Podemos decir, en consecuencia, que la inexistencia de un orden que por su legitimidad no tenga otro propósito que la salvaguarda y realización del ciudadano es —y ha sido— el origen de los problemas de violencia en la entidad, pero ahora además de la perversión de la vida pública y de la descomposición de la vida social, es decir, de la destrucción de una convivencia civilizada y en favor del desarrollo material y humano de los guerrerenses, todo ello como resultado de ese ejercicio arbitrario del poder. El estado de Guerrero ofrece así hoy un panorama de lo más desolador desde el punto de vista social y humano, pues con recursos naturales generosos —incluyendo sus 500 kilómetros de litoral—, sus pueblos y ciudades viven todo tipo de carencias: desempleo, servicios públicos ineficientes, violencia e inseguridad. Todo ello agravado y propiciado por el despilfarro y el uso arbitrario de los recursos públicos en los distintos niveles de gobierno; al lado de ello se encuentra hoy una sociedad inerte e incapaz de generar riqueza y bienestar por la mediatización de que ha sido objeto.
De acuerdo con cifras del Consejo Nacional de Evaluación de la Política de Desarrollo Social (CONEVAL), impulsada sobre todo por los recursos federales la economía de Guerrero avanzó un 7% en el tercer trimestre de 2014. No obstante, el índice de tendencia laboral de pobreza creció un 4% durante el cuarto trimestre (frente al 2.8% a nivel nacional). Otras cifras señalan un incremento en el porcentaje de personas cuyos ingresos no les alcanza para comer diario (de 62.8% a 65.3% en 2014), así como la grave crisis de inseguridad que se vive en Guerrero, uno de los estados con más alta incidencia de los delitos denominados de “mayor impacto” según datos del Secretariado Ejecutivo del Sistema Nacional de Seguridad Pública: el homicidio llegó a 66.01 por cada 100 mil habitantes (2012), mientras que el secuestro fue 5.87 y la extorsión 4.94 por cada 100 mil habitantes (2013).26 Por otra parte, Guerrero es uno de los estados con mayor rezago educativo a nivel primaria y secundaria. Según estudios realizados por la organización ciudadana “Mexicanos Primero”, 8 de cada 10 niños de la entidad reprueban o con dificultades superan pruebas internacionales, el 51% de los jóvenes egresan de la secundaria y únicamente el 19% termina el bachillerato; además de que el 0.1% de los jóvenes de la entidad alcanza alto desempeño y sólo 2 de cada 10 de 15 años de edad comprenden lo que leen.27
Es así que la violencia y el ejercicio arbitrario de los poderes públicos en el estado de Guerrero tiene que ser explicado en el marco de la configuración actual del propio ejercicio del poder político en nuestro país y es que, en efecto, en la construcción política del México independiente el acento se puso en el ejercicio discrecional del poder, por los supuestos alcances sociales de la Revolución, y no en las leyes e instituciones. En este sentido, el régimen de la Revolución impidió las legítimas expresiones de la sociedad mexicana al mantener un sistema político corporativo que violentó la vida pública para mantener un país homogéneo configurado desde el partido oficial. Como lo señaló Arnaldo Córdova a principios de los años setenta (las mismas fechas en las que se desata la violencia política en Guerrero), “la política de la omnipotencia [...] basta y sobra para que las masas populares no sean capaces de trascender con la acción ni con el pensamiento el marco político institucional en el que se encuentran enmarcadas. Por lo demás, toda alternativa de cambio es desprestigiada de súbito cuando se la confronta con el poderío presidencial”.28 La idea de México que prevaleció fue la de la exigencia de un orden social y político impuesto desde las esferas de un poder centralista y jerárquico.
El despotismo político del régimen mexicano, es decir la monopolización del poder por reducidos grupos bajo la égida del Presidente en turno, resultó así cada vez más adversa a una política constitucional de leyes e instituciones con las consecuencias sociales y políticas que se manifestaron en Guerrero ya en los años sesenta. A las inercias del absolutismo y a la supremacía histórica del poder central se sumó, con el régimen de la Revolución mexicana, el ejercicio personalizado y autoritario del poder en el ámbito cerrado de las estructuras de la burocracia y el “oficialismo revolucionario”, lo que dio lugar en nuestro particular siglo XX a una práctica de los poderes políticos ajena a la competencia y a los controles constitucionales del Estado moderno, que es precisamente lo que explica la peculiaridad del estado de Guerrero. De allí nos parece que el mayor de los retos de entonces —como el de ahora— siga siendo en lo esencial la contención constitucional en el ejercicio del poder a través de leyes e instituciones democráticas que den cabida a la realización de los ciudadanos en un sentido amplio y, por ello, más allá sólo de los derechos económicos.
Sin duda, a la consolidación del reformismo del régimen de la Revolución supuestamente —como decimos— en favor de las causas sociales contribuyó de manera decisiva el autoritarismo político y el carácter jerárquico del orden social heredados del pasado, pues frente a ellos el oficialismo revolucionario esgrimió no los derechos individuales y la construcción de instituciones democráticas y libres para destruir los privilegios del pasado e inaugurar así un nuevo régimen político, sino sobre todo la pretensión —como dice Alexis de Tocqueville respecto del “antiguo régimen” — de «abolir la forma antigua de la sociedad», lo que originó sin embargo en nuestro caso no sólo una nueva forma de centralización administrativa, sino también la idea del régimen de partido único, porque de acuerdo con esta práctica e idea del poder sólo desde el poder personalizado y centralista era realmente posible la construcción de la nueva nación mexicana. El problema es que la idea de la redención social y la concentración arbitraria del poder corrieron paralelas, además de que en Guerrero el ancestral atraso económico y la debilidad organizativa de la población campesina exacerbaron las estructuras jerárquicas y centralistas del régimen, convirtiendo así a los campesinos y la manipulación de la demanda social en base electoral del sistema político mexicano a nivel local.
El régimen de la Revolución demandó, en esas condiciones, la consecución de un “orden con justicia social” a través de un ejercicio del poder autoritario y personalizado y no en cambio a través de la ciudadanía y del ejercicio de sus derechos. El reformismo dentro de las estructuras del régimen se convirtió en bandera del conjunto de las fuerzas políticas del país, impidiendo con ello la transformación social por la vía democrática y de las garantías individuales. La debilidad y subordinación de la sociedad mexicana, también heredera de las injusticias del México colonial, se convirtió así en otro de los rasgos inherentes de nuestra realidad política.
En la tensión que es inherente en la historia del país respecto de las garantías y derechos individuales y el fortalecimiento del poder por sobre la Constitución, el régimen de la Revolución abiertamente promovió este último. Con ello, la subordinación y manipulación de la vida social se convirtió en un hecho reiterado, situación que durante la década de 1960 —e incluso ya antes en 1958— dio lugar al conflicto social y político con las trágicas consecuencias que tuvo en Guerrero, por ejemplo, con la represión arriba señalada. De esta manera el poder político que se ejerció durante los años del régimen de la Revolución fue casi siempre un poder ilimitado, también en cuanto a su capacidad de intervención e intromisión en la vida económica y social. La teoría constitucional misma del país quedó inserta en esta pretensión, desbordándola unas veces, y en otras más bien incluso distorsionándola, como se manifestó en esas fechas en el Senado de la República respecto del estado de Guerrero.
En suma, con la Revolución mexicana la vida política del país habitó abiertamente en dos mundos e incluso en dos realidades sociales y políticas contradictorias: por un lado la pretensión de un orden político normado por la Constitución pero, por otro, una práctica discrecional del poder cuya pretensión de legitimidad dependía de la abolición de las herencias del pasado a través del reformismo social.29 Sin embargo, la desigualdad y el autoritarismo político minaron de manera creciente y definitiva ese régimen y desde luego su legitimidad misma, sobre todo porque con el carácter reformista del gobierno de la Revolución se afirmó otro de los rasgos que