Mientras el cielo esté vacío. Marta Cecilia Vélez Saldarriaga. Читать онлайн. Newlib. NEWLIB.NET

Автор: Marta Cecilia Vélez Saldarriaga
Издательство: Bookwire
Серия:
Жанр произведения: Языкознание
Год издания: 0
isbn: 9789587206760
Скачать книгу
de desfallecer.

      Comieron en un restaurante casero y salieron a buscar un lugar donde pasar la noche. Noemi quería estar en las afueras del pueblo, pues desde allí era más fácil escapar en caso de un ataque. En la calle se encontraron con Carlota y su nieta, se saludaron y ésta les dijo:

      —Nos hemos dispersado. A los que no tienen dinero los van a acomodar en una escuela hasta que lleguen recursos del gobierno y puedan ir a un lugar de acogida; esperarán en vano. Los demás han salido; algunos tomaron el último bus hacia Sincelejo. Voy a quedarme durante unos días más, quiero saber qué van a hacer las autoridades, pues si todos nos vamos, es seguro que no harán nada y son capaces de desaparecer nuestros testimonios. Veremos si aparece algo en los periódicos.

      —No creo que hagan algo, ellos despistan, mienten, cambian pruebas o las esconden y se protegen unos a otros. Las víctimas no les importamos. Quieren nuestras tierras. ¿Cuántas masacres ha habido y cuántos han sido juzgados por ellas? ¿Quiere que se lo diga y que le diga a dónde vamos los que hemos sobrevivido?

      Noemi hablaba con rabia.

      —¿Cómo te llamas? La interrumpió abruptamente Carlota.

      —Noemi.

      —Noemi, no quiero que hablemos aquí; conozco la pensión de una amiga donde podemos pasar la noche. Está en la última calle del fondo, es un lugar tranquilo, la dueña está sola en el mundo y un poco loca. La noche cuesta diez mil pesos, sin comida y no recibe ni a viciosos ni a borrachos. ¿Quieres que vayamos allí?

      Las últimas luces del sol agonizaban; una luna creciente cabalgaba sobre los techos de las casas y agigantaba en sombras los objetos. Aún no habían encendido las luces eléctricas del pueblo y las llamas de las lámparas temblaban sobre las paredes. A veces se topaban con otras personas y cada encuentro en la penumbra era un sobresalto. Noemi había observado que la gente las miraba con desconfianza y sospecha, y cuando pasaban a su lado, el volumen de su voz descendía. No le extrañaba que esas personas estuvieran hurañas y desconfiadas.

      Llegaron a la pensión. La dueña era una señora delgada de unos sesenta años, de tez morena. Cuando vio a Carlota corrió hacia ella y la abrazó con fuerza y alegría.

      —¡Ay! Estás viva ¡Siquiera! Cuánto he sufrido durante estos días preguntándome si te habían matado. Nos enteramos de las masacres, pero no pudimos hacer nada, pusieron retenes del ejército que impedían ir hasta Los Montes, con la excusa de que había combates con la guerrilla, pero hace una semana, unas personas que lograron salir de Ovejas dijeron que los paramilitares, el ejército y la infantería de marina estaban masacrando en todos los pueblos. No los volvimos a ver, desaparecieron, estarán tirados en alguna ciénaga. Desde el principio sabíamos que no era la guerrilla. Son muchos los muertos y desaparecidos, dicen que se cuentan por cientos. ¿Esta es tu nieta?

      —Sí, es María Clara. Solo le quedé yo. Sobrevivimos unos pocos de chepa. Sabían lo que pasaba y aun así las autoridades no hicieron nada, nunca hacen nada, qué van a hacer si son ellos mismos. Mira, te presento a Noemi y a Elena, que llegaron conmigo, dijo Carlota.

      —Mucho gusto. Soy Altagracia Hernández. ¿Se van a quedar? Voy a arreglarles los cuartos.

      —Sí, y también queremos comer, creo que todas, como yo, nos morimos de hambre, contestó Carlota mientras caminaban hacia las habitaciones.

      Veo que no pudieron salvar casi nada, tengo alguna ropa que he recogido para casos de necesidad. La voy a traer para que se la midan antes del baño –dijo Altagracia y mandó a organizar la comida.

      —Estaba diciéndole a Noemi que los desplazados debíamos quedarnos juntos y presionar a las autoridades para que busquen a los asesinos, vayan a los pueblos, entierren los cuerpos y ayuden a quienes se quedaron sin nada, sin dónde ir –dijo Carlota.

      —No creo que por ahora hagan algo –respondió Altagracia–; el ejército lo tiene todo controlado. Los desplazados corren aquí un gran peligro; la violencia, según dicen, ha sido tan fuerte y tan horrible, que no creo que los militares quieran testigos, perseguirán a los que traten de hablar. Hacen bien en irse. Pero no hablemos de esto en la mesa y delante de las niñas que están cansadas y con sueño; creo que lo mejor es llevarlas a dormir ya.

      —Hemos caminado durante días y solo vimos al ejército una vez. Sus únicos combates han sido los que han llevado a cabo contra nosotros –dijo Noemi mientras llevaba a Elena a la habitación.

      —No quería preguntar ni remover el dolor pero, ¿cómo no hacerlo y conversar como si nada hubiera ocurrido? Sé lo difícil que es, las palabras se vuelven como alfileres que se nos clavan y desangran por dentro. Yo lo vivo todos los días; en esas masacres de la guerrilla y de los paras en complicidad con la fuerza armada he perdido a mi familia. A algunos de mis hijos los he podido enterrar, otros están desaparecidos, a los dos menores los busqué por toda esta región, fui donde se abrían fosas comunes, las pocas que se han descubierto, pero no los encontré. Están en las listas de los desaparecidos en Bogotá, en las de acá no, pues la policía me dice que seguro se fueron para la guerrilla; yo sé que eso es mentira y que lo que no quieren es ponerlos en la lista de los desaparecidos.

      Noemi y Carlota permanecían en silencio. Entonces Altagracia se levantó de la silla donde se quedaron luego de que las niñas se durmieran y trajo una botella de ron blanco. Por las ventanas entraba una brisa suave.

      —Por mis muertos, por todos nuestros muertos, por los miles de asesinados –dijo y lanzó el primer trago al suelo. Volvió a servir y las tres bebieron–. Es mejor el ron que las pastillas. Llevo años durmiendo apenas unas horas; cualquier ruido me asusta.

      Hace ya cuatro años que mis hijos salieron muy temprano a vender un ganado a Sincelejo y nunca regresaron. No apareció el ganado ni el camión ni ellos. Los vieron de salida cuando cruzaban el pueblo, incluso hablé con un hombre que se los encontró en la carretera, pero nunca llegaron a Sincelejo. Tenían un monte en Toluviejo, yo vivía con ellos luego del asesinato de mi marido. Cuando desaparecieron, me quedé allí sola. Me levantaba y me quedaba horas mirando hacia la carretera esperando su regreso. Luego un señor Juancho, no recuerdo su apellido, llegó a preguntarme si quería vender la finca. Me negué durante meses alegando que eso no era mío y que no podía vender hasta que me dió miedo por lo que me podía pasar. Un notario amigo de ese señor hizo unos papeles falsos y así se quedó con el monte de mis muchachos por menos de la mitad de su valor. Con esa plata compré esta casa y puse la pensión, así tengo para vivir y estoy acompañada.

      Al año más o menos, la guerrilla mató a ese señor; era un paramilitar del bloque de Los Montes de María, que robaba ganado y extorsionaba y mataba a los campesinos; dicen que se había apropiado de muchas tierras con fraudes y amenazas. Aquí celebraron su muerte en una venganza ebria y descorazonada por las vidas que este hombre arruinó. Muchos me han dicho que debió ser él quien asesinó a mis hijos, y aunque yo no lo sé con certeza, también celebré durante días con una borrachera entristecida. Ahora ese monte está en manos de un político muy amigo del alcalde de aquí.

      La planta se había encendido en el pueblo hacía unas horas, pero ellas continuaban a la luz de las velas. Altagracia no miraba a las dos mujeres, alejada de la realidad les hablaba a las sombras.

      —He intentado destruir la esperanza que los mantiene vivos.

      Entonces, tomando una de las velas comenzó a cantar la “Elegía a Jaime Molina”, de Rafael Escalona:

      A dos amigos que se amaron con el alma, ¡ay hombe!

      Recuerdo que Jaime Molina

      Cuando estaba borracho ponía esta condición

      Que, si yo moría primero él me hacía un retrato

      O, si él se moría primero le sacaba un son.

      Ahora prefiero esta condición

      Que él me hiciera el retrato y no sacarle el son.

      Se iba hacia los lados, con el movimiento de una lenta borrachera. Dejó la vela sobre la mesa y se abrazó a sí misma mientras bailaba aquel vallenato que cantaba con