Mientras el cielo esté vacío. Marta Cecilia Vélez Saldarriaga. Читать онлайн. Newlib. NEWLIB.NET

Автор: Marta Cecilia Vélez Saldarriaga
Издательство: Bookwire
Серия:
Жанр произведения: Языкознание
Год издания: 0
isbn: 9789587206760
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divisaban algunas casas. Los desterrados supieron que pronto llegarían, no lo pensaban con entusiasmo, sino como un adiós definitivo a sus muertos, a sus tierras, a sus lugares de pertenencia. Sabían que posiblemente no regresarían y que ya no habría tierra para ellos.

      La violencia se lo lleva todo, pensaba Noemi, dirigiendo su mirada sobre los campos solitarios, hundidos en la maleza pálida que tapaba la tierra. Un día los muertos serán desenterrados, cuando el arado de los tractores de quienes se apoderaron de las tierras destroce los esqueletos y los esparza. Entonces, esos restos partidos, como un día fue quebrada la vida, serán desaparecidos para siempre.

      La gente de Palmitos los sintió llegar y el miedo los encerró en las casas, amarró en sus bocas las palabras que acogen, y detuvo los brazos de ayuda y protección. El rechazo se sentía y se derramaba en indiferencia sobre las calles solitarias. La gente los vio entrar, acobardados, cargados con los objetos de un hogar perdido, de unos amores desechos, con los gestos del horror en sus rostros. Con aquel recibimiento, los desplazados supieron que no llegaron ni llegarían a ningún lugar, que ese pueblo tampoco sería el suyo; ellos ponían al descubierto el pánico que habitaba como bestia agazapada en el corazón de quienes desde las rendijas los miraban llegar. Unas pocas mujeres salieron de sus casas y les entregaron pan y algún refresco.

      Entraron en la plaza y se sentaron sobre los adoquines tibios. Al poco tiempo llegó el alcalde acompañado por el cura. Las gentes del pueblo observaban atentas lo que ocurría.

      —¿Quiénes comandan este desplazamiento? –preguntó el alcalde.

      —Nadie –respondió la mujer que horas antes había hablado a los militares en la carretera.

      —Entonces les hablaré a todos. Aquí no tenemos dónde alojarlos; no tenemos víveres, ni las cosas mínimas para que puedan pasar la noche. Hemos pedido apoyo al gobierno sabiendo que se desplazaban hacia acá, pero aún no ha llegado nada y el ejército se encuentra combatiendo con la guerrilla que atacó a sus pueblos, por eso no los pueden escoltar para que continúen su camino y no tengo permiso para que se alojen en el batallón. Quizá puedan dormir en las afueras y reanudar la marcha mañana temprano. Aquí no pueden quedarse.

      El silencio era general, ninguno de los desplazados decía nada, los gestos de desconcierto y confusión eran visibles. La voz de la mujer se volvió a escuchar llena de asombro y rabia contenida.

      —No fuimos atacados por la guerrilla, fueron los paramilitares que durante semanas masacraron, violaron y saquearon en los pueblos. Nosotros pedimos ayuda: llamamos a las autoridades y al ejército, pero ninguno vino y allí ya no queda nadie vivo, nos abandonaron a su odio y de todos esos pueblos solo quedamos nosotros que no sabemos cómo hemos sacado fuerzas para llegar hasta aquí. Nos iremos cuando llegue el defensor del pueblo con los jueces y los periodistas; todo el mundo debe saber lo que pasó.

      —¿No se dan cuenta de que solo hay mujeres y hombres mayores y niños? Que se alojen en la escuela o en la iglesia. No podemos echarlos, tenemos que ayudarlos. –Gritó una mujer desde un balcón.

      —Que se queden aquí; ¿Dónde está la caridad cristiana? Recojamos comida de nuestras casas, y que la alcaldía y la iglesia ayuden. –Afirmó otra.

      —¡Alójalos en tu casa! Son un peligro, los atacaron por guerrilleros y ahora vendrán a matarnos a nosotros por acogerlos. –Se escuchó una voz desde una casa cerrada.

      —No somos guerrilleros, gritaron al unísono los desplazados como si ya no tuvieran nada que perder.

      —Que se queden en la iglesia o en la escuela –apoyaron otras voces, mientras el cura y el alcalde permanecían en silencio y se miraban interrogándose.

      —Ustedes son un peligro para esta población –dijo el alcalde–, y mi deber es protegerla, sin embargo, pueden dormir esta noche en la escuela y mañana tienen que salir muy temprano. No quiero problemas aquí.

      Caminaron en silencio hacia las afueras del pueblo donde estaba ubicada la escuela. Una bandera de Colombia ondeaba en lo que debía ser una cancha de fútbol en cuyo margen se encontraban los rudimentarios salones. Allí comenzaron a disponer las cosas que traían. Un poco más tarde llegaron las mujeres del pueblo con ollas, plátano, yuca, ñame y una gallina ya lista para ser cocinada. Armaron un fogón de leña y pusieron a hacer la comida. El cielo estaba luminoso y transparente, cientos de estrellas titilaban y la brisa corría sobre sus rostros. La gente yacía tendida sobre la grama cálida y algunos comentaban con amargura la actitud del alcalde y del cura, dejando sentir un profundo resentimiento en sus palabras. Otros, sumidos en el silencio, escrutaban el firmamento y otras más, las mujeres, hacían la comida y buscaban utensilios para repartirla. Noemi y Elena escuchaban las conversaciones sin prestarles atención, hundida cada una en sus cavilaciones.

      Noemi, que de mil maneras había sufrido el rechazo de la gente hacia quienes perdiéndolo todo huyen de la violencia, se sentía furiosa y desanimada. Se preguntaba también qué haría con Elena, y aunque no quería obligarla a narrar su historia, necesitaba saber si tenía a alguien con quien pudiera dejarla.

      Con el dinero que tenía podía irse a Sincelejo donde vivía su primo, permanecer unos días en su casa y hacer averiguaciones. A pesar de sus dudas, allí o en cualquier otro lugar seguiría buscando a sus hijos en las calles, en las listas de los secuestrados de la guerrilla, de fosa común en fosa común, en el borde fétido de toda excavación, en los caminos inciertos de rumores crecientes. Seguiría, pues desde que habían desaparecido sus hijos, ya no tenía lugar en la tierra.

      Sus pensamientos fueron interrumpidos por la voz de la mujer que había hablado en nombre del grupo:

      —Buenas. Me llamo Carlota García, soy de San Juan Nepomuceno. Allí mataron a mi hijo y a mi nuera, solo me quedó esta nieta, María Clara. Estamos muy cansados, pero después de la comida tenemos que decidir qué vamos a hacer. No creo que debamos irnos mañana. Pedimos que vinieran el defensor del pueblo y los periodistas.

      Una vez comieron, se reunieron todos en torno al fuego, Carlota dijo:

      —Algunos de ustedes me han dicho que con el poco dinero que lograron salvar, se irán mañana. Pero entonces nos dispersaremos y lo que vivimos quedará enterrado y cubierto por nuestro propio silencio. Les pido que nos quedemos hasta que lleguen las autoridades y los representantes de Derechos Humanos. Luego de que demos nuestro testimonio y los nombres de todos los desaparecidos figuren como asesinados por los paras, nos podremos ir.

      Un señor carraspeó nerviosamente y dijo:

      —Me llamo Juan Carrizales, vengo de Ovejas. Toda mi familia fue masacrada. Menos mal que mi esposa ya había muerto, pues no hubiera soportado ese horror; nunca mis ojos ya viejos vieron algo semejante; ni en la época de La Violencia se asesinó a la gente de manera tan brutal y con tanto odio y sevicia. Esas serán las imágenes que me lleve a la tumba. Entre ahogos incontenibles se puso a llorar. Yo me quedo para decir los nombres de mis hijos y de mis nietos por última vez.

      Las mujeres que estaban a su lado afirmaron que también se quedarían. Otra alzó la voz con ira y desesperación:

      —No soy de por aquí, vengo de Cartagena. Llevaba tres días en El Salado visitando a mi hermano y a su familia, cuando entraron los paramilitares matando y degollando a los que se encontraban en el camino, y ya en el pueblo, cortaron la luz, separaron a los hombres de las mujeres y los niños y comenzaron a rifar la muerte. No puedo decir lo que vi, eso era el infierno. Estuvieron allí varios días, no más que torturando hasta matarlos a todos.

      Cuando Elena escuchó el nombre del pueblo, se tensionó y de sus ojos negros y profundos fijos en la mujer, brotaron lágrimas. Noemi supo entonces de dónde venía Elena y sospechó que sus padres habían sido asesinados. La rodeó con sus brazos. No se dijeron nada, nada había para decir entre ellas; un lenguaje de gestos y lazos de ternura y comprensión, se abrían paso entre los corazones, pues el dolor despertaba el acogimiento sin narraciones, sin palabras, y ante aquellas lágrimas que hacían correr las de Noemi, surgía una amorosa relación. Permanecieron así unos minutos hasta que el llanto cesó.

      —Nos mataron a todos. Yo también me quedo