Dios es soberano en el ejercicio de Su amor. ¡Esta es una declaración dura! ¿Quién puede recibirla? Está escrito: «No puede el hombre recibir nada, si no le fuere dado del cielo» (Juan 3:27). Cuando decimos que Dios es soberano en el ejercicio de Su amor, queremos decir que Él ama a quienes elije. Dios no ama a todos (examinaremos Juan 3:16 posteriormente); si lo hiciera, amaría a Satanás también. ¿Por qué razón Dios no ama al Diablo? Porque no existe nada en él que pueda ser amado; porque no hay nada en él que atraiga el corazón de Dios. Tampoco existe nada que atraiga el amor de Dios en los hijos de Adán, ya que todos ellos son, por naturaleza, «hijos de ira» (Efesios 2:3). Si no existe nada en ningún miembro de la raza humana capaz de atraer el amor de Dios, y a pesar de ello, Él ama a algunos, entonces necesariamente concluimos que la causa de Su amor se encuentra en Él mismo, lo cual es simplemente otra forma de declarar que el ejercicio del amor de Dios para con los caídos depende solamente de Su buena voluntad. No ignoramos el hecho de que los hombres han inventado la distinción entre el amor de complacencia de Dios, y Su amor de compasión, pero este es un mero invento. La Escritura lo expresa más bien en términos de la «compasión» (Mateo 18:33 LBLA), y dice que Él «es benigno para con los ingratos y malos» (Lucas 6:35).
En el análisis final, el ejercicio del amor de Dios debe ser vinculado a Su soberanía, ya que de otra manera Él estaría amando basado en alguna regla; y si amara basado en una regla, entonces Él se encontraría bajo una ley de amor y si Él estuviera bajo una ley de amor, entonces no sería supremo, sino gobernado por una ley. Pero podrías preguntar: «¿Acaso estás negando que Dios ama a la raza humana?» A lo anterior contestamos, «Como está escrito: A Jacob amé, mas a Esaú aborrecí» (Romano 9:13). Si Dios amó a Jacob y aborreció a Esaú antes de que ellos nacieran y hubiesen hecho algo bueno o malo, entonces la causa de Su amor no se encontraba en ellos, sino en Él mismo.
Que el ejercicio de Su amor sea de acuerdo solamente a Su soberanía también queda claro en Efesios 1:3–5, en donde leemos: «Bendito sea el Dios y Padre de nuestro Señor Jesucristo, que nos bendijo con toda bendición espiritual en los lugares celestiales en Cristo, según nos escogió en él antes de la fundación del mundo, para que fuésemos santos y sin mancha delante de él, en amor habiéndonos predestinado para ser adoptados hijos suyos por medio de Jesucristo, según el puro afecto de su voluntad». Fue «en amor» que Dios nos predestinó para ser adoptados hijos Suyos por medio de Jesucristo. ¿Según qué? ¿Según alguna bondad que encontró en ellos? No. ¿Según Su previsión de lo que seríamos? No. Veamos detenidamente la respuesta: «Según el puro afecto de su voluntad».
Dios es soberano en el ejercicio de Su gracia. Es necesario que sea así, pues la gracia es el favor mostrado hacia el que nada merece, más aún, al que merece el infierno. La gracia es lo contrario de la justicia, ya que esta exige que la ley sea aplicada imparcialmente. Exige que cada uno reciba lo que legítimamente merece, ni más ni menos. La justicia no concede favores ni hace acepción de personas. La justicia, como tal, no muestra compasión ni muestra misericordia. Sin embargo la gracia divina no se ejerce sobrepasando la justicia, antes bien «la gracia reina por la justicia» (Romanos 5:21); y si la gracia «reina», por tanto es gracia soberana.
La gracia ha sido definida como el favor inmerecido de Dios; y si es inmerecido, nadie puede reclamarlo como derecho inalienable. Un amigo estimado quien gentilmente leyó el manuscrito de este libro (y a quien debemos abundantemente por varias sugerencias excelentes), ha recalcado que la gracia es más que «favor inmerecido». Alimentar a un vagabundo que me lo solicita es «favor inmerecido», pero no llega a ser gracia. Pero supongamos que ese vagabundo me roba, y después de ello yo le doy de comer —eso sería «gracia». La gracia es, pues, conceder favor a aquel que no solamente no tiene mérito, sino que presenta motivos para negárselo. Si la gracia no se gana ni se merece, concluimos que nadie tiene derecho a ella. Si la gracia es un don, nadie puede exigirla. Por consiguiente, puesto que la salvación es por gracia, don gratuito de Dios, Él la concede a quien quiere. Ni aun el más grande de los pecadores está más allá del alcance de la misericordia divina. Así pues, la jactancia es excluida y toda la gloria es de Dios.
El soberano ejercicio de la gracia se ilustra en todas las páginas de la Escritura. Se permite que los gentiles anden en sus propios caminos, mientras que Israel se convierte en el pueblo del pacto de Jehová. Ismael, el primogénito, es desechado relativamente sin bendición, mientras que Isaac, hijo de la vejez de sus padres, es hecho hijo de la promesa. Se niega la bendición al generoso Esaú, mientras que el gusano Jacob recibe la herencia y es convertido en vaso para honra. Lo mismo ocurre en el Nuevo Testamento. La verdad divina está oculta a los sabios y prudentes, pero es revelada a los niños. Se permite que los fariseos y saduceos vayan por sus propios caminos, mientras los publicanos y las rameras son atraídos por los lazos del amor.
La gracia divina actuó de manera notable en tiempos del nacimiento del Salvador. La encarnación del Hijo de Dios fue uno de los más grandes acontecimientos de la historia del universo, y, sin embargo, el hecho y el momento del suceso no fueron dados a conocer a toda la humanidad; en cambio, fueron especialmente revelados a los pastores de Belén y a los magos de oriente. Todos estos detalles tenían un sello profético que apuntaba al carácter de esta dispensación, pues aún hoy Cristo no es dado a conocer a todos. Habría sido cosa fácil para Dios enviar una legión de ángeles a toda nación a anunciar el nacimiento de Su Hijo. Pero no lo hizo. Dios pudo fácilmente haber atraído la atención de toda la humanidad hacia la estrella; pero tampoco lo hizo. ¿Por qué? Porque Dios es soberano y concede Sus favores como Le agrada. Observemos particularmente las dos clases de personas a quienes se dio a conocer el nacimiento del Salvador −las clases más inapropiadas: pastores y gentiles de un país lejano. ¡Ningún ángel se presentó ante el Sanedrín a anunciar el advenimiento del Mesías de Israel! ¡Ninguna estrella se apareció a los escribas y doctores de la ley cuando estos, en su orgullo y propia justicia, escudriñaban las Escrituras! Escudriñaron diligentemente para descubrir dónde había de nacer y, sin embargo, no les fue dado a conocer que Él ya había venido. ¡Qué demostración de la soberanía divina! ¡Humildes pastores escogidos para un honor particular, mientras los eruditos y eminentes son pasados por alto! ¿Y por qué el nacimiento del Salvador fue revelado a estos magos extranjeros y no a aquellos en medio de los cuales había nacido? Vean en esto una maravillosa prefiguración del proceder de Dios con nuestra raza a través de toda la dispensación cristiana; soberano en el ejercicio de Su gracia, otorgando Sus favores a quien Él quiere; frecuentemente, a los más inapropiados e indignos.
Notemos que la soberanía de Dios se muestra en el lugar que Él escogió para que Su Hijo naciera. No fue a Grecia o Italia que la Gloria del Señor descendió, sino a la insignificante tierra de Palestina. Y no fue en Jerusalén, la ciudad real, que nació Emmanuel, sino en Belén, la cual era «pequeña para estar entre las familias de Judá» (Miqueas 5:2). Y fue en la despreciada Nazaret que el Salvador creció. ¡Verdaderamente los caminos de Dios no son como nuestros caminos!