Ruina y putrefacción. Jonathan Maberry. Читать онлайн. Newlib. NEWLIB.NET

Автор: Jonathan Maberry
Издательство: Bookwire
Серия: Ruina y putrefacción
Жанр произведения: Книги для детей: прочее
Год издания: 0
isbn: 9786075572116
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tan aterrador como había esperado. Simplemente estaba ahí. Benny trató de leerlo, de conectar con lo que fuera que moviera al monstruo, pero era como mirar un agujero. Nada devolvía la mirada.

      Entonces el zom se arrojó hacia él y trató de abrirse paso a mordiscos a través de los eslabones de la cadena. El movimiento fue tan repentino que se sintió mucho más rápido de lo que realmente fue. No hubo tensión ni contracción de los músculos de la cara, ninguna de las señales que a Benny le habían enseñado a buscar en oponentes en el basquetbol o la lucha. El zom se movió sin dudar y sin advertencia.

      Benny gritó y se apartó de la cerca. Luego pisó un montón humeante de excremento de caballo y se dio un gran golpe en el trasero.

      Todos los guardias echaron a reír.

      Benny y Chong renunciaron durante el almuerzo.

      A la mañana siguiente, Benny y Chong fueron al extremo lejano del pueblo para solicitar convertirse en técnicos de cercas.

      La cerca se extendía cientos de kilómetros y rodeaba al pueblo y sus campos de cultivo, así que había que caminar mucho cargando la caja de herramientas de otro tipo gruñón. Durante las primeras tres horas fueron perseguidos por un zom que se había colado a través de un hueco en la cerca.

      —¿Por qué no le disparan a todos los zoms que llegan a la cerca? —preguntó Benny a su supervisor.

      —Porque la gente se asusta —dijo el hombre, un tipo desaliñado con cejas espesas y un tic en la comisura de la boca—. Algunos de los zoms son parientes de gente del pueblo, y ellos tienen derechos respecto de sus familiares. Ha habido mucho lío por eso, así que mantenemos en buen estado la cerca, y de vez en cuando alguien del pueblo reúne bastante fuerza en las entrañas para acceder a que los guardias hagan lo que es necesario.

      —Eso es estúpido —dijo Benny.

      —Así es la gente —replicó el supervisor.

      Esa tarde, Benny y Chong caminaron lo que (estaban seguros) debía ser un millón de kilómetros, un caballo les orinó encima, los siguió una horda de zoms —Benny no pudo ver nada en absoluto con sus ojos polvorientos— y casi todo el mundo les gritó.

      Al final del día, mientras se tambaleaban hacia sus casas sobre sus pies adoloridos, Chong dijo:

      —Esto fue tan divertido como recibir una golpiza —lo pensó por un momento—. No… la golpiza es más divertida.

      Benny no tuvo fuerzas para discutir.

      No había mucho peligro en vender abrigos de alfombra, pero Benny no era tan hábil para entender el negocio. Benny se sorprendió de que fueran difíciles de vender, porque todos tenían uno o dos abrigos de alfombra. Eran lo mejor que podía haber en el mundo para vestir si había zoms alrededor con ganas de morder. Lo que descubrió, sin embargo, fue que cualquiera capaz de enhebrar una agujar los vendía, así que la competencia era feroz y las ventas escasas. Además, los vendedores de puerta en puerta cobraban sólo por comisión.

      El vendedor en jefe, un tipejo grasiento llamado Chick, hacía que Benny se pusiera un abrigo de alfombra de manga larga —forro ligero para el verano, lanudo para el invierno— y luego le aplicaba un aparato que supuestamente simulaba la mordida más potente de un zombi macho adulto. Este “mordedor” de metal no podía rasgar la piel a través del abrigo, y entonces Chick empezaba su discurso acerca de la fuerza de la mordedura humana, abundando términos como gramos sobre kPa, avulsión y fuerza postdescomposición de los ligamentos dentales… pero el artefacto ese apretaba muy fuerte, y el abrigo era tan caliente que el sudor corría bajo las ropas de Benny. Cuando fue a su casa aquella noche, se pesó para ver cuántos kilos había perdido. Sólo medio kilo, pero Benny no tenía muchos de sobra.

      —Éste luce prometedor —dijo Chong durante el desayuno al día siguiente.

      Benny leyó en voz alta del periódico:

      —“Fogonero.” ¿Qué es eso?

      —No sé —dijo Chong con la boca llena de pan tostado—. Creo que tiene algo que ver con hacer barbacoa.

      No era así. Los fogoneros, también llamados “lanzadores” trabajaban en equipo, sacando a rastras a zoms muertos de la parte trasera de carretas para echarlos al fuego siempre encendido en el fondo de la cantera Brinkers. La mayoría de los zoms en las carretas estaban hechos pedazos. La mujer que daba la capacitación hablaba de “miembros” y hablaba y hablaba del riesgo de infección secundaria. Luego ponía la sonrisa más falsa que Benny hubiera visto y trataba de venderle a los solicitantes los beneficios de salud física que se obtenían de estar constantemente levantando, arrastrando y arrojando. Incluso levantó su manga y enseñó sus bíceps. Tenía la piel pálida con pecas tan oscuras como manchas hepáticas, y la hinchazón súbita de sus músculos se veía como un tumor.

      Chong quiso vomitar en su bolsa del almuerzo.

      Los otros trabajos ofrecidos por la cantera incluían lavador de ceniza —“porque no queremos humo de zoms flotando sobre el pueblo, ¿verdad?”, preguntó la fenómeno pecosa— y limpiador de agujeros, que era exactamente aquello a lo que suena.

      Benny y Chong no terminaron la capacitación. Abandonaron durante la presentación de diapositivas de fogoneros, sonrientes, levantando miembros y cabezas grises.

      Un trabajo que no era asqueroso ni físicamente exigente, era el de reparador de generadores manuales. Desde que las luces se habían apagado en las semanas posteriores a la Primera Noche, la única fuente de energía eléctrica eran generadores portátiles accionados a mano. Probablemente había cincuenta en todo Mountainside, y Chong decía que eran sobras de los tiempos de la minería en los inicios del siglo veinte. Las leyes locales prohibían la construcción de cualquier otro tipo de generador. Artefactos electrónicos y máquinas complejas ya no se permitían en el pueblo, debido a un fuerte movimiento religioso que asociaba esa clase de energía con la “conducta impía” que había traído “el fin”. Benny oía ese argumento todo el tiempo, e incluso los padres de algunos de sus amigos los creían.

      No tenía sentido para Benny. No eran las luces eléctricas ni las computadoras y automóviles los que habían hecho levantarse a los muertos. O, de serlo, Benny nunca había escuchado a nadie hacer una conexión lógica entre ambas cosas. Cuando le preguntó a Tom al respecto, su hermano pareció dolido y frustrado.

      —La gente necesita algo a qué culpar —dijo—. Si no pueden encontrar respuestas racionales, con mucho gusto se entregarán a las fáciles. Cuando la gente no sabía de virus y bacterias, inculpaban a brujas y vampiros de las epidemias. Aunque no tengo idea de cómo llegó la gente del pueblo a ligar la existencia de electricidad y otras formas de energía con los muertos vivientes.

      —Eso no tiene ni el más mínimo sentido.

      —Ya sé. Pero creo que la verdadera razón es que si empezáramos a usar electricidad otra vez y a reconstruir la civilización que teníamos, entonces tendríamos exactamente la misma sociedad que existía antes. Y el ciclo tarde o temprano se repetiría. Creo que según su manera de pensar, si es que piensan siquiera, conscientemente, en eso, sería como si una persona con el corazón roto decidiera volverse a enamorar. Todo lo que pueden recordar es qué tan mal se sintieron y no pueden imaginarse pasar por eso de nuevo.

      —Eso es estúpido —insistió Benny—. Y cobarde.

      —Bienvenido al mundo real, niño.

      El único electricista profesional del pueblo, Vic Santorini, tenía mucho tiempo de dedicarse únicamente a beber.

      Cuando Benny y Chong se presentaron a la entrevista en la casa