La violencia del narcotráfico tiene ya más de tres décadas en el país dando muestra de una inhumanidad inadmisible. No obstante, Ayotzinapa es un suceso que cimbró a la sociedad, ciertamente por su brutalidad, pero sobre todo porque dejó al descubierto la complicidad de las instituciones de gobierno con la delincuencia, la incapacidad de los gobiernos estatal y federal, el contubernio de los partidos políticos. Nuestra tesis es que hizo patente la brecha que existe entre las instituciones políticas y la sociedad civil que dicen gobernar y, con ello, hacen ver las tareas del futuro próximo si el país desea mantener un régimen aceptablemente democrático y una vida pública tolerable. No hablaremos pues en este trabajo de “estado fallido”1 o de “estado débil”, sino del pobre estado de la democracia y de la vida política en diversas zonas del país.
Los responsables del crimen
Cuando se le examina con cierto detalle, un suceso como Ayotzinapa revela que en la sociedad nada acontece por azar: en ese preciso momento confluyen condiciones políticas y sociales las cuales, sin quitarle su dramatismo, permiten hacerlo inteligible, mostrando que es la cima visible de problemas de mayor alcance. Veamos algunas de esas condiciones políticas. Como hoy sabemos, el Sr. José Luis Abarca, cuya carrera política se había iniciado como candidato independiente a la alcaldía de la ciudad de Iguala en las elecciones de 2012, recibió el apoyo de diversas organizaciones de izquierda, especialmente del Partido de la Revolución Democrática (PRD), las cuales lo respaldaron bajo el demagógico lema de “Iguala nos une”; como resultado, el candidato obtuvo la presidencia municipal con el 39.7 % de los votos emitidos.2 En una historia que se repite regularmente, el Sr. Abarca, originalmente un pequeño comerciante, acumuló en pocos años una fortuna considerable. Si se mira en retrospectiva, su gestión al frente del municipio se caracterizó por dos cosas: su corrupta opacidad económica y su violencia política: se acusa al Sr. Abarca de haber ultimado personalmente al Sr. Arturo Hernández Cardona, no sin antes pedir a otros cautivos que cavaran la tumba, una escena que cualquiera creería que pertenece a las viejas crónicas de la revolución mexicana.
Todo esto era conocido por las instancias estatal y federal,3 pero ante la complicidad de unos, la ineficiencia de otros y el desdén de todos, nada se había hecho. Entre todas las acusaciones destaca la que afirmaba que el Sr. Abarca tenía vínculos con los cárteles de la zona. Estos vínculos provenían de su esposa, la Sra. María de los Ángeles Pineda, candidata a sucederle en la alcaldía de Iguala, cuya familia tiene amplios antecedentes en el narcotráfico, incluido su padre acusado de ser un líder del grupo Guerreros Unidos, el grupo que se encargaría de la ejecución material de los jóvenes. Desde luego, nadie es responsable por los actos de los familiares cercanos, pero todo ello hace irrumpir la pregunta: en nuestra democracia, ¿quién controla al que gobierna?
Detengámonos en ello un momento: ¿cómo es posible que un país que se pretende democrático permita tal red de complicidades, tal abandono de los deberes de las instituciones judiciales y políticas? ¿Cómo puede un pequeño cacique local llegar a esos extremos de enriquecimiento e impunidad? La respuesta no es compleja: se encuentra en las formas de gestión pública del país. Sin duda, el municipio es una pieza esencial de la vida republicana en México cuyo propósito original es oponerse a una concentración excesiva del poder en los gobiernos estatal o federal. Desde el punto de vista formal el ejercicio de los derechos político-electorales está asegurado por instituciones que la sociedad ha construido laboriosamente: los procesos electorales son organizados y vigilados por el ostentoso Instituto Nacional Electoral y validados por el Tribunal Electoral del Poder Judicial de la Federación. Pero la democracia no se limita a una serie de procedimientos formales y requiere de un contenido real. Y aquí las cosas son diferentes. Seguramente un cierto número de municipios responde al propósito original de tener una forma de gobierno “popular”, pero en muchos otros, sobre todo en las zonas pobres del país, prevalecen los cacicazgos fácticos que permiten toda clase de complicidades. La participación democrática es “encauzada” por diferentes medios económicos y políticos, incluidas las amenazas; prevalecen las prácticas de compra de votos, de intercambio del ejercicio de los derechos políticos por bienes a menudo miserables. No es extraña la presencia del clientelismo y los cacicazgos personales y familiares como estuvo a punto de suceder en Iguala. Históricamente, los gobiernos locales y federal no sólo no han impedido estas prácticas sino que hasta la fecha son sus principales promotores.4 En nuestro país la democracia aún está luchando contra una doble pobreza: la material, que debilita el ejercicio libre del derecho a elegir, y la pobreza en la valoración que de sus derechos políticos hacen algunos ciudadanos. En estas condiciones, el ciudadano “virtuoso” al que se refieren algunas teorías de la democracia, tiene pocas posibilidades de aparecer.
Estas estructuras municipales, ya de suyo frágiles desde el punto de vista democrático, han sido sometidas a una dura prueba con la irrupción de los cárteles, mucho más poderosos económicamente y mucho mejor armados que cualquier autoridad local. Abandonados a sí mismos, los municipios tienen pocas posibilidades de resistencia. Los grupos de delincuentes no se proponen sustituir a las autoridades electas (lo que daría una dimensión enteramente distinta a sus actos); buscan más bien cooptarlas con dinero o someterlas si se resisten. Luego, ya no es sencillo distinguir entre una colaboración forzada y una complicidad abierta, pero la infiltración del narcotráfico es real y afecta toda la vida pública de la ciudad y de la región. Se comprende entonces la actuación de la fuerza pública de Iguala y Cocula: atenazada entre el poder del cacique local del que depende y la corrupción o la amenaza del narcotráfico, el poder coercitivo se disolvió, o mejor, se revirtió contra los ciudadanos. Esta perversión del uso de la fuerza pública es la prueba más patente de la ruptura de una sociedad con las instituciones que dicen gobernarla.
Si por democracia se entiende el procedimiento formal de elección de autoridades, entonces ésta se cumple. Pero si por democracia se entiende el ejercicio de la soberanía popular a través de sus instituciones, entonces ésta es una carencia, al menos en algunas regiones de México. Es por eso que los sucesos de Iguala han conducido a exigir una verdadera reforma constitucional que, sin alterar el espíritu republicano que anima al municipio, pueda hacer frente al estado de indefensión económica y social que lleva a los ciudadanos, a veces por propia iniciativa, a renunciar a sus derechos políticos. Naturalmente, el actual Estado mexicano no va tan lejos y ninguna reforma semejante está a la vista. Por ahora, una iniciativa presidencial propone simplemente eliminar las policías municipales en todo el país, especialmente en aquellas entidades más comprometidas con el narcotráfico. La figura del “mando único” es en realidad una forma de retirar al municipio el poder coercitivo de la violencia concentrándolo en el gobierno estatal y la policía federal. La solución es parcial pero el Estado mexicano no arriesga alterar la red de compromisos, poderes fácticos y caciques locales en la que descansa buena parte de su penetración en la sociedad. Por otra parte, tampoco es fácil: cualquier reforma requiere modificar diversos artículos de la Constitución a lo que se oponen algunos defensores de la vida republicana de nuestro país.
Si los sucesos hicieron visible la complicidad de las instituciones de gobierno, ellas no fueron las únicas culpables. En la elección del Sr. Abarca participaron diversas organizaciones de izquierda, especialmente su partido más importante. Por lo demás, a medida que los hechos eran revelados apareció un movimiento de auto-defensa por parte del PRD.5 Aún hoy, después de una comisión especial, ese partido no ha sido capaz de exponer los mecanismos internos de selección de candidatos y menos aún las fuerzas que intervinieron en el caso de Iguala. A la exigencia de desaparición de poderes en el estado de Guerrero, dada su incapacidad y su negligencia, la dirección nacional respondió dejando en manos del gobernador la decisión de continuar hasta que juzgara que resultaba imposible seguir “gobernando”. Finalmente, debió abandonar su cargo sin