida cuando dudabas de mí. Te prometo no pegarte más tortazos en toda la vida, si es eso lo que temes.
El vestido de seda atezada con lunares blancos que lucía Rocío, resaltaba su belleza latina. Sus hechiceros ojos renegridos llenos de vida se entornaban cuando miraban a Kevin con un crispamiento intenso y juguetón, arqueando sus cejas asimétricamente. La frente, suavemente curvada, estaba coronada de una mata de pelo cetrino y denso, que le caía ensortijado por la espalda, enmarcando un rostro trigueño que evocaba a España y México, con ciertos aires gitanos.
Kevin la miró profundamente a los ojos, y unas palabras se fugaron de su boca sin premeditación. Una frase que primero estalla y después se piensa.
– Rocío... ¿Te casarías conmigo?
La pregunta sorprendió más a Kevin que a la encantadora joven. Le pareció que un ventrílocuo lo había utilizado para hacerle una broma.
Rocío se quedó estática, unas gruesas lágrimas asomaron a sus ojos azabaches pese a que sus labios tenían una exquisita sonrisa de felicidad.
– Kevin, desde que te vi llegar a la mansión del Dr. Ocampo en Bogotá vistiendo la campera de cuero marrón con el águila bordada en la espalda, y te plantaste sin temor frente a él, que hacía temblequear a todo el mundo con su sola presencia, únicamente deseé oír esas palabras.
Lloró de felicidad abrazada al cuello del agente más extravagante de la DEA.
Kevin Beck, pese a que creía estar levemente consciente de lo que hacía, sentía el travieso retozo de un angelito llamado Cupido, lanzando sus flechas con algún elixir que embriagaba el cerebro de los mortales.
Recordó en ese instante los meses precedentes a su misión entre los narcos, mientras desliaba la trama de la Operación Anaconda. Allí seguramente jugueteaban otros genios tirando los naipes del destino. Comenzó con una quimérica extorsión al CEO del “Cartel de Carteles”, y terminó desarticulando la organización de Cali y Medellín.
Hoy, Pedro Bucci pagaba las consecuencias, y él entraba en el corazón de ese torbellino de piel morena y ojos imantados que tenía el carácter más elástico que había conocido en su vida.
– ¡Los hombres somos unos retrasados mentales! Ahora entiendo tus actitudes en la fiesta de Medellín y en la casa del Dr. Ocampo. Cuando se acercaba Helena, tú me tratabas como a un perro vagabundo. ¡Quién pensaría que eso era una señal de cariño! Las mujeres tienen un dialecto bastante extraño, ¿no te parece?
Rocío se acurrucó en sus brazos como una indefensa gatita, aunque Kevin presentía que era mejor compararla con una pantera nebulosa. Percibía que los movimientos de Rocío tenían una plasticidad, elasticidad y potencia propias de alguien que entrenó su cuerpo para no ser indefensa.
El Lotus Elan Intercooler S.E., un convertible de dos plazas color azul cielo, los llevó hasta la estancia de Pedro Bucci en La Dorada sin el menor contratiempo, como dos felices enamorados.
La vasta casona de planta baja estilo colonial con patio central y bellos jardines, recordaba la arquitectura mexicana, una bella mezcla de las culturas españolas, árabes y americanas, con paredes color rosa viejo, resaltando los capiteles y arcos de ventanales inmaculadamente blancos. No tenía el fasto ni el encanto de la Estancia de Medellín, devastada por los mercenarios del Cartel de Cali hacía más de cuatro meses, pero era acogedora, como todas las mansiones antiguas del campo colombiano.
Pedro Bucci y su esposa Lourdes los recibieron muy afectuosamente. Patricia, la hija de Pedro Bucci, no vivía más en Colombia. Tal como le prometiera a Kevin cuando estaba convaleciente, le permitió irse a la India con la congregación de la madre Teresa de Calcuta. Allí tenía una postal donde agradecía a sus padres y a Dios poder servir a los desheredados.
¡Eran las sorpresas de Pedro Bucci! Un diablo de siete suelas que llevaba un regio crucifijo de oro en el pecho... y arrastraba un rosario de muertos a su espalda.
Lourdes tomó del brazo a Rocío y se fueron cuchicheando por el paradisíaco parque. Mantenía esa serena belleza intemporal de la mujer de ascendencia española. Sonrisa suave y modales de alta sociedad le hacían una anfitriona ideal con los convidados de su agrado. Con los otros, mantenía la distancia que separa a las personas que deben recibirse únicamente por requisito de negocios, acatando a la perfección el protocolo social. El desconocido sabía que era bien recibido, pero no admitido como amigo.
El Sr. Pedro Bucci y Kevin Beck pasaron al salón privado, allí, donde hacía unos meses conversaron como dos ermitaños descarriados que buscaban el derrotero de sus turbulentas vidas. Para el Capo de Medellín, Kevin preludiaba llenar el lugar de Rafael, el hijo asesinado. Pero asimismo ocupaba el podio de honor en medio de los “noconfiables”. Al menos hasta que comprobara lo contrario.
Ahora comenzaba la prueba…
– Kevin, Preciso me dé una mano; dijo en tono suave, casi paternal. Tengo que solucionar un problema y quizá puedas ayudarme.
– Si está a mi alcance, de mil amores lo haré. Contestó el agente encubierto.
– Esta mañana recibí el llamado de un difunto. Il morto qui parla con un ronco acento siciliano. Para ayudarte a descubrir de quién se trata, te diré que “falleció” hace cuatro meses volado en trizas por un misil antisubmarino de la DEA. ¿Sabes quién puede ser?
A Kevin no le agradó la indagación. Recelaba si se trataba de una