Verdaderamente, estaba muy cerca.
Mierda. Tal vez aquella buena acción suya tuviera consecuencias, después de todo.
–Dios mío –murmuró Charlie, entre dientes, al ver cómo se le flexionaban los bíceps a Walker Pearce cuando metía su mesa de pino por la puerta del apartamento.
Llevaba una camisa de color gris, bastante desgastada, con el logotipo de Stetson, unos pantalones vaqueros ajustados, unas botas muy viejas y un sombrero de vaquero de color negro, cuya ala proyectaba una sombra sobre sus ojos azules. Pero eso era mejor, porque no quería ver sus ojos sonrientes en aquel momento. Estaba demasiado ocupada mirando su cuerpo.
En el instituto no tenía los hombros tan anchos ni los brazos tan musculosos. Y no era tan alto. Dios, ahora debía de medir un metro noventa centímetros. Era como una versión peligrosa y prohibida del Walker del que ella había estado enamorada. Y el sentimiento volvió a la vida inmediatamente, junto a un cosquilleo en sus partes más sensibles.
Él dejó la mesa junto a la barra de desayunos de la cocina.
–¿Está bien aquí?
–Ah, sí. Perfecto.
Charlie le miró la mano izquierda para asegurarse de que no llevara anillo, aunque no se imaginaba casado a Walker. Sería un marido terrible. Era despreocupado y no tenía objetivos, y lanzaba invitaciones llenas de feromonas a todos los ovarios del pueblo.
Todavía estaba intentando asimilar toda su imagen cuando, de repente, su pecho llenó toda su visión. Él la había abrazado.
–Bueno, y ¿qué tal estás, Charlie?
La apretujó con tanta fuerza que a ella se le escapó todo el aire de los pulmones. Cuando volvió a soltarla, ella inhaló con fuerza y se llenó los pulmones con su olor. Un olor a cuero, a heno y a cielo despejado, y a algo especiado, delicioso, que le hizo la boca agua.
–Tienes muy buen aspecto –le dijo él, mirándola con atención–. Te ha venido bien la vida en la ciudad.
Ella quería decir algo ingenioso, algo sexy. Pero, por primera vez desde hacía diez años, volvió a ser aquella chica de instituto demasiado tímida e insegura como para coquetear con Walker Pearce.
–Gracias.
–¿Qué más puedo hacer por ti, cariño? ¿Tienes una cama?
–¿Eh? –preguntó ella, mientras notaba que le ardían las mejillas, como si su cuerpo no quisiera que él supiese lo que había estado pensando. ¡Qué cuerpo tan estúpido! ¿Una cama? «¡Sí, por favor, una cama!».
–Me imagino que no habrás podido traer un colchón tú sola hasta aquí.
–¡Ah, una cama! –exclamó ella, mientras se reía nerviosamente–. Gracias, Walker. Está abajo, en la furgoneta de alquiler. Voy a ayudarte.
–No, quédate aquí deshaciendo las cajas. Yo te subo la cama en un abrir y cerrar de ojos.
Aquella era su oportunidad. Podía decirle, en broma, que se quedara para probarla cuando la hubiese subido. Lógicamente, no iba a meterse en la cama con él a los pocos minutos de haberse reencontrado, pero así le indicaría que era una posibilidad. Plantaría la semilla. Pero, no. Al final, se quedó mirándole el trasero mientras él se alejaba. Era un buen trasero, fuerte y musculoso.
Ay, aquello era como en el instituto. Siempre mirándolo desde lejos, aunque él estuviera muy cerca.
–Mierda –murmuró, y le dio una patada a la caja que tenía más cerca. Al oír el tintineo de los platos, se dio cuenta de que era mejor calmarse. Aquello no era el instituto, y ella había vivido muchas cosas desde entonces. Walker Pearce ya no era demasiado hombre para ella. Y, demonios, si lo fuera, su sueño se habría convertido en realidad: un vaquero grande y fuerte con quien cabalgar hacia la puesta de sol. Pero solo hasta la puesta de sol. Era mejor empezar las mañanas desde cero, sobre todo, con un chico tan voluble como Walker.
Charlie tomó la caja que acababa de patear y se la llevó a la cocina. Al abrirla y ver el color amarillo de sus platos, se sintió como si se le hubiera quitado un peso de los hombros. Acababa de mudarse y ya se sentía como en casa, mucho más de lo que se había sentido en el apartamento del hotel.
Le había entusiasmado aquel precioso estudio que le habían destinado como alojamiento. No era el procedimiento normal, pero ella no se había preguntado por qué tenía tan buena suerte. Había pensado que era consecuencia de ser amiga de Dawn, la directora del hotel y mujer del propietario. Dawn le había explicado que querían tener a un responsable de la seguridad siempre presente en las instalaciones, y lo había dejado así.
Sin embargo, Charlie se había dado cuenta de que aquel precioso apartamento no era más que una jaula.
Mientras sacaba los platos amarillos, recordó que tenía que volver al hotel a las ocho de la mañana, y frunció el ceño. Bueno, solo era un trabajo.
Walker entró poco después por la puerta, con la estructura de la cama en un brazo y el cabecero sobre el hombro. Llevó el mueble al dormitorio.
Ella lo siguió para mirarlo mientras él colocaba el cabecero de madera contra la pared, y se agachó para ayudar cuando Walker empezó a encajar la estructura en el cabecero.
–No tienes por qué hacer esto, Walker.
–Llevabas demasiado tiempo viviendo en Nevada si crees que un buen chico de Wyoming va a dejar que una mujer tire sola de sus muebles.
Ella sonrió.
–Supongo que tienes razón. Tengo que acostumbrarme otra vez a Wyoming. Más caballerosidad, menos juego y prostitución legalizada.
–Hay diferencias sutiles, pero las percibes, si sabes mirar.
–Gracias por el consejo. Voy a guardar mis tacones y mis plataformas y a tratar de encajar.
Él le guiñó el ojo y siguió encajando la estructura y el cabecero.
–No tienes por qué ser tan drástica, cariño. Sé tú misma, y todo saldrá bien.
Ella soltó un resoplido al oír aquella expresión de afecto. No iba a tomárselo en serio, porque Walker flirteaba con todo el mundo. Ella siempre había sido lo suficientemente lista como para darse cuenta. Sin embargo, por fin estaba preparada para devolverle aquellos flirteos.
–¿Tienes cervezas en ese frigorífico de la puerta de al lado, Walker? Podemos divertirnos mientras trabajamos.
No pareció que él se percatara de su sonrisa sugerente.
–Sí, bueno, siempre tengo cerveza, pero es que tengo que irme a Yellowstone y voy a tardar un par de horas. Pero, si quieres, traigo un par de botellines.
–No, no hace falta. Si tienes que irte, deberías irte.
–Pero ¿es que no has oído lo que te he dicho sobre los buenos chicos de Wyoming?
Niña, voy a tener tu cama preparada en cinco minutos.
Niña. Como el instituto. Charlie se irguió. Ella ya no era ninguna niña, y no era su compañera, ni su tutora, ni su atleta favorita. Aunque él no pudiera verlo todavía, iba a verlo.
A ella siempre le habían gustado los retos.
–Bueno, pues ve a recoger lo que falta de la estructura, machote de Wyoming. Esta noche, si te veo en el Crooked R, te invito a una cerveza.
–Trato hecho –le dijo él. Pasó por delante de ella y le revolvió el pelo.
Le revolvió el pelo.
Increíble. Eso fue lo que hizo falta para que se decidiera: Walker iba a caer en sus redes. Sin poder evitarlo. Y frecuentemente, además. Por fin iba a poder experimentar algo bueno con Walker Pearce. Por lo que había oído decir, era muy muy bueno.
Hacía