La historia política reciente del estado de Guerrero ha sido una cadena ininterrumpida de violencia y arbitrariedad en el ejercicio del poder, uno y otro hecho han puesto reiteradamente de manifiesto la inexistencia de poderes legítimos conforme a su formal origen constitucional. En este sentido, bien puede decirse que el ejercicio de los poderes locales no ha hecho más que reproducir el despotismo del propio régimen político mexicano y su reiterado ejercicio al margen de la Constitución. Sólo de esta manera puede explicarse que durante el último medio siglo el estado de Guerrero se haya convertido en el escenario de una tragedia social y política sin fin que se inició por cierto, en los tiempos recientes, en medio de los mayores logros económicos del régimen surgido de la Revolución mexicana resultado de lo que se llamó el desarrollo estabilizador.
Cuando México conseguía sus mayores éxitos económicos con un crecimiento hasta del 8 por ciento anual el régimen mostraba ya en Guerrero la peor de sus caras: su carácter cerrado y autoritario y, por ello, un ejercicio del poder ajeno también a cualquier forma de legitimidad apegada al acuerdo constitucional. Tal estado de cosas se habría de poner de manifiesto con todas sus graves consecuencias en una de las entidades del sur del país más precarias, poniendo así también de manifiesto las profundas contradicciones del régimen surgido de la Revolución. En efecto, en los años sesenta del siglo pasado, habiendo dejado ya atrás lo que podría llamarse el periodo activo de ese movimiento y con la consolidación del carácter corporativo del mismo, ese ejercicio del poder se exacerbó hasta el límite del rompimiento con lo que hasta entonces podría haber sido considerada su base social.
Como consecuencia de lo anterior, tuvo lugar en la capital estatal —en Chilpancingo— la exacerbación del conflicto entre ciudadanos y el despotismo político del régimen hasta un extremo tal que el Ejército llegó a masacrar a una ciudadanía que, inerme frente a ley, se encontraba ahora además inerme ante las propias fuerzas armadas. De esta manera, uno de los diarios nacionales informaba un día después que la tarde del 30 de diciembre de 1960 había tenido lugar en Chilpancingo un trágico hecho de violencia resultado de dicho ejercicio arbitrario del poder: “Trece muertos y treinta y siete heridos hubo esta tarde aquí cuando elementos del 6o. y 24o. batallones del Ejército sostuvieron un encuentro a tiros con ciudadanos de esta capital”.23
Los hechos tuvieron lugar como resultado de un ejercicio del poder —como decimos—, sin controles constitucionales; en este caso exacerbado por el gobernador en turno de la entidad, Raúl Caballero Aburto. Ese ejercicio arbitrario del poder y al margen de la ley sin otro beneficiario que quien detentaba el cargo, sus familiares y amigos —lo que se puede constatar hasta el cansancio en los diarios de la época— dio lugar a la exacerbación del conflicto y al trágico desenlace. Frente a ello, los poderes federales terminaron por desconocer a su gobierno pero dando clara muestra, también, de una incomprensión de fondo del problema político que todo ello planteaba: la puesta en cuestión de la legitimidad del régimen y, en consecuencia, la exigencia de poderes legítimos y como tales a favor de la realización de los propios ciudadanos.
En un régimen político donde las acciones de gobierno no se encuentran enmarcadas dentro de reglas legales ni sujetas al escrutinio público, es explicable que quien lo ejerza concentre un poder que va mucho más allá del ámbito político para inmiscuirse en la sociedad y en la economía en su conjunto, pervirtiendo así la vida pública y dando lugar, con ello, al debilitamiento y a la descomposición de la vida social: esto es exactamente lo que hemos tenido en el estado de Guerrero durante los últimos cincuenta años y lo que explica, también, los hechos y las circunstancias actuales.
Todo lo anterior porque el ejercicio del poder se convirtió, sobre todo a partir del último medio siglo, en un medio para afianzar poderes personales y ajenos a la ley que al transgredir los controles constitucionales permitían disponer discrecionalmente de los bienes públicos y, de esta manera, trastocar la vida pública, en este caso de la sociedad guerrerense. Sin embargo, a principios de 1961 y con una plena incomprensión del origen del problema el Senado de la República se limitaba a señalar, para justificar la desaparición de los poderes locales, que: “Se ha producido una incomprensión recíproca entre gobernantes y gobernados, de tal naturaleza que hace imposible entre ellos toda relación humana, social y constitucional, la cual es indispensable para la existencia del orden político y para la vigencia de la libertad de los individuos y de los grupos que integran la sociedad guerrerense [...] la sociedad guerrerense ha llegado a un estado de tensión, inconformidad y repudio... que impediría por completo la restauración del orden normal”.24
Al limitarse a señalar eufemísticamente la incomprensión entre gobernantes y gobernados, el Senado de la República realmente eludía el problema de fondo, es decir, el ejercicio de poderes públicos ajenos a la ley y a la Constitución y, por ello, abiertamente ilegítimos. Debemos decir además, por otra parte, que tal reconocimiento era prácticamente imposible en un régimen que surgido de la Revolución mexicana había depositado ya el poder en el presidente de la República más allá también de todo control constitucional, por lo que incluso la prerrogativa de la desaparición de poderes se convirtió en una facultad discrecional del Presidente con el Senado como mero instrumento de esa voluntad. Finalmente, dicho ejercicio discrecional del poder terminó por convertirse, en el convulso estado de Guerrero, en una variable fundamental de la inestabilidad política local. Es a partir de esas circunstancias que una década después accedió al poder uno de los cacicazgos prototípicos del estado: el de Rubén Figueroa Figueroa (1 de abril de 1975-31 de marzo de 1981), quien por voluntad del presidente Luis Echeverría (su “compadre”) llegaba a la gubernatura en abierta confrontación con el gobernador que le antecedió Israel Nogueda Otero; todo ello en medio del movimiento guerrillero de esos años y, por cierto, después de la liberación del propio Rubén Figueroa el 8 de septiembre de 1974.
Como testimonio de que nada realmente cambiaba en Guerrero, conforme a la propia naturaleza del régimen mexicano, Figueroa afirmó en su primer informe lo siguiente: “Nuestro estado era un caos, así en lo político como en lo económico, igual en lo social que en lo moral […] el orden jurídico se vio quebrantado desde sus bases, con autoridades entregadas al peor desenfreno, irresponsables y corruptas, indiferentes al cumplimiento de su deber pero atentas al uso del poder para la realización de actos ilícitos y escandalosos”.25 Paradójicamente, Figueroa no sólo habría de continuar con los mismos vicios de poder sino que los habría acentuado, como lo dio a conocer una televisora francesa al mundo entero respecto de lo que era ese ejercicio del poder: una mezcla de arbitrariedad y barbarie. Por lo demás, hay que decir también que su testimonio en primera persona era en realidad una prueba inexcusable de lo que ha sido el régimen de la Revolución mexicana en Guerrero, mismo que se ha continuado hasta hoy, como dan fe los hechos de terrible violencia en la entidad.
En ese sentido la política local se ha convertido en una absurda tragedia de degradación, de dolor y de sangre, pues el hijo de Rubén Figueroa Figueroa (Rubén Figueroa Alcocer) accedió también a la gubernatura sólo para dar lugar, conforme a las prácticas de ese ejercicio del poder, a un nuevo y terrible hecho de violencia política por lo que terminó por ser relevado a causa de la muerte de 17 campesinos provocada por la policía estatal en Aguas Blancas, municipio de Coyuca de Benítez, el 28 de junio de 1995. Figueroa Alcocer (1 de abril de 1993-12 de marzo de 1996) fue substituido por Ángel Aguirre Rivero (12 de marzo de 1996-31 de marzo de 1999), quien fungía entonces como presidente del PRI en la entidad y era, por tanto, un apoyo incondicional del gobernador. Incluso dos días antes de la renuncia de Figueroa, Aguirre Rivero, en su condición de dirigente estatal del PRI, encabezó marchas tanto en Acapulco como en Chilpancingo en apoyo del todavía gobernador.
Que luego de unos años (en 2011) Aguirre Rivero haya sido postulado por el Partido de la Revolución Democrática (PRD) a la gubernatura del estado es revelador del rotundo fracaso de lo que se ha llamado la transición democrática de