Mientras el cielo esté vacío. Marta Cecilia Vélez Saldarriaga. Читать онлайн. Newlib. NEWLIB.NET

Автор: Marta Cecilia Vélez Saldarriaga
Издательство: Bookwire
Серия:
Жанр произведения: Языкознание
Год издания: 0
isbn: 9789587206760
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muchacho cuando el autobús daba un salto o frenaba bruscamente; entonces se tensionaba en un auxilio que no llegaba a realizarse, el miedo detenía la acción y la obligaba a permanecer inmóvil, suspendida en sensaciones que desde ese cuerpo herido golpeaban el suyo. Miraba su cabeza inclinada y su postura encogida, y destellos de otros cuerpos doblados le llegaron a la mente; tembló con el temblor del muchacho, espejo atroz atrapado en el pánico.

      —Tengo que ayudarlo –dijo Noemi. En cuclillas sobre el pasadizo del autobús, le preguntó– ¿cómo te sientes?

      —Creo que tengo una costilla rota porque me duele mucho al moverme. Me llamo Nilton, vivo en las afueras de Sahagún con mi mamá, pero hoy no voy a poder llegar hasta mi casa.

      —Yo le aviso a tu mamá, pero primero vamos al hospital para que te atiendan y vean lo que tienes.

      —No puedo hacer eso, doña, no tengo plata.

      Noemi permaneció unos minutos junto a él, quería darle confianza, prodigarle acaso un poco de ternura, pero rápidamente recapacitó: no es ninguno de mis hijos, y ese desgarramiento que la habitaba como si le hubieran vuelto girones las entrañas, irrumpió de nuevo y la sumió en la desolación. Entonces, regresó a su asiento. El silencio de sus compañeros de viaje ante la injusticia transformó su dolor en rabia; quería llegar rápido y separarse de esa gente; miraba hacia la oscuridad, mientras una palabra taladraba su cabeza: ¡cobardes! La repitió hasta que empezó a perder sentido.

      Descubrió entonces que de tanto usarlas, las palabras se rompen y nos envían al vacío; no dicen nada, enloquecen. Lo que quieren expresar huye de ellas, se vuelven inútiles. Cobardes, repitió. ¿Qué decía esa palabra? Ante el riesgo de muerte, esas personas no ayudaron al muchacho. Morir por salvarle la vida a un desconocido, ¿sería entonces no ser cobarde? ¿Por qué le producían tanto desprecio los pasajeros que no habían reaccionado? ¿Por no querer morir y porque en ellos la sangre palpitaba tan estruendosa que amordazaba sus palabras y sometía lo que hubieran querido hacer? ¿La valentía era acaso una inclinación hacia la muerte, cuando la vida había perdido sus pulsaciones de manera que no importara morir? Ella estaba tan cansada y derrotada que podía ser valiente. ¿Qué valía la vida para ella? Vacía de sentido como las palabras, su única dirección era buscar unos restos, unos cadáveres, unos indicios siempre equívocos.

      En el fondo tengo la certeza de que mis hijos están muertos, fueron asesinados. Pero saber no basta, tengo que confirmarlo con el polvo, con los restos atormentados, con los cuerpos torturados, con las últimas palabras vacías e inútiles que pronunciaron antes de recibir las balas o las puñaladas. ¿Y esto es mi vida? ¿Esta mi valentía? Mi atrevimiento es mi cobardía. Quizá, simplemente, no quiero seguir más el curso de fosas y cadáveres, ni nadar en sueños en ese río de cuerpos mutilados, de gritos de agonía en días que son largas noches, porque el sol retrocedió en su curso. Acaso la valentía de unos pocos es el acatamiento de la orden de muerte que imponen esas hordas de bestias furiosas, que arrecian el terror y arrinconan la vida entre el espanto y la obediencia.

      El autobús entró a Sahagún por unas calles desiertas. Rompía el silencio el rumor de la música de los bares vacíos. El reloj de la iglesia daba campanadas cuando se detuvieron en la terminal y los pasajeros, con mucha prisa, buscaron la salida. Noemi y Elena ayudaron a descender a Nilton que sudaba copiosamente por el esfuerzo y el dolor. Ya en la calle, dijo:

      —Me falta el aire, casi no puedo caminar. –Unas lágrimas le rodaron por el rostro. Noemi paró un taxi y le pidió al conductor que los llevara al hospital.

      —Súbete adelante –le dijo.

      Casi sin poder moverse y retorcido por el dolor le dijo a Noemi mientras intentaba subir al taxi:

      —Seño, no tengo nada de dinero.

      Haciendo caso omiso, lo ayudó a acomodarse, Elena miraba a Nilton. Ahora lo veía más alto y su cuerpo ya no le pareció tan débil. Desde la silla de atrás del automóvil, podía verle el cuello y el pelo de rizos apretados motilados casi al rape. Al llegar y ayudarlo a bajar, sintió sus músculos fuertes y duros y el brazo que apoyó sobre ella llevaba todo el peso del cuerpo y la hizo tambalearse.

      El hospital era una casa vieja con algunas reformas improvisadas. Habían derribado unos muros para abrirle espacio a la sala de espera, donde se hacinaban los enfermos. En las papeleras había gasas, algodones sucios, botellas vacías. El piso estaba manchado de sangre seca y polvo. Las paredes descascaradas permitían observar las capas de pintura superpuestas y las manchas de grasa dejaban adivinar los cientos de personas que se habían apoyado en ellas. Sobre las bancas destartaladas, los enfermos, con rostros demacrados y miradas ausentes, acentuaban más la atmósfera de precariedad.

      Noemi dejó a Nilton recostado en una pared, se acercó a la recepcionista, y le pidió que lo atendieran de urgencia.

      —No hay médicos disponibles seño. Vuelvan mañana. Le respondió la mujer.

      —Este muchacho tiene una costilla quebrada y está respirando con mucha dificultad.

      —Ya te dije, no hay médicos y no hay lugar. No hay camas. Hace unas horas llegaron unos militares heridos en una emboscada de la guerrilla y todo el personal está ocupado. Llévatelo y que regrese mañana.

      —No puede moverse.

      —Entonces que espere hasta que algún médico se desocupe y lo pueda atender.

      Noemi le explicó al joven lo que ocurría y le pidió el teléfono de su madre para avisarle. Cuando llamó le contestó una vecina, que al enterarse de la situación le aseguró que al otro día temprano le daba el recado a doña Ana para que pudiera llegar en la mañana.

      Al regresar, Noemi encontró a Nilton que se quejaba tendido en el suelo y Elena sentada junto a él. Volvió entonces donde la recepcionista y le preguntó:

      —¿Algún médico puede recetarle algo para el dolor mientras lo atienden?

      —No puedo abandonar la recepción, pregunta en la farmacia, allí te pueden recomendar algo.

      Visiblemente contrariada, Noemi se acercó a una farmacia donde la gente, apremiada, pagaba las medicinas por el doble de su valor. Compró lo que recomendó el farmaceuta y se lo llevó al muchacho, quien luego de tomarse la pastilla, se durmió. Elena continuaba a su lado, vigilante, mirando con disimulo a los enfermos que poco a poco, vencidos por el dolor o el cansancio de la espera, se quedaban dormidos. Salió con Noemi hacia una cafetería aledaña al hospital. La noche era fresca y sintieron el aire limpio que penetró en sus pulmones.

      —Nos espera una noche muy larga –dijo Noemi–, la mamá de Nilton, la señora Ana, no puede venir hoy, sino mañana temprano, así que debemos quedarnos con él y acompañarlo.

      —Claro –contestó secamente Elena. Pero atrapada aún por lo que había ocurrido, le preguntó–: ¿Por qué le pegaron?

      —Porque la guerra es así: saca de nosotros esa bestia que golpea, abusa y asesina. No debían haberlo herido ni tampoco tratarnos como lo hicieron.

      —Tengo miedo de que te pase algo. Mi mamá… –No pudo terminar, puso la cabeza en los brazos de Noemi y comenzó un llanto contenido que la estremecía. No quería ser una carga más para Noemi, no quería volver a llorar nunca; temía que la abandonara si no se mostraba fuerte, y sabía que, aunque su dolor estallara por dentro, debía aguantar y continuar con valentía.

      —No nos va a pasar nada –dijo Noemi–. Vamos a estar juntas. No voy a dejar que te hagan daño. –Entonces, como si llegara de un lugar lejano y silencioso donde no había ninguna emoción, pensó en su penuria.

      No tenía nada, vendió el rancho cuando la situación se había vuelto demasiado peligrosa para quedarse y decidió empezar a buscar a sus hijos; era una desplazada de pensión en pensión, buscando datos en las instituciones del gobierno y adentrándose en los peores lugares del bajo mundo donde sintió el odio reconcentrado y la vida desperdiciada en todas sus formas. Como una eterna nómada, la desaparición de ellos también había sido su desaparición. ¿Quién era ahora? No tenía un lugar en el