—Para los clientes, no —sentenció Sacchetto.
Benny casi se puso a discutir con él, diciendo que si él podía aceptar que sus propios padres fueran zombis comedores de carne —y aquello no tenía nada de agradable ni de tierno—, ¿por qué los demás no podían metérselo en la cabeza?
—¿Qué edad tenías cuando tus padres murieron? —preguntó Sacchetto.
—Dieciocho meses.
—Entonces no los conociste en realidad.
Benny dudó, y aquella vieja imagen destelló en su cabeza una vez más. Mamá gritando. La cara pálida e inhumana que debía de haber sido el rostro sonriente de Papá. Y luego la oscuridad mientras Tom lo llevaba a resguardo.
—No —dijo con amargura—. Pero sé cómo se ven. Conozco cosas acerca de ellos. Sé lo que son. Quizás estén muertos ya, quiero decir… Los zoms son sólo zoms.
—¿Lo son? —preguntó el artista.
—¡Sí! —restalló Benny, respondiendo su propia pregunta—. Y todos deberían pudrirse.
El artista cruzó los brazos y se apoyó en un muro manchado de pintura, con la cabeza inclinada mientras observaba a Benny.
—Dime algo, muchacho —comenzó—. Todo el mundo perdió parientes y amigos por los zoms. Todos están muy afectados por eso. Tú ni siquiera conociste a aquellos a quienes perdiste, eras demasiado joven, pero mantienes tu odio al rojo vivo. Sólo te he conocido durante media hora y lo veo brotar por tus poros. ¿A qué se debe? Estamos a salvo aquí en el pueblo. Haz tu vida y deja atrás aquello que no puedes cambiar.
—Tal vez soy demasiado listo para solamente perdonar y olvidar.
—No —dijo Sacchetto—, no lo creo.
Después de la entrevista, no se le ofreció el trabajo.
* Los abrigos de alfombra son una prenda de protección contra las mordidas de los zombis, elaborada justamente de ese material. N. del E.
3
—Era un Pontiac LeMans convertible de 1967. Rojo sangre y tan modificado que dejaba atrás a cualquier maldita cosa en el camino. Y te digo que a cualquier otra.
Así era como Charlie Matthias describía siempre su coche. Luego reía con una gran carcajada como un relincho, porque sin importar cuántas veces lo dijera, pensaba que era la broma más divertida de la historia. La gente tendía a reírse con él más que de la broma, porque Charlie tenía un pecho de un metro ochenta y bíceps de sesenta centímetros, y su sudor era una sopa de testosterona, esteroides anabólicos y whiskey Jack Daniel’s. Si la gente no se reía, él se enojaba y se lo tomaba personal. Por lo común, algo feo sucedía después de que Charlie se sintiera ofendido.
Benny siempre reía. No porque tuviera miedo de Charlie, sino porque en realidad pensaba que el sujeto era hilarante. Y genial. Pensaba que no había nadie más genial en el planeta.
A Benny no le importaba que el coche del que Charlie siempre hablaba se hubiera quedado sin gasolina trece años antes y fuera un montón de metal oxidado en algún lugar de Ruina y Putrefacción. Tampoco le importaba que el hecho de que el auto pudiese siquiera avanzar contradecía la historia: tras la radiación electromagnética, eso no era posible. En las historias de Charlie, aquel coche había pasado por bombas y monstruos y otras mil aventuras, y nunca sería olvidado. Charlie decía que él había sido un auténtico guerrero de la carretera en su LeMans, cruzando el asfalto y aplastando zoms.
Todos los demás en la tienda de abarrotes Lafferty’s rieron también, aunque Benny estaba seguro de que un par de ellos podrían estar fingiendo. La única persona que no rio de la broma fue Marion Hammer, conocido por todo el mundo como el Martillo de Detroit. No era tan grande como Charlie, pero era feo como un bulldog y tenía cachas de pistola saliendo de todos sus bolsillos, así como un trozo de tubo negro que colgaba de su cinturón como una cachiporra. El Martillo no se reía mucho, pero cuando estaba de humor, sus ojos destellaban como los de un cerdo feliz, y una esquina de su boca se elevaba en lo que podría haber sido una sonrisa pero probablemente no lo era.
Benny pensaba que el Martillo también era supergenial… Aunque no tanto como Charlie. Desde luego, nadie era tan genial como Matthias. Charlie era un albino de dos metros de altura con un ojo azul y otro rosa, que era lechoso y ciego. Había el rumor de que cuando Charlie cerraba su ojo azul, podía ver el mundo de los fantasmas con su ojo muerto. Benny pensaba que eso era genial también… aunque en privado no estuviera tan seguro de que fuera cierto.
Los dos —Charlie y el Martillo— eran los cazarrecompensas más duros en todo Ruina y Putrefacción. Todos lo decían. Excepto unos pocos excéntricos, como el alcalde Kirsch, quien dejaba tal honor en Tom Imura. Benny pensaba que eso era basura, porque Charlie decía que Tom “era un poco suave con los zoms”, y lo decía de una manera que sugería que Tom o tenía miedo de una pelea real o no tenía el valor necesario para ser un cazador de zombis de primera clase, un rufián de las tierras yermas. Además, Tom no era ni la mitad de grande que Charlie ni se veía tan malo como el Martillo. No, Tom era un cobarde. Benny lo sabía de primera mano.
Trabajar como cazarrecompensas era un negocio peligroso. No había uno más duro, hasta donde Benny sabía. A la mayoría de los cazarrecompensas les pagaba el pueblo por limpiar de zoms las áreas alrededor de la ruta comercial que conectaba a Mountainside con el puñado de otros pueblos que estaban regados por las montañas. Otros trabajaban en grupo como ejércitos de mercenarios para despejar pueblos fantasma, centros comerciales, bodegas y hasta algunas ciudades pequeñas, de manera que los comerciantes pudieran saquearlos y obtener suministros. De acuerdo con Charlie, la expectativa típica de vida de un cazarrecompensas era de seis meses. La mayoría de los hombres jóvenes que probaban el trabajo permanecían un mes o dos y luego renunciaban, al descubrir que matar zoms era muy diferente de lo que habían aprendido de familiares que hubieran sobrevivido la Primera Noche, y muy distinto de lo que se les enseñaba en la escuela o en los exploradores. Charlie y el Martillo habían sido los primeros cazadores —de nuevo, según Charlie— y lo habían hecho desde el comienzo, cobrando sus primeras muertes remuneradas ocho meses después de la Primera Noche.
“Hemos eliminado más zoms que el Ejército, la Armada, la Fuerza Aérea y los Marines juntos”, presumía el Martillo al menos una vez al mes. “Y eso incluye a los cobardes de la Guardia Nacional.”
A pesar de su arrogancia, su hedor y tendencias violentas, Charlie y el Martillo eran populares en todo el pueblo, en parte porque se veían demasiado altos y feos como para temerle a nada. Tal vez eran demasiado feos para morir. Si se podía creer en la mitad de su reputación, habían estado en más peleas cuerpo a cuerpo con los muertos vivientes que cualquier otro, y ciertamente más que los demás cazarrecompensas que trabajaban en esta parte de Ruina. Eran más duros incluso que cazadores legendarios, como Houston John, Wild Bill Fairchild, J-Dog y Dr. Skillz, o los hermanos Mekong. Claro, Benny debía comparar la reputación con la realidad exclusivamente con conjeturas, y al final tal vez no importaba quién hubiera matado más o cortado más cabezas. De acuerdo con Don Lafferty, el dueño de la tienda que llevaba su nombre, Charlie y el Martillo habían embolsado y etiquetado ciento sesenta y tres cabezas con nombre y tal vez dos mil muertos sin nombre. Cada muerte había sido, además, un trabajo remunerado.
Charlie y el Martillo también hacían “cierres”: localizar a un familiar o amigo zombificado de un cliente para ponerlos a “descansar”. El alcalde Kirsch decía que tenían un rendimiento de cierres tan alto como Tom, aunque Benny lo dudaba. No había manera de que el rendimiento de Tom pudiera estar cerca del de Charlie. Tom nunca tenía dólares extra de ración para gastar, y Charlie siempre estaba comprando cerveza, bebidas y alas de pollo frito para la multitud que se reunía a escuchar sus historias.
—¿Cuándo te vas a retirar? —preguntó Rigley Sputters, el cartero, mientras le servía a Charlie otro vaso de té helado—. Tus chicos han de ser tan