»Esa fue la primera vez que me habló de Silbriar y de los objetos mágicos. Me confesó que era una guardiana, como lo había sido su padre y, a su vez, su abuela. Que todas esas ausencias estaban justificadas porque viajaba al otro mundo para instruirse en las artes mágicas y... —Presionando sus labios, aguantó la respiración—. Yo me eché a reír.
—Papá, ¿no la creíste? —le preguntó la pequeña, desconcertada.
—Pensé que estaba tomándome el pelo, que estaba dándome calabazas inventándose una excusa absurda para no decírmelo abiertamente o que...
—Estaba loca. —Valeria concluyó la frase con profundo pesar. Hundió su rostro entre las manos y negó con la cabeza.
—Tienes que comprender mi posición. Estaba arrodillado ante los pies de tu madre, y ella me contaba una historia disparatada sobre magos y cuentos de hadas. ¡Estaba petrificado! ¡Asustado! Pensé que había estado saliendo con esa mujer durante dos años seguidos y no la conocía. —Suspiró larga y profundamente. Volvió a hacer una pausa para aunar las fuerzas suficientes que lo empujaran a proseguir. No quería revivir la muerte de Esther, solo quería olvidar aquellos días de angustia en los que la soledad lo abrazaba y le susurraba que iba a ser su nueva compañera—. Me fui de allí y la dejé llorando, maldiciéndose por el error que había cometido al confiar en mí. Yo no dormí durante días. Me sentía culpable por no dejar que se explicara, por haberme burlado de ella de aquella manera tan infantil y porque yo... la amaba. Así que me planté delante de la puerta de su casa dispuesto a escucharla, pero ella siempre fue testaruda y algo orgullosa y no quiso recibirme. Durante tres semanas, cada vez que salía del trabajo, me dirigía a su casa, tocaba el timbre y esperaba horas a que ella abriera, pero no lo hacía. Hasta que un día vuestro abuelo me dijo: «Si tienes el valor de presentarte aquí todos los días a pesar de salir derrotado cada noche, es que eres digno de entrar en nuestra familia».
—Recuerdo que mamá me contó esa historia, pero de otra manera —meditó Valeria, dejando escapar una leve sonrisa de sus labios—. Ella me dijo que, tras una pelea tonta, tú casi dormías bajo su ventana con tal de recuperarla.
—¡Mamá era la mejor del mundo! —exclamó Érika—. Ella sabía que la magia existía pero que los malos querían destruirla.
—Sí, era la mejor... —Él se dejó caer sobre el sofá y colocó a la pequeña sobre su regazo.
Otro temblor los sobresaltó. Érika se abrazó a su padre, asustada, y Valeria cerró los ojos, como si así pudiera ignorar la pesadilla que estaba viviendo. Daniel se apoyó en la pared para evitar perder el equilibrio mientras Nico corría hacia la puerta seguido de Jonay. La abrió, y fue testigo de cómo una marea de vecinos contemplaban atónitos las extrañas luces del cielo. Las sirenas no cesaban. Sonaban en la lejanía sin descanso, acrecentando la confusión en sus rostros.
—Deberíais llamar a vuestros padres —dijo Luis al cese del pequeño sismo—. Tienen que estar muy preocupados.
Daniel y Nico intercambiaron una mirada fugaz en la que el guardián de la espada mostraba su negativa.
—Está bien, lo haré yo —aceptó Nico con resignación.
—Ahora mismo soy la oveja negra de la familia, así que me echarían la culpa de todo. Intenta calmarlos. Tienen que estar muy asustados por lo que está pasando.
—A mí me gustaría llamar también al restaurante —dijo Jonay, siguiendo los pasos de Nico hasta la cocina—. Tengo que localizar a mi maestro.
Valeria alzó la vista y clavó la mirada en los ojos castaños de su padre. Eran iguales a los de Lidia: rasgados y vivaces. Y aunque la pena había decidido instalarse en ellos, todavía albergaban una chispa incombustible que le revelaba que, aunque no fuera un guardián, poseía un corazón guerrero y que no se rendiría hasta ganar su propia batalla.
—¿Qué ocurrió luego? ¿Cómo acabaste creyendo la historia de mamá? ¿Has estado alguna vez en Silbriar?
—No, aunque me habría gustado. Como te dije antes, yo no podía siquiera conocer su existencia, y menos visitarlo. Está vetado para la mayoría de los humanos, y eso me incluye a mí —reconoció con cierto pesar—. Debo admitir que necesité pruebas para creer toda esa historia. Fue entonces cuando vuestro abuelo me mostró su cincel, el que perteneció a Gepetto, y algunos de los trucos que podía hacer con él. Después, mamá me presentó a su espada, a la que llamaba cariñosamente Silver. No me preguntes por qué, pero para ella era como su mejor amiga. —Rio, recordando la cara de asombro que había puesto al verificar ese nombre grabado sobre la exquisita empuñadura—. Y, bueno, viví con ella unos años maravillosos y llenos de intrigas. Me relataba sus aventuras cuando regresaba de sus viajes. Me describía los preciosos lugares que visitaba y a veces los dibujaba. Ya sabéis que a ella le apasionaba pintar. Así conocí las famosas cataratas del norte, Martel, Gnimiar y al prestigioso mago Bibolum Truafel.
—¿Bibolum era su maestro? —le preguntó Daniel con curiosidad.
—No, no, él era un miembro más del Consejo cuando Esther comenzó a reducir sus viajes y él empezaba a concentrar su energía en la búsqueda de los guardianes. Durante muchos años, fue un asunto al que no le dieron importancia. En Silbriar se vivía bien... Imagino que estaba adelantándose a los acontecimientos futuros. Su maestro se llamaba Zacarías Melling.
Tanto Valeria como Daniel negaron con sus cabezas. Ignoraban de quién podría tratarse.
—Pero cuando estuve delante de Silona, ella me mostró imágenes y vi a mamá junto Bibolum. —Confundida, Valeria se mordió el labio inferior—. Y también vi al abuelo con un gorro mágico. ¿Acaso esas escenas no eran reales? ¿Nunca sucedieron?
—Tu madre conoció a Bibolum mucho más tarde, cuando él, desde el Refugio, viendo el avance de las tropas enemigas, lanzó un hechizo para llamar a las descendientes. Según me contó tu madre, Bibolum recopiló datos durante años y, estudiando las Profecías Blancas, elaboró un complicado conjuro para que las tres libertadoras salieran a la luz. Fue ahí cuando tu madre, engullida por un torbellino, se presentó ante él. En ese momento, comprendió que sus orígenes y sus hijas serían las elegidas para salvar Silbriar. Por aquel entonces, estaba embarazada de Érika. Ella quería protegeros. Había descubierto algunas cosas y no... —Luis insufló aire y lo exhaló, reprimiendo unas lágrimas que comenzaban a bombardear sus ojos—. Antes de su encuentro con Bibolum, Esther ya estaba tratando de desenmascarar a una red de hechiceros que extendían su poder hasta nuestro mundo. Estos habían averiguado que el linaje de Ela no se había extinguido como pensaban y que podría haber descendientes aquí. Esther supo que estaban investigando a todos los guardianes, ya que, entre ellos, debería estar el que poseyese el gen portador de los elegidos. Me contó que estaba asustada porque habían asesinado a algunos guardianes antes incluso de que pisaran Silbriar por primera vez. Buscaban a alguien que tuviera tres hijos o los tuviese en el futuro. Ya sabéis, que poseyeran así los tres dones benditos: el mago, el artesano y el guerrero.
—Lorius estaba preparándose para su revuelta y él conocía las Profecías Blancas —continuó Daniel—. Es muy posible que quisiera acabar con el progenitor antes de que pudieran nacer incluso sus hijos. Sabía que algún día sería derrotado con la ayuda de las tres elegidas.
—Por eso habíamos decidido no aumentar la familia y quedarnos únicamente con nuestras dos niñas. Y cuando inesperadamente se quedó embarazada de Érika, decidió no regresar jamás, pero el hechizo de Bibolum hizo que volviera a Silbriar. El mago comprendió al momento que estaba ante una de las hijas de Ela y que no se trataba de una leyenda, pero también que se había anticipado a la llamada. Los tres dones todavía no coexistían en una misma generación. Alarmada por lo que el gran mago le contó, Esther se empeñó en cambiar vuestro destino. Se obsesionó con encontrar al guardián de la capa. Si él acudía y liberaba Silbriar, vosotras no tendríais que participar en una guerra. Pero todo fue en vano... Aun así, cambiamos de domicilio