Sin embargo, conviene decir muy enfáticamente que el corazón solo puede hallar consuelo y gozo en la bendita verdad de la soberanía absoluta de Dios en tanto que se ejercite la fe. La fe se ocupa continuamente de Dios, ese es su carácter; eso es lo que la diferencia de la teología intelectual. La fe se sostiene «como viendo al Invisible» (Hebreos 11:27); soporta los desengaños, las dificultades y todos los pesares de la vida, reconociendo que todo viene de la mano de Aquel que es infinitamente sabio como para errar e infinitamente amante como para ser cruel. Si atribuimos lo que ocurre a cualquier otra causa que no sea Dios mismo, no habrá reposo para el corazón ni paz para el espíritu. Mas si recibimos todo cuanto afecta a nuestras vidas como de Su mano, entonces, sean cuales fueren las circunstancias o lo que nos rodea, tanto si estamos en una choza como encerrados en una prisión o en la hoguera del martirio, nos será dado poder para decir: «Las cuerdas me cayeron en lugares deleitosos» (Salmo 16:6). He aquí el lenguaje de la fe, y no el de la vista ni de los sentidos.
Sin embargo, si en vez de someternos al testimonio de la Sagrada Escritura, si en vez de andar por fe, andamos en pos de la evidencia de nuestros ojos y razonamos sobre esta base, caeremos en el lodazal de un virtual ateísmo. Asimismo, nuestra paz se acabará si somos guiados por las opiniones y los puntos de vista de otros. Aún admitiendo que hay muchas cosas en este mundo de pecado y sufrimiento que nos desaniman y entristecen; aun admitiendo que muchos aspectos de la providencia de Dios nos sobrecogen y aturden, no es razón suficiente para que nos unamos al incrédulo y al hombre del mundo que dice: «Si yo fuera Dios, no permitiría esto ni toleraría aquello». Es mucho mejor, en presencia del misterio que nos deja perplejos, decir con el salmista: «Enmudecí, no abrí mi boca, porque tú lo hiciste» (Salmo 39:9). La Escritura nos dice que los juicios de Dios son «insondables», y sus caminos «inescrutables» (Romanos 11:33). Así debe ser si la fe ha de ser probada, si la confianza en Su sabiduría y justicia ha de ser fortalecida, y la sumisión a Su santa voluntad ha de ser sostenida.
Esta es la diferencia fundamental entre el hombre de fe y el incrédulo. El incrédulo es «del mundo», todo lo mide por la vara de lo mundano, considera la vida desde el punto de vista del tiempo y los sentidos y todo lo pesa en la balanza de su propio entendimiento carnal. Mas el hombre de fe tiene la mente de Dios, todo lo mira desde Su punto de vista, valora las cosas según la medida espiritual, y considera la vida a la luz de la eternidad. De esta forma, acepta todo como proviniendo de la mano de Dios, su corazón vive tranquilo en medio de la tormenta y se goza en la esperanza de la gloria del Altísimo.
A continuación presentamos la línea de pensamiento que se sigue a lo largo de este libro: Nuestro primer postulado será, que debido a que Dios es Dios, Él hace lo que Le place, solo como Le place, siempre como Le place; asimismo, que Su interés máximo está puesto en el cumplimiento de Su deseo y la promoción de Su Gloria. Él es el Ser Supremo, y por lo tanto el Soberano del universo. Partiendo de este postulado contemplaremos el ejercicio de la soberanía de Dios, primeramente en la Creación; en segundo lugar en Su administración gubernamental sobre las obras de Sus manos; en tercer lugar en la salvación de Sus elegidos; en cuarto lugar en la reprobación de los impíos, y en quinto lugar, en la operación externa e interna en los hombres. En seguida consideramos la soberanía de Dios en cuanto a su relación con la voluntad humana en particular, y la responsabilidad humana en general, y mostraremos cuál es la única actitud apropiada que debemos tener a la luz de la majestad del Creador. Se ha apartado un capítulo separado para considerar algunas de las dificultades al respecto, y para responder a algunas de las preguntas que muy probablemente surgirán en las mentes de nuestros lectores. Otro capítulo se ha dedicado a una examinación más cuidadosa (aunque breve) acerca de la relación entre la soberanía de Dios y la oración. Finalmente, hemos tratado de mostrar cómo la soberanía de Dios es una verdad revelada en la Escritura para nosotros, con el fin de consolar nuestros corazones, fortalecer nuestras almas y bendecir nuestras vidas. Una comprensión debida de la soberanía de Dios, promueve un espíritu de adoración; provee motivación para la piedad práctica, e inspira celo en el servicio. Es profundamente humillante para el corazón humano, pero glorifica a Dios, pues rebaja al hombre hasta el polvo delante de su Creador
Sabemos perfectamente que lo que acabamos de escribir está en abierta oposición a la mayor parte de lo que normalmente se enseña hoy en día tanto en la literatura religiosa como en los púlpitos. Admitimos gustosamente que el postulado de la soberanía de Dios, con toda su consecuencia, contradice en forma directa las opiniones y pensamientos del hombre natural. En verdad, la mente carnal es completamente incapaz de pensar en estas cosas; no está capacitada para evaluar debidamente el carácter y los caminos de Dios, y es por esto que Dios nos ha dado una revelación con toda claridad: «Porque mis pensamientos no son vuestros pensamientos, ni vuestros caminos mis caminos, dijo Jehová. Como son más altos los cielos que la tierra, así son mis caminos más altos que vuestros caminos, y mis pensamientos más que vuestros pensamientos» (Isaías 55:8–9). A la luz de este texto, solo cabe esperar que gran parte del contenido de la Biblia choque con el sentir de la mente carnal, que es enemistad contra Dios. Por consiguiente, no apelamos a las creencias hoy día populares, ni a los credos de las iglesias, sino a la ley y al testimonio de Jehová. Todo lo que pedimos es un examen imparcial y atento de lo que hemos escrito, y que esto se haga en oración, a la luz de la Lámpara de la verdad. Que el lector esté atento a la exhortación Divina: «Examinadlo todo, retened lo bueno» (1 Tesalonicenses 5:21).
Capítulo 1
DEFINICIÓN DE LA
SOBERANÍA DE DIOS
“Tuya es, oh Jehová, la magnificencia y el poder, la gloria, la victoria y el honor; porque todas las cosas que están en los cielos y en la tierra son tuyas. Tuyo, oh Jehová, es el reino, y tú eres excelso sobre todos”
(1 Crónicas 29:11).
La soberanía de Dios es una expresión que en otros tiempos era generalmente entendida. Era una expresión usada comúnmente en la literatura religiosa, un tema frecuentemente expuesto en el púlpito, una verdad que consolaba a muchos corazones y daba estabilidad al carácter cristiano. Sin embargo, actualmente, mencionar la soberanía de Dios es en muchos sectores como hablar un idioma desconocido. Si anunciáramos desde el púlpito que el tema de nuestro mensaje será la soberanía de Dios, nuestro anuncio sonaría como algo totalmente ininteligible, como si hubiésemos sacado la frase de una de las lenguas muertas. Es lamentable que sea así. Es lamentable que la doctrina que es llave de la historia, intérprete de la providencia, trama de la Escritura y fundamento de la teología cristiana, sea tan poco entendida y se encuentre tan descuidada.
La soberanía de Dios. ¿Qué queremos decir con esta expresión? Nos referimos a la supremacía de Dios, a que Dios es Rey, que Dios es Dios. Decir que Dios es soberano es declarar que es el Altísimo, el que hace todo conforme