Los amigos se fueron.
Nix vino el siguiente día. Y el siguiente.
En la sexta mañana, ella llevó una canasta de paja trenzada llena de panquecitos de mora azul, recién salidos del horno. Benny aceptó uno, lo olfateó y lo devoró sin hacer comentarios.
Un par de cuervos aterrizaron en la cerca, y Benny y Nix los observaron por cerca de una hora.
—Los odio —dijo Benny.
Nix asintió, sabiendo que el comentario no era sobre los cuervos ni sobre algo que estuviera a la vista. No sabía qué había querido decir Benny, pero entendía el odio. Su madre estaba enferma de él. Nix no podía recordar un solo día en el que su madre no encontrara una razón para maldecir a Charlie Ojo Rosa o mandarlo al infierno.
Benny se inclinó y levantó una piedra, y por un momento miró a los cuervos, como si fuera a arrojarles la piedra, como él y Morgie siempre habían hecho. No para lastimarlos, sino para asustarlos y que hicieran ruido. Benny sopesó la piedra en su palma y abrió los dedos para dejarla caer al pasto.
—¿Qué pasó allá? —cuestionó Nix, haciendo la pregunta que había estado quemando el aire por una semana.
Le tomó a Benny diez minutos contarle de Ruina y Putrefacción. Pero Benny no habló sólo de zoms. En cambio, habló de tres cazarrecompensas en un acantilado junto a un arroyo en las montañas. Lo dijo sin emoción, casi monótonamente, pero mucho antes de que terminara, Nix estaba llorando. Los ojos de Benny estaban secos y endurecidos, como si lo visto hubiera evaporado todas sus lágrimas. Nix puso su mano sobre la de Benny, y los dos permanecieron sentados así por más de una hora después de que el relato terminara, mirando envejecer el día.
Mientras estaban sentados, Nix esperó a que Benny diera vuelta a su mano, a que tomara la suya, que doblara sus dedos o los entrelazara con los de ella. Nunca se había sentido más cerca de él, nunca había creído tanto en la posibilidad de ellos como entonces. Pero la hora se quemó y se hizo ceniza, y Benny no correspondió a su apretón. Simplemente le permitía hacerlo.
Cuando los grillos nocturnos comenzaron a cantar, Nix se levantó y salió por la puerta del jardín. Benny no había dicho otra palabra luego de terminar su relato. Nix no estaba realmente segura de que él supiera que ella había tomado su mano. O que se había ido.
Lloró durante todo el camino a casa. En silencio, para sí misma. No por haber perdido a Benny, sino porque ahora sabía que nunca lo había tenido. Lloraba por el dolor que lo aquejaba, un dolor que quizás ella nunca podría remover.
Benny se sentó afuera hasta que oscureció por completo. Dos veces miró la puerta del jardín, al recuerdo de Nix abriéndola con cuidado y cerrándola tras de sí. Sufría. No por ella, sino porque ella sufría por él, y Benny podía percibirlo ahora. Siempre había sabido que estaba allí, pero ahora, de algún modo, por alguna razón indefinible, no podía ignorarlo. Y ahora entendía, más allá de toda duda razonable, lo que por Nix sentía. Quería romper su juramento con Chong y olvidar que eran sólo amigos y…
Quería muchas cosas. Pero el mundo había cambiado, y cuando tuvo la oportunidad de tomar su mano, no lo hizo.
¿Por qué no lo había hecho?
Sabía que el juramento nada había tenido que ver. Ni la amistad. Lo sabía, pero el resto de su mente estaba envuelto en sombras extrañas que cegaban su ojo interior. Ya nada tenía sentido. Podía sentir el calor de su contacto sobre su mano incluso aunque ella ya se hubiera perdido de vista.
—Nix —dijo, pero ella ya no estaba allí, y él la había dejado ir.
Se levantó y sacudió la tierra de sus jeans. Luego miró la luna amarilla de agosto, que colgaba en el cielo más allá de la cerca de su jardín. Era la misma luna, pero ahora se veía diferente. Supo que había cambiado para siempre.
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