En segundo lugar, se ha vuelto más visible el gran peligro social que la desigualdad económica y la falta de educación trae consigo. En efecto, el narcotráfico está asociado con la pobreza porque pone a su disposición un amplio material humano no sólo de sicarios sino de cómplices en pequeño. Ciertamente, a lo largo del tiempo su reclutamiento cambia porque ingresan individuos cada vez más marginales, reclutados con dinero o con amenazas, los cuales no pueden asegurar su ascenso en la organización sino mostrando una mayor ferocidad.20 Aquí la pobreza actúa con toda su fuerza. Pero la pobreza no es el único factor, porque el tráfico de drogas es un delito asociado a la codicia.21 Diversos estudios han mostrado que el origen social de las bandas organizadas no se restringe a los más pobres sino que se extiende a todas las clases sociales, especialmente en sus capas menos educadas. Una sociedad democrática requiere sin duda la reducción de las desigualdades económicas, pero tiene necesidad de mecanismos de educación civil y de cohesión social sin los cuales aun esa premisa económica se revela insuficiente.
En tercer lugar, el número de víctimas ha llevado a algunos actores políticos a proponer una tregua, una suerte de pacto de tolerancia que establezca ciertos niveles de criminalidad tolerable a cambio de impunidad. Pero esta no es una alternativa: ningún régimen democrático de libertades puede convivir con esta delincuencia (y no se trata aquí de una afirmación meramente moral). Los cárteles no son un adversario organizado, sujeto a un mando único con el cual pactar. Aunque cada grupo minúsculo tenga una férrea disciplina interna, en conjunto no tienen control sobre sus propias estructuras, ni sobre otros cárteles, no poseen reglas internas y no conocen ningún límite a su acción. La ilusión de que anteriormente se podía “pactar” se debe simplemente a que en ese momento no eran tan poderosos como lo son hoy. La tolerancia anterior del Estado se debía a que representaban un problema de “seguridad pública” pero no, como lo son ahora, un problema de seguridad nacional. Es verdad que cuando se instalan en una ciudad o en una región imponen una pacificación a la violencia que ellos mismos generan. En esos momentos, con poco dinero obtienen apoyo, simpatías y hasta logran comprar algunas fidelidades y reina un ilegalismo “aceptable”. No obstante, esta “pacificación” es ficticia porque se paga con el sometimiento más arbitrario: extorsiones, “impuestos”, violaciones.22 Incluso sus relaciones con los poderes fácticos y con los caciques locales suelen terminar dramáticamente: si en un primer momento pueden servir como sicarios a sueldo, muy pronto su propia lógica los lleva a concentrar todo el poder, sin admitir socios.
Finalmente, se han elevado voces que intentando poner fin a esta violencia proponen la legalización de las drogas en nuestro país. Pero ante ello se erige el contexto internacional. De hecho los países centrales, Estados Unidos y Europa, mantienen una política de gran tolerancia ante el consumo de drogas: lo hacen parte del derecho a la libertad individual (y por ello en ciertos casos legalizan el uso recreativo) y sólo penalizan el tráfico abierto; por otra parte, las políticas de castigo al tráfico o de prevención que aplican son cambiantes y a menudo insuficientes. Por ahora, en esos países el narcotráfico es un problema de “salud pública” y no amenaza su seguridad interna, de ahí su tolerancia. Una legalización de las drogas unilateral sería un suicidio (para cualquier país de América Latina) porque aquí la oferta es infinitamente mayor que la demanda y el crecimiento en el consumo interno provocaría un problema de magnitud impredecible, sin que desaparezca el tráfico ilegal hacia el norte. Es natural que nuestro país busque mitigar un problema que no creó y que no puede resolver. Por ahora está encerrado en una trampa del capitalismo contemporáneo: lo que de un lado de la frontera es placer, distracción o estrés, en el otro lado es violencia y dolor. Los Estados Unidos ponen los consumidores, el dinero y las armas, y México pone los muertos. La única solución a nuestro alcance para confrontar esta nueva delincuencia es fortalecer nuestra vida pública interna.
Históricamente, la incapacidad del Estado para hacer prevalecer las libertades básicas provoca su remplazo por otras formas de organización comunitaria. En nuestro país estas organizaciones espontáneas has sido llamadas “autodefensas”: se trata de grupos de ciudadanos pobremente armados si se les compara con los grupos de narcotraficantes que deben enfrentar, pero que prueban todos los días que saben arriesgar la vida. Estos grupos están formados por hombres y mujeres (las cuales han mostrado, como siempre, su fortaleza y su liderazgo en todos los conflictos del país). Se puede encontrar a campesinos, amas de casa, profesoras de escuela elemental, pequeños comerciantes, todos armados e involucrados sin distinción en tareas de vigilancia. Han tenido mucho éxito no sólo en expulsar de sus comunidades a las bandas de narcotraficantes, sino también en contener el saqueo de sus recursos naturales, sobre todo forestales. Sus relaciones con el gobierno institucional no son sencillas: cuando atrapan a un delincuente, en ocasiones hacen las veces de “tribunal popular” y sólo con reticencia lo entregan a las autoridades gubernamentales, tratando de asegurarse que sea efectivamente sancionado. Existen casos en que aquellos que encabezan tales organizaciones se encuentran acusados de delitos dudosos y algunas veces infundados. Hasta ahora ninguna de ellas ha derivado en una organización paramilitar opuesta al poder político, pero son vistas como potencialmente peligrosas y el estado suele “regularizar” su presencia, sea exigiendo el registro de todas las armas con las que cuentan, o bien dándoles un estatuto oficial: el de “policías rurales”. Tiene razón en temer, porque en cierto modo estos grupos hacen la experiencia de que un estado obeso, ineficiente y corrupto es simplemente una mala alternativa que merece ser desechada.
La irrupción de esta nueva criminalidad que es el narcotráfico ha puesto a prueba todas las estructuras del país. Desde luego, en el proceso ha quedado exhibida la debilidad del Estado mexicano. Pero creemos que no es un problema de debilidad institucional y nos hemos esforzado en señalar que indica la debilidad de la vida democrática en México, especialmente en algunas regiones tradicionalmente caracterizadas por la falta de respeto a los derechos civiles y políticos. La sociedad mexicana no ha alcanzado la fuerza suficiente para lograr que sus instituciones gubernamentales, pero también sus partidos políticos, sean representativas de sus intereses más significativos. Hay un déficit democrático en México y no hay otra opción que fortalecer las instituciones capaces de asegurar una vida democrática real. Pero esto no es suficiente: es preciso también crear una conciencia democrática más fuerte en la ciudadanía, que valore los principios de la civilidad, que sepa resistir la inhumanidad que cunde. Finalmente, también hemos querido dejar constancia de que, en medio del tumulto, la sociedad mexicana sigue luchando por alcanzar una vida democrática más lograda; lo hace en la vida cotidiana y común, pero si las cosas aprietan, es capaz de llegar al sacrificio. Esta es a nuestro juicio la apuesta que hoy se juega en México.
Bibliografía
Briones, Álvaro, Francisco Cumsille, Adriana Henao y Brice Pardo (eds.). El problema de las drogas en las Américas, Organización de los Estados Americanos. Secretaría General, Estados Unidos de América, 2013.
Echeverría, Martín, Rubén Reyes y Arcadio Sabido. El malestar con la democracia: creencias políticas de la clase media en México, Partido de la Revolución Democrática,