Sigamos un razonamiento similar en lo que respecta a la raza humana. ¿Está Dios gobernando este mundo? ¿Está Él rigiendo los destinos de las naciones, controlando la marcha de los imperios, determinando la duración de las dinastías? ¿Ha prescrito Él los límites de los malhechores diciendo: «hasta aquí llegarás»? Supongamos por un momento lo contrario. Supongamos que Dios ha dejado la dirección en manos de Sus criaturas y veamos a dónde nos conduce tal suposición. Supongamos que todo hombre viene a este mundo dotado de una voluntad completamente libre y que es imposible controlarlo sin destruir su libertad. Vamos a suponer que además del conocimiento del bien y del mal, tiene el poder de escoger entre ellos, y que es completamente libre para decidir su propio camino ¿que significaría eso? bueno, la conclusión sería que el hombre es soberano, porque él estaría haciendo según su voluntad, constituyéndose como el arquitecto de su futuro. Pero en tal caso no tendríamos seguridad de que por mucho tiempo el hombre rechazara el mal y escogiera el bien. Si así fuera, no tendríamos garantía alguna de que la raza humana no cometería un suicidio moral. Si se eliminaran todos los frenos divinos y el hombre quedara absolutamente libre para hacer lo que gustase, todas las distinciones éticas pronto desaparecerían, la barbarie predominaría universalmente y un caos infernal se enseñorearía de la tierra. ¿Por qué no? Si una nación quita a sus gobernantes y repudia su constitución, ¿qué impide que todas las naciones hagan lo mismo?
Si hace poco más de cien años la sangre de los revoltosos corría por las calles de París, ¿qué certeza tenemos que antes de terminar el presente siglo cada ciudad de este mundo no va a presenciar un espectáculo similar? ¿Qué impide que el desorden y la anarquía lleguen a ser universales? Y es debido a estos interrogantes que nos hemos propuesto demostrar la necesidad, la permanente necesidad, de que Dios ocupe el trono, tome el principado sobre Su hombro y controle las actividades y destinos de Sus criaturas.
¿Pero acaso tiene algún problema el hombre de fe en percibir el gobierno de Dios sobre este mundo? ¿Acaso no puede el ojo ungido discernir, incluso entre tanta confusión y caos, que la mano de Dios controla y dirige los asuntos de los hombres, incluso aquellos relativos a la vida cotidiana? Consideren por ejemplo al labrador y sus cultivos, ¿qué pasaría si Dios no los controlara? ¿Qué impediría que todos ellos sembraran pasto en sus tierras cultivables y se dedicaran solamente a la crianza del ganado? Si así fuera, ¡habría una hambruna mundial de trigo y maíz! Y en cuanto al trabajo del correo. Supongamos que a todos se les ocurriera escribir cartas solamente los lunes, entonces los responsables no podrían manejar el correo de los martes. Lo mismo con los que atienden en las tiendas. ¿Qué pasaría a cada ama de casa se le ocurriera hacer compras los miércoles y se quedaran en casa los demás días? Pero en lugar de que ocurran tales cosas, existen granjeros en diferentes países que crían el ganado y que cultivan granos de diferente tipo para proveer a las casi incalculables necesidades de la raza humana, el correo se distribuye casi uniformemente a lo largo de toda la semana, y algunas personas compran los lunes, otras el martes y así sucesivamente. ¿Acaso estas cosas no evidencian que la mano de Dios controla y domina sobre todas las cosas?
Habiendo demostrado de manera resumida la necesidad imperiosa de que Dios reine sobre este mundo, observemos ahora el hecho de que Dios efectivamente gobierna y que Su dominio se extiende a todas las cosas y todas las criaturas y es ejercido sobre ellas.
1. Dios gobierna la materia inanimada.
El hecho de que Dios gobierna la materia inanimada y que esta materia cumple Su deseo y lleva a cabo Sus decretos, se demuestra claramente en el propio hecho de la revelación divina. «Y dijo Dios: Sea la luz; y fue la luz (…) Dijo también Dios: Júntense las aguas que están debajo de los cielos en un lugar, y descúbrase lo seco. Y fue así (…) Después dijo Dios: Produzca la tierra hierba verde, hierba que dé semilla; árbol de fruto que dé fruto según su género, que su semilla esté en él, sobre la tierra. Y fue así». (Génesis 1:3, 9, 11) Como declara el salmista: «Porque él dijo, y fue hecho; él mandó y existió» (Salmo 33:9).
Lo que se declara en el primer capítulo de Génesis se ilustra después en toda la Biblia. Cuando las iniquidades de los hombres antes del diluvio habían alcanzado su plenitud, Dios dijo: «Y he aquí que yo traigo un diluvio de aguas sobre la tierra, para destruir toda carne en que haya espíritu de vida debajo del cielo; todo lo que hay en la tierra morirá» (Génesis 6:17); y en cumplimiento de esto leemos: «El año seiscientos de la vida de Noé, en el mes segundo, a los diecisiete días del mes, aquel día fueron rotas todas las fuentes del grande abismo, y las cataratas de los cielos fueron abiertas, y hubo lluvia sobre la tierra cuarenta días y cuarenta noches» (Génesis 7:11–12).
Observemos también el control absoluto y soberano de Dios sobre la materia inanimada en las plagas de Egipto. A su mandato, la luz fue convertida en tinieblas y un río en sangre; cayó granizo y la muerte se apoderó del impío país del Nilo, hasta que su altivo monarca se vio obligado a clamar pidiendo liberación. Notemos particularmente cómo la Escritura hace énfasis aquí en el control absoluto de Dios sobre los elementos:
Y Moisés extendió su vara hacia el cielo, y Jehová hizo tronar y granizar, y el fuego se descargó sobre la tierra; y Jehová hizo llover granizo sobre la tierra de Egipto. Hubo, pues, granizo, y fuego mezclado con el granizo, tan grande, cual nunca hubo en toda la tierra de Egipto desde que fue habitada. Y aquel granizo hirió en toda la tierra de Egipto todo lo que estaba en el campo, así hombres como bestias; asimismo destrozó el granizo toda la hierba del campo, y desgajó todos los árboles del país. Solamente en la tierra de Gosén, donde estaban los hijos de Israel, no hubo granizo (Éxodo 9:23–26). La misma distinción se observa en conexión con la novena plaga: «Jehová dijo a Moisés: Extiende tu mano hacia el cielo, para que haya tinieblas sobre la tierra de Egipto, tanto que cualquiera las palpe. Y extendió Moisés su mano hacia el cielo, y hubo densas tinieblas sobre toda la tierra de Egipto, por tres días. Ninguno vio a su prójimo, ni nadie se levantó de su lugar en tres días; mas todos los hijos de Israel tenían luz en sus habitaciones» (Éxodo 10:21–23).
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