Y yo misma me aislé, perdí las oportunidades, me cerré a todo lo grandioso que tenía frente a mí. Y les dije: “¡Me voy!”. Mi director no lo entendía, me ofreció irme a otra oficina en Boston, pero yo le seguía diciendo que me sentía muy sola. Me fui a Monterrey y estando allá, y acostumbrada a trabajar, me preguntaba qué hacer. Dije: “¿Qué hago?”. Había ganado muy bien durante esos ocho meses, no había tenido un solo gasto porque me pagaban todo. “Tengo dinero, no muchísimo, pero tengo, ¿y si me voy a Italia, que siempre he querido conocer?”.
Mi mamá empezaba a convivir un poco con nosotros y estando la tres desayunando un día les dije lo que estaba pensando, de dejar todo e irme a Italia y la respuesta de mi mamá fue: “¡Haz todo lo que tu hermana y yo no hicimos en su momento! Hazlo ahorita que puedes, no a destiempo como tal vez lo hice yo. ¿Qué te ata? ¡Pórtate mal! ¡Pórtate fatal! Nada más cuídate”.
Vendí lo que tenía para llevarme todo el dinero posible y me fui. Tengo que decir que cuando ya se acercaba la fecha de irme me entró miedo, así que decidí inscribirme en una escuela para estudiar italiano y contratar a través de ellos una familia italiana que daba servicio de alojamiento a estudiantes. Llegué a Florencia y no podía más de la emoción. La familia italiana resultó ser una señora que fumaba y jugaba solitario todo el día, pero eso en el momento no me importó porque la sensación de libertad que experimenté valía la pena. Agarré un mapa y me fui a caminar por las calles de Florencia. Empecé la escuela, busqué cursos de cocina en las tardes, comencé a hacer amigos. En general, todo era increíble, excepto que al llegar a casa de la italiana me encerraba en mi cuarto, porque no podía andar por la casa y mucho menos intentar platicar con ella. Le conté esto a una maestra y me presentó a una mexicana que también estaba estudiando allá. Al platicarle mi situación, me dijo: “Mira, no sé quién seas, pero no me importa, somos mexicanas y estamos aquí. ¡Vamos por tus cosas ahorita y te vas a venir a vivir conmigo!”. Dejé lo que había planeado como lo más seguro para emprender una aventura con una desconocida. Nos volvimos amigas y seguimos siéndolo. Era una casa de huéspedes en donde rentabas tu habitación pero tenías que compartir todo lo demás. Un concepto totalmente nuevo para mí.
Y empecé a ser muy libre y a juntarme con gente muy diversa. Obviamente todo mundo tenía diecisiete, veinte años, yo era como la señora. Me divertía bailar con ellos, cambié por completo, me convertí en otra persona, me empoderé otra vez, me subía a un tren e iba y conocía nuevos lugares con mis guías de viaje, porque no había internet. Me encantó, me redescubrí y dije: “¡De aquí nadie me saca!”. Y allá conocí a mi exmarido.
Él era amigo de la mexicana con la que me fui a compartir cuarto, era poblano. Estaba haciendo su maestría en Inglaterra y viajó a Italia a hacer unas cosas de su tesis.
Después de ese encuentro, me invitaba y fue más constante en sus visitas a Florencia. Así empezamos, hasta que me preguntó cuáles eran mis planes; le respondí que había pensado que una vez que terminara mi estancia en Italia, seguiría con otro país y así, hasta que se me acabara el dinero y tuviera que volver a Monterrey y empezar a trabajar de nuevo. “¡Está increíble tu plan! ¿Y si me uno?”, me contestó. Entonces me dio la necesidad de cuidar a alguien otra vez; bien raro, lo que es la mente. Tenía que ser responsable de algo. Él traía también muchos rollos personales, así que traté de ayudarle. Me contó que viajaba solo desde los trece años, cuando se murió su mamá, y en ese momento él se volvió como mi héroe. Me contó de todos los países a los que había ido y todas las aventuras que había tenido, y yo pensé que no podía haber alguien que hubiera vivido más en la vida que este hombre.
Me pidió que fuera su novia, y les avisé a mi mamá y a mi hermana que me iría con él a seguir el viaje.
¿Él procuraba una cercanía contigo? Porque supongo que en algún momento tuviste una relación, intimidad…
Lo fue haciendo muy gradual, entendió mi falta de experiencia y lo hizo de una forma que resultó más sencillo. Ayudó mucho también que él no era muy expresivo, así que fue un proceso de aprendizaje para los dos.
Me fui sintiendo cómoda con él porque lo veía como un superhéroe, la manera en que me explicaba el mundo y parecía que nada le daba miedo. Yo iba tras de él admirando esa forma de vivir. Empezamos a viajar, lo empecé a conocer y a agarrarle confianza; fue muy prudente y educado. Su papá fue a vernos cuando recorrimos España, y me contó que él nunca le había presentado una novia, así que toda la familia estaba muy feliz de saber de mí. Por la manera de ser del papá, me di cuenta de que todos pasaron un trauma muy feo por la muerte de la mamá y se encerraron en su mundo, y todo era evasión. A él lo compensaron con darle mucho dinero y muchos viajes, pero sin emociones. Entonces ésa fue la parte en la que yo me sentía más experimentada: la familia, la expresión de los sentimientos, y él me enseñaba el mundo que yo no conocía. Nos regresamos cuando ya no teníamos dinero más que para el vuelo de regreso a casa. Acordamos que cada quien volvería al lugar donde vivía y haría lo necesario para juntar dinero, casarnos y que yo me fuera a vivir a Cancún. Estando ya en Monterrey, me invitaron a conocer a toda la familia a Cancún y me fui por una semana. En una reunión con unos amigos de ellos, alguien me dijo que le mandara mi currículum. Así lo hice y mientras todavía estaba en Cancún me hablaron para una entrevista en uno de los hoteles más reconocidos. Después de todo un día de entrevistas y pruebas, me ofrecieron una gerencia, con muy buen sueldo y prestaciones, pero con la condición de que empezara al día siguiente. Ya no volví a Monterrey, nos casamos en 2004 y así empezó mi vida en Cancún.
Estuvimos juntos casi diez años. Tuve dos hijos varones y perdí uno a los tres meses y medio de embarazo. Me daba miedo tener hijos, me daba miedo fallar, como yo sentía que me habían fallado a mí. Pero fui la más feliz. Nació mi hijo mayor y disfruté tanto todo que pensé que quería tener tres más. Cuando tuve que regresar al trabajo simplemente no me pude despegar de él, así que decidí renunciar y pensar en qué otra cosa hacer que me permitiera estar la mayor parte del tiempo con él. Empecé a hacer y vender postres, a seguir estudiando por mi cuenta, y me embaracé nuevamente. Perdí al bebé y fue un golpe emocional durísimo. Además de mi hermana, nadie estuvo conmigo en el proceso. Su familia se mostró indiferente ante la pérdida del bebé, él un poco también.
Luego empezaron a surgir cosas con su familia. El papá siempre llegaba a mi casa a las 6:00 de la mañana, todos los días, de lunes a domingo. Al principio no me molestaba, porque yo ya estaba despierta y la verdad es que me caía bastante bien, pero después de muchos años ya era cansado no poder estar en pijama tranquila en mi casa. Empecé a sentir que era mi obligación atenderlos, siempre. Hacer todo por ellos, pero de regreso no recibía nada. Me percaté de que él no me cuidaba, no me defendía, simplemente no hacía nada ante una ofensa de su hermana o un comentario fuera de lugar de su papá. Él “trabajaba” administrando el dinero y las propiedades de su papá y juntos hacían algunos proyectos de construcción o cosas que se les ocurrían. Pero no tenía un horario, una responsabilidad real, nada. Me fui dando cuenta de que trabajaba menos de lo que pensé. Que eran miserables con el dinero, que gastar era un pecado capital; más bien dicho, gastar en lo que ellos pensaban que no valía la pena. Me empecé a sentir muy insegura respecto a mi futuro y el de mi hijo.
Y ahí surgió tu proyecto de repostería.
Sí, empecé vendiendo algunas cosas mientras cuidaba a mi hijo. Me volví a embarazar y cuando nació mi hijo pequeño, me volví a sentir muy sola… emocionalmente estaba en otra realidad distinta a la de él. La llegada de ese bebé no le causó tanta emoción como la del primero, estuvo lejano y distante. Debo reconocer