El siglo de los dictadores. Olivier Guez. Читать онлайн. Newlib. NEWLIB.NET

Автор: Olivier Guez
Издательство: Bookwire
Серия:
Жанр произведения: Изобразительное искусство, фотография
Год издания: 0
isbn: 9789500211079
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autonomía, bajo la dirección de jefes llamados ras y que no se dejaban engañar.

      La crisis final del Estado liberal, gobernado por personalidades opacas, abrió de par en par la puerta al éxito. Mussolini jugó entonces con mucha habilidad. Su toma del poder en octubre de 1922 se llevó a cabo en dos planos: uno, faccioso y el otro, político e institucional. El primer componente constituía la esencia misma de la revolución fascista: una marcha de los “camisas negras” sobre Roma, respetando la mitología revolucionaria y socialista para arrancarle el gobierno de las manos a la vieja élite. El otro correspondía a negociaciones políticas se­cretas, realizadas con el Ministerio, los grandes jefes del Parlamento y sobre todo con el rey Víctor Manuel III, el único habilitado para nombrar al presidente del Consejo. Siempre pragmático, el líder fascista había tranquilizado al palacio sobre sus intenciones: nadie atacaría a la Corona. La conjunción de esas dos presiones decidió al monarca, obsesionado por el riesgo de la guerra civil y el temor de ser destronado a favor de su primo el duque de Aosta, a recurrir a Mussolini, que permanecía prudentemente en Milán mientras se desarrollaban esos acontecimientos. El hijo del herrero regresó de la capital lombarda en un tren nocturno muy confortable, fue recibido el 30 de octubre de 1922 en el Palacio del Quirinal y el rey le encargó la tarea de formar un gobierno en el que los fascistas solo ocuparían tres ministerios. La jugada de póker había triunfado.

      Dictador, pero poco a poco

      Digámoslo enseguida: Mussolini no aspiraba simplemente a agre­gar su nombre a la ya larga lista de los presidentes del Consejo. Había conquistado el poder sin escrúpulos y no tenía la menor intención de entregarlo. Su advenimiento constituiría una ruptura en la historia de Italia y su alianza con las fuerzas conservadoras era puramente coyuntural. Pero conocía demasiado bien la realidad de las relaciones de fuerza como para cometer el error de precipitar las cosas. Le llevó cuatro años establecer una dictadura personal, que no carecía de límites, como veremos más adelante. Al principio, trató de institucionalizar su movimiento faccioso, pero –este matiz es fundamental– no para fusionarlo con el Estado, sino para darle un carácter fascista al Estado desde el interior. Las fuerzas escuadristas se integraron a una milicia voluntaria para la seguridad nacional, y luego, se modificó la ley electoral para favorecer al PNF, lo que posibilitó su amplia victoria en las elecciones de mayo de 1924. La revolución avanzaba poco a poco.

      Para los ras más intransigentes, eso era inconcebible. Muchos de ellos, por ejemplo, Roberto Farinacci, lograron hacer resurgir la determinación de su jefe, que recobró todo su brío y su violencia. Además, la falta de reacción del soberano, que se negó a despedirlo sin un voto de la Asamblea –que en ese momento era imposible por la secesión del Aventino–, jugó a su favor: le permitió pasar a la ofensiva contra sus enemigos. El 3 de enero de 1925, Mussolini subió a la tribuna de la Asamblea y pronunció un discurso estridente. Su voz resonó en el hemiciclo paralizado para asumir la responsabilidad de los acontecimientos y anunciar que se tomarían medidas enérgicas, que se garantizaría el orden y que el fascismo estaba muy vivo. Restituido en el poder por los duros del régimen, Mussolini reafirmó su papel de guía de la revolución fascista.

      Mussolini en el trabajo

      Como dijimos, Mussolini llevaba adelante una revolución antropológica, destinada a remodelar a los individuos mediante su sujeción al Estado. El Partido era un instrumento de control y de movilización de las masas, y la realidad del poder estaba en manos del Estado y del jefe del gobierno, Duce del fascismo. “Todo en el Estado, nada fuera del Es­tado, nada contra el Estado”, decía. Por lo tanto, nada escapaba a su control, ni la cultura, ni la economía. Pero no nos engañemos: aunque Mussolini llevaba adelante una lucha implacable contra sus antiguos camaradas del Partido Socialista y contra el comunismo, nunca lo hizo en nombre del conservadurismo. “La doctrina fascista –escribió– no eligió como profeta a [Joseph] de Maistre”. Ofrecía, por el contrario, otra concepción de la revolución, que unía el nacionalismo y el socialismo. A eso se debe el odio con que el dictador persiguió siempre a la burguesía italiana y sus valores liberales, y lo hizo hasta su último aliento.

      El Duce se dedicó a transformar su país en nombre de su ideal revolucionario: trabajos de acondicionamiento de las zonas difíciles, creación de ciudades nuevas, una de las cuales llevaba su nombre, trabajos urbanísticos de renovación de los centros históricos, construcción de viviendas, modernización de la radio, creación de Cinecittà, mejora de las condiciones de vida y de salud, etc. Pero su mayor éxito, a comienzos de los años 30, el que le otorgó un enorme prestigio internacional y una adhesión masiva de los italianos, fue la firma de los Pactos de Letrán con el papado, el 11 de febrero de 1929. Al cabo de una larga negociación, el líder fascista, conocido por su anticlericalismo, y Pío XI, el intransigente pontífice que no se hacía ninguna ilusión so­bre la santidad del Duce, pusieron fin al conflicto entre el Estado italiano y la Santa Sede, que se constituyó como un Estado independiente (la Ciudad del Vaticano) enclavado en Roma, y firmaron un concordato que le confería a la Iglesia católica sustanciales ventajas.

      En 1922, Mussolini había elegido como residencia el elegante Pa­lacio Chigi, situado a lo largo del Corso,