Mientras el cielo esté vacío. Marta Cecilia Vélez Saldarriaga. Читать онлайн. Newlib. NEWLIB.NET

Автор: Marta Cecilia Vélez Saldarriaga
Издательство: Bookwire
Серия:
Жанр произведения: Языкознание
Год издания: 0
isbn: 9789587206760
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ningún rostro le decía nada y ellos tampoco parecían reconocerla. Noemi la observaba, sabía que buscaba a alguien, y al no encontrarlo, desaceleraba el paso para dejar que otros desplazados se acercaran y entonces volver a empezar la misma pesquisa.

      Elena veía los rostros apretados por el dolor. Parecían de piedra, sus expresiones estaban congeladas, detenidas. Su presencia y su mirada, no les generaban ninguna reacción, no la veían, atrapados en otras visiones, caminaban empujados por una fuerza invisible que los arrastraba hacia adelante.

      Unos se detenían por momentos y se tiraban sobre la orilla a descansar, tomaban agua y comían algo; otros se quedaban tumbados y ya no querían levantarse. Casi siempre, con las manos en los ojos como si quisieran ocultar imágenes tatuadas, lloraban. A veces, alguna mujer echando de menos un rostro aprendido en la huida, desandaba el camino hasta encontrarlo, permanecía unos momentos a su lado y luego reemprendían juntos la marcha. Todos eran ya mayores, demasiado para aquel desplazamiento y solo había unos pocos niños que las mujeres llevaban a sus espaldas. No había ni mujeres ni hombres jóvenes.

      A medida que los sobrevivientes cruzaban los pueblos, otras personas se les sumaban; llegaban silenciosas y durante un tiempo permanecían aisladas, huyendo de la familiaridad del horror, de la cercanía carnal de los recuerdos; y en el camino que muchos no volverían a recorrer, vivían un quiebre más profundo que la herida de los cuchillos, una ruptura más honda que las perforaciones de las balas: aquella que el miedo, ese animal presuroso y urgente, abre entre los humanos.

      Se apartaban más, pese a que ya estaban separados por la obscenidad de la violencia, huían los unos de los otros, huían de sí mismos, quebrados, avergonzados. Entonces comenzaban el desplazamiento aterrorizado, querían dejar en sus pueblos la pérdida de sus amores, de sus amigos, pero los gestos de quienes habían muerto estaban tallados en sus corazones, y se hallaban también en cada objeto recuperado; permanecerían por siempre en los rituales cotidianos de sus costumbres.

      Todos tenían las mismas historias, similares imágenes percutían una y otra vez detrás de sus párpados, pero no eran los mismos que se habían apretado como ganado en el matadero, silenciosos y acobardados, arrinconados en el límite de su humanidad cuando padecieron la puesta en escena de la tortura y el asesinato de los suyos.

      Desde la primera incursión, habían logrado comunicarse con otras poblaciones para denunciar lo que estaba ocurriendo y pedir ayuda, sin embargo, durante más de una semana fueron atacados indiscriminadamente y nadie vino en su auxilio; los pocos que lograron salvarse llevaban varios días caminando y no habían encontrado hasta el momento a ningún grupo del ejército, ningún batallón de la armada de marina, nadie. Al mediodía buscaron la sombra de los árboles y allí se tendieron. Se dirigían al sur, atrás habían quedado los pueblos de San Juan Nepomuceno, Carmen de Bolívar, El Floral, Flor del Monte, El Salado, Ovejas, Palmas de Vino, atacados todos. Se acercaban a Los Palmitos donde esperaban refugiarse.

      Cuando se disponían a reanudar la marcha, llegaron dos camiones con ejército, uno de los militares que parecía estar al mando gritó.

      —¿Dónde está la guerrilla? –nadie contestó, nadie se movió de su sitio. Era el silencio, era la quietud del terror. Entonces, de forma autoritaria y amenazante, les pidió los papeles de identificación.

      —Pídaselos a los que nos han masacrado, a los paramilitares que nos atacaron, mataron a muchos y robaron el ganado. Allá están los papeles, se quedaron en los pueblos incendiados con los cadáveres que están tirados por todas partes –les dijo en tono fuerte una mujer mayor que tenía a una niña pequeña recostada sobre su pecho.

      Todos se sorprendieron con sus palabras, no esperaban más que el silencio y la obediencia.

      —¿De dónde vienen? –preguntó el militar.

      —Venimos de todos los pueblos de por aquí. Allí solo quedaron los muertos, las casas destruidas y el olor a podredumbre. –Volvió a responder la misma mujer.

      Entre tanto, los hombres del ejército se dispersaron y comenzaron a inspeccionar a las personas. Uno de ellos pasó junto a Elena y la miró con una intensidad insaciable que la hizo estremecer. El oficial se le acercó más, le levantó la barbilla y le dijo.

      —Me recuerdas a alguien.

      Noemi lo miraba fijamente, quería conservar ese rostro en la memoria, que no se le olvidara nunca; vio en él unos ojos irrigados por el desprecio y una fuerza contenida en la forma de sostener el fusil como si quisiera disparar; entonces comprendió el terror de Elena. “Es posible que la haya reconocido y ella a él –pensó–. Estos hombres deben ser los que masacraron los pueblos”. De nuevo, el militar que ahora se encontraba inspeccionando a los demás, volvió su rostro sobre Elena, la miró pensativamente y ordenó:

      —Vamos a tomar los testimonios, que cada uno tenga su cédula en la mano. Hay que hacer la denuncia, si no, esos bandidos quedarán libres. –Se empeñaban en que los culpables eran los guerrilleros.

      Sospecharon entonces que esos hombres eran cómplices de los paramilitares. Tomarían los datos y los nombres, pero no iban a hacer nada por ayudarlos, por el contrario, seguramente luego los buscarían para matarlos, pues era posible también que tuvieran miedo de ser reconocidos.

      —Daremos nuestro testimonio en Los Palmitos –dijo de nuevo la misma mujer–. Busquen a los asesinos que no fueron guerrilleros. Mientras ustedes pierden el tiempo con nosotros, ellos ya deben estar lejos. No les diremos nada –afirmó.

      Un murmullo sordo se elevó desde la multitud, era un sonido de rabia contenida y de impotencia. Entonces, los hombres se subieron de nuevo a los camiones. Elena seguía temblorosa, el militar, al partir, le dirigió una mirada escrutadora y pensativa. Entonces alguien gritó:

      —Vámonos antes de que regresen. No podemos permitir que nos encuentren de nuevo en este desierto.

      Comenzaron a caminar con paso apretado, con ritmo de huida. Elena, inmóvil, no lograba controlar el temblor, el miedo se le había metido como un animal desasosegado en el cuerpo. Noemi quiso abrazarla, pero ella la rechazó y rompió a llorar. Los demás se estaban alejando, lo que podía ser mortal para ellas. Sin contemplación le dijo:

      —Parece que ese hombre te ha reconocido por algo, tienes que moverte, no sea que regrese.

      Elena le dirigió una mirada iracunda y comenzó a caminar con pasos fuertes y decididos. Se alejaba de Noemi, se mezclaba entre la muchedumbre y escuchaba las conversaciones que se daban en los grupos que se habían formado durante el desplazamiento.

      —Uno de esos estuvo en mi pueblo con las autodefensas. Fue el que degolló a doña María Castaño al suplicar por su hijo cuando lo estaban ahogando con una bolsa, dizque porque era guerrillero –afirmó un anciano que iba con otras cuatro personas en su grupo.

      —El más joven era uno de los informantes encapuchados, lo reconocí por el anillo, lo llevaba cuando señalaba a los muchachos como guerrilleros. Decían que era del pueblo pero, ¿cómo alguien iba a entregar a los amigos?

      —¡Ah! Por eso se quedó a un lado, tenía miedo de que lo reconociéramos –dijo otra de las mujeres del grupo.

      —Debemos apurarnos para llegar a Los Palmitos. Le pediremos al cura que nos albergue en la iglesia. No creo que se atrevan a matarnos allí.

      —Nos matarán en cualquier parte –dijo otro.

      Si antes Elena miraba los rostros de los desplazados buscando a alguien de su pueblo, ahora no deseaba ser reconocida ni encontrar a nadie. Con cada paso quería aplastar el rostro siniestro del militar que parecía haberla reconocido, destruirlo, arruinarlo, cubrirlo con el murmullo de los desterrados que pasaba de la efervescencia a una letanía suave y moría entre los campos sumidos en la miseria. Ella no lo recordaba, pero el encuentro tenía que haber sido en El Salado, su pueblo, aquella noche de horror.

      A medida que recorrían la carretera, los paisajes eran como las almas tristes de aquellos errantes. Solo se escuchaba el sonido que hacían las hojas de los árboles azotados por la brisa que comenzaba a levantarse. Piensan una y otra vez en lo