La guerra entró en una escalada producto de la incapacidad de contener una sucesión de crisis. La revuelta inicial se extendió gracias a la decisión del elector palatino, Federico V, uno de los pocos líderes genuinamente radicales, de aceptar la corona de Bohemia que le ofrecieron los rebeldes en 1619. Esto le enfrentó a los Habsburgo de Austria, quienes contaban ahora con apoyo sustancial de los bávaros. También se vieron involucrados actores externos. España auxilió a Austria con la esperanza de que una rápida victoria en el imperio le procurase ayuda contra sus propios rebeldes neerlandeses. Ingleses, franceses y neerlandeses enviaron hombres y dinero en auxilio de Bohemia y el Palatinado, básicamente, porque consideraban que una contienda en el imperio distraería a España.
Con el ascenso al trono de Fernando II, en 1619, la política de los Habsburgo se hizo más decidida, pues este consideraba a sus adversarios rebeldes que habían perdido sus derechos constitucionales. La completa victoria obtenida en Montaña Blanca, en las afueras de Praga, en noviembre de 1620, le permitió emprender la transferencia de propiedad privada más grande que tuvo lugar en Europa central antes de la confiscación de tierras llevada a cabo por los comunistas a partir de 1945. Se repartieron los bienes de los rebeldes derrotados entre los leales a los Habsburgo. Después de una serie de victorias en Alemania occidental, esta práctica se extendió a todo el imperio y culminó en 1623 con la transferencia de las tierras y títulos de Federico V al duque Maximiliano de Baviera. La guerra estaba casi acabada, pero en mayo de 1625 la intervención danesa la reavivó y trasladó el foco al norte de Alemania. Las derrotas danesas de 1629 solo sirvieron para ampliar la zona afectada por la política de redistribución y recompensas de Fernando.128
Fernando buscó un acuerdo lo más amplio posible y se aseguró la aceptación de los daneses al concederles generosas condiciones. Pero en marzo de 1629 se excedió al promulgar el Edicto de Restitución. Este trataba de resolver las ambigüedades de la Paz de Augsburgo mediante la imposición de una interpretación rigurosamente católica de las cláusulas en disputa, que incluía la pérdida de protección legal de los calvinistas y ordenar a los protestantes que devolvieran todas las tierras de la Iglesia usurpadas desde 1552. El edicto recibió una condena generalizada, incluso por parte de muchos católicos que consideraban que Fernando se había excedido en sus prerrogativas al promulgar un veredicto definitivo que debía ejecutarse de inmediato, no unas líneas maestras que ayudasen a los tribunales imperiales a resolver las disputas caso a caso. El edicto, que llegó después de una significativa redistribución de tierra a favor de los partidarios de los Habsburgo, parecía un nuevo paso hacia la conversión del imperio en una monarquía centralizada. Los electores, a pesar de sus diferencias confesionales, cerraron filas en el congreso de Ratisbona de 1630 y bloquearon la pretensión del emperador de nombrar a su hijo Fernando III rey de romanos. También le forzaron a destituir a su controvertido general, Albrecht von Wallenstein, y reducir su oneroso Ejército Imperial.129
La invasión sueca de junio de 1630 desbarató toda esperanza de rebajar la tensión por medio de la negociación. Suecia tenía motivaciones económicas y de seguridad para intervenir, pero la excusa que empleó fue rescatar a los protestantes germanos de la contrarreforma de Fernando. La dimensión religiosa se hizo más pronunciada aún tras la muerte del rey sueco Gustavo Adolfo en la batalla de Lützen, en noviembre de 1632. Dos siglos más tarde, los habitantes de la región celebraron el bicentenario de la batalla y convirtieron el lugar en poco menos que un santuario. La hagiografía correspondiente influyó en profundidad en las interpretaciones posteriores de la Guerra de los Treinta años al transformarla en un conflicto religioso.130 Pero, en la época, Suecia legitimó su participación de acuerdo con la defensa del Palatinado y con su interpretación más aristocrática de la constitución imperial, pues esta debilitaría el control de los Habsburgo sobre el imperio. Los rebeldes exiliados y los Estados imperiales más amenazados por el edicto de Fernando apoyaron las operaciones suecas. Esto hizo que la nueva ronda de hostilidades fuera una continuación de las iniciadas en 1618 y no un conflicto completamente diferente, como sostenía Fernando.
El apoyo germano creció tras la victoria sueca de Breitenfeld de septiembre de 1631; los alemanes eran un aliado creíble. Los éxitos subsiguientes permitieron a Suecia copiar los métodos de Fernando y redistribuir entre sus aliados las tierras eclesiásticas capturadas. Gustavo Adolfo tenía intención de usurpar las constituciones imperiales para insertar a sus aliados en un nuevo sistema imperial sueco. No obstante, no está del todo claro hasta qué punto pretendía reemplazar al emperador. Su muerte, en 1632, y una serie ulterior de derrotas obligaron a los suecos a reducir sus pretensiones. La victoria imperial de Nördlingen de septiembre de 1634 le dio a Fernando una nueva oportunidad de alcanzar una «paz con honor» mediante concesiones a Estados luteranos moderados como Sajonia. En mayo de 1635 negoció la Paz de Praga, que suspendía el edicto y restablecía el año normativo, que pasaba a ser 1627. Esto permitía a los luteranos conservar muchas de las tierras eclesiásticas ganadas desde 1552, aunque no todas las que tenían en 1618. La necesidad de mantener el apoyo bávaro hizo que el Palatinado, además de muchos otros principados importantes, quedase excluido de la amnistía. Estas excepciones llevaron a Suecia a afirmar que seguía combatiendo para restituir «las libertades germanas».
Fernando dejó escapar varias oportunidades al delegar a Sajonia las negociaciones con Suecia y embarcarse en una desacertada campaña en apoyo de la nueva guerra de España contra Francia.131 Este último país, que patrocinaba desde 1625 a los adversarios de Austria, pasó a participar de forma directa. Esto no tuvo un pleno impacto hasta 1642, año en el que Francia y Suecia acordaron coordinar su estrategia, que se centró en forzar la neutralidad de una serie de principados proimperiales. La contienda se redujo a menos regiones, pero se libró con una intensidad desesperada, lo cual contribuyó a dejar una impresión persistente de furia devastadora.
La Paz de Westfalia
En 1643, las localidades westfalianas de Münster y Osnabrück fueron declaradas neutrales para acoger el congreso de paz que debía poner fin a la Guerra de los Treinta Años en el imperio, la lucha de España contra los rebeldes neerlandeses (reiniciada en 1621) y la Guerra Franco-Española que se libraba desde 1635. Las operaciones militares prosiguieron para procurar a los beligerantes mejores bazas negociadoras. En el tratado concluido en Münster en mayo de 1648, España aceptó al fin la independencia neerlandesa, pero la Guerra Franco-Española continuó once años más, pues ambas potencias sobreestimaron sus perspectivas de futuros éxitos militares.
Aun así, los diplomáticos lograron concluir con éxito el conflicto en el imperio en dos tratados negociados en Münster y Osnabrück y firmados de forma simultánea el 24 de octubre de 1648. Estos tratados fueron conocidos, respectivamente, por la abreviatura de sus títulos latinos, IPM e IPO.132 Los dos pactos, junto con la primera Paz de Münster, conformaron la Paz de Westfalia, que fue, a un tiempo, un acuerdo internacional y una revisión de la constitución del imperio. Francia y Suecia recibieron compensaciones territoriales, pero la paz ni convirtió a los príncipes en soberanos independientes ni redujo al imperio a la condición de débil confederación. Por el contrario, se mantuvo la tendencia hacia una monarquía mixta. Esto se puede observar en los ajustes a que fue sometido el papel de la religión en la política imperial.
La Paz de Augsburgo había sido renovada pero también revisada, pues se acordó que 1624 sería el año normativo. Esto permitió a