A las 12 h entramos en el puerto de Cavalaire sur Mer (43º 10,42’ N; 6º 32,25’ E) sin castañuelas, pero con una sensación de alivio indescriptible después de semejante travesía. Habían sido 20 millas en menos de 4 horas. Justo antes del puerto doblamos el Cabo Cavalaire, y están tan cerca que no ves el puerto hasta el momento mismo en que tuerces tras el cabo. Al socaire del mismo el panorama cambió como si nos hubieran teletransportado a otro mundo: un sol radiante, un calor abrasador como los días de Sur en Santander, los niños bañándose desde los espigones del puerto, la gente tomando el sol en la playa... ya comenté que aquí los temporales del mistral son secos, con un sol regio y el cielo despejado. Incluso había salido una embarcación turística de visión submarina, que estaba trajinando tras la protección de las escolleras.
Nos dirigimos al pantalán de la gasolinera para pedir indicaciones de los dos puertos de Cavalaire sur Mer, uno público a la derecha y uno privado a la izquierda, cada uno con su plano de agua y su capitanía. Nos atendió un empleado musculoso de gimnasio, con un físico supervitaminado y una mandíbula de bulldog, que no supo, o no quiso, decirnos las ventajas ni el precio de uno y otro puertos. Mientras íbamos a la capitanía por el paseo paralelo a los amarres preguntamos a un hombre que aun estando de bricolaje en el barco no perdía su aspecto de bon vivant, y tampoco nos orientó. Suponiendo entonces que no habría mucha diferencia y previendo que nos quedaríamos encerrados allí varios días por el mistral, optamos por el privado, que tenía wifi. La verdad es que no fue muy caro (15 € al día) y estuvimos muy a gusto, aunque nos dieron una plaza al fondo de la dársena, donde el calado era mísero pero cupimos. Los empleados eran muy amables y nos congelaron los frigolines.
Una vez comidos y tranquilizados, y sin tiempo para un pestañazo, nos fuimos en autobús a Sainte-Maxime, donde nos tenían reservada la nevera que finalmente nos decidimos a recoger como única solución, y donde no pudimos llegar a vela. Una hora y media de autobús de ida, parando en todos los pueblos, y otro tanto de vuelta. Un horror. Llevamos las bicis por si acaso la parada del autobús en Sainte-Maxime estaba lejos del puerto, no fuera a ocurrir que llegáramos con la tienda cerrada. Nos dejaron meterlas sin bolsas ni nada en el maletero del bus, aunque en esta ocasión (escarmentados por la experiencia de Bretaña el año pasado, en que exigían llevarlas en su bolsa y que tuvimos que improvisar con los sacos de las velas) habíamos llevado las bolsas ex profeso. Pero la parada estaba justo a la entrada del puerto, o sea que nos sobraron.
La tienda de Accastillage Diffusion la encontramos enseguida y, efectivamente, nos había reservado la neverita. Murphy: 5, Corto Maltés: 5. Era más grande que la anterior pero llevábamos las medidas del cajón donde íbamos a meterla y comprobamos que cabía, y lo malo es que consumía el doble que la anterior (47 W en vez de 28) con lo que aumentaba el riesgo de descargarnos la batería, como comprobaríamos varias veces en lo que quedaba de navegación. También fue malo que el precio del catálogo estaba equivocado y costaba más, lo cual estaba explicado en un folio que tenían pegado junto a la caja registradora. Pero en aquel momento era o eso o seguir sin nevera bajo la canícula que estábamos conociendo, y la decisión estaba clara. Al volver a Cavalaire era ya tarde y tuvimos que hacer la compra sin tiempo de pasar por el barco, y llevar todo lo del super en el saco de las velas que habíamos cogido para la bici pequeña. Luego tuvimos que colocar la neverita en su espacio y, como era mayor que la anterior, redistribuir todos los huecos para la comida y las cosas de la cocina. Una tarde apoteósica de trámites tontos pero necesarios que no nos dejó tiempo para conocer el pueblo, aunque según la Guía Imray es poco más que un resort de veraneo. Pero eso es también la navegación de crucero.
Pues la noche fue peor, porque efectivamente llegó lo pronosticado. El viento arreció hasta fuerza de temporal (se midieron rachas de fuerza 9). Aunque estábamos en una marina muy bien protegida y habíamos duplicado las amarras, el barco se movía como si estuviera navegando en un día de los malos. Y es que la Guía Imray ya lo advertía:
“Con mistral fuerte el viento es canalizado dentro de la bahía haciendo la aproximación y la entrada dificultosas”.
Pues no solo la aproximación y la entrada, es que la misma estancia en el pantalán era peligrosa. Antes de acostarnos a intentar dormir algo salvamos a un velero del pantalán (un Macgregor de 7 metros y pico) al que se le había empezado a desenrollar el génova. Suele ser el principio de la flor de lío: se suelta el cabito del enrollador, la vela se despliega hasta que encuentra la resistencia de una escota, y entonces se pone a portar como si estuviera navegando. Pero claro, navegando amarrado al pantalán y en un día de temporal que es cuando suceden estas cosas. El lío termina cuando se rompe la vela (lo mejor) o cuando el barco de hunde de tanto golpear contra el vecino, contra el finger o contra el muelle. Aunque esa vez lo salvamos nos dio muy malas vibraciones. El marinero de guardia nocturna nos dijo que esa meteorología no era en absoluto normal en mayo, que era la del invierno, enero o febrero, y que nadie entendía lo que pasaba. La predicción al acostarnos era que el viento se calmara a lo largo de la noche y el día siguiente se pudiera volver a navegar.
Nos acostamos llenos de preocupación o, por qué no decirlo, de miedo, por las sacudidas de la Thermomix en que se había convertido el Corto Maltés y por los latigazos de las drizas contra los mástiles de los veleros amarrados alrededor, que te enfriaban la sangre. La primera mitad de la noche fue una de las peores del viaje, con viento de fuerza 8-9 que nos impidió dormir, con los nervios tensos como cuerdas de violín. Pero finalmente de madrugada se calmó del todo y pudimos pegar ojo unas horitas. Siempre que cuento una noche toledana me preguntan que por qué no nos fuimos a un hotel. La respuesta es clara: para no perder el barco. Estando a bordo puedes resolver cualquier incidente, como el que he comentado de una vela que se suelta, pero también puede ser una defensa que se descoloca, una amarra que se afloja, un barco de los del costado que cambia su movimiento y empieza a golpearte la obra muerta, etc. Salvar el barco bien vale una noche de insomnio. Lo mismo nos pasó en la desembocadura del Guadiana en la vuelta a España, donde el viento se juntó con la fuerza del río y de la marea descendente y nos pilló abarloados a un pesquero enorme, que a efectos prácticos era como estar amarrados a un muro. Una de los peores experiencias de aquella vuelta a España y que igualmente nos quedamos a bordo para salvar del barco.
Pues como dije, después del temporal amanecimos en la calma más absoluta. En la ensenada de Cavalaire sur Mer el mar estaba tan quieto que parecía haberse coagulado. Sorprendente. Después de que el sol y nuestros enrojecidos ojos tropezaran, salimos a las 8 h contentos de que el mar volviera a sonreírnos, pues ya nos habíamos imaginado retenidos allí varios días. Nuestra intención era llegar a Cannes, 36 millas, para recuperar las que no hicimos el día anterior. Y estábamos resignados a hacer las 36 a motor por el pronóstico de vientos flojos, de fuerza 3. Y así salimos, escuchando el petardeo del fueraborda y encalmados. La cercanía de Italia se mascaba porque empezamos a recibir emisoras italianas por la radio VHF, concretamente Génova Radio. Pero a lo largo del día el viento fue arreciando, nosotros cobrando ánimos al ver espumilla por la proa, y finalmente pudimos hacer casi toda la navegación a vela, con el espí y la vela mayor. En total fueron 36 millas en unas 9 horas. Además con un sol de oro que nos hizo sacar ya la protección veraniega, o sea la sombrilla y la crema solar, y bañarnos a remolque del barco por el camino. Al bañarse Nacho probó qué pasaría si uno de nosotros se caía al agua y conseguía agarrarse a la línea de vida que siempre llevamos por la popa. Y la conclusión fue que conseguía, con mucha dificultad, no escurrirse de ella (la levamos con un nudo cada dos metros para eso), remontar la fuerza del agua del barco en marcha hasta llegar al espejo de popa, pero una vez allí no conseguía llegar a la escalerilla de popa que en el Corto Maltés está en estribor, desde la línea de vida, amarrada a babor. A partir de ese día cambiamos la línea