Jugaré con las casas de Curazao,
pondré el mar a la izquierda
y haré más puentes movedizos.
El paisaje forma parte del cuerpo de Dios, decimos. Y está vivo. No es la naturaleza muerta de otras obras de arte. Y como tal: actúa. Pellicer ha visto a los árboles hablar sobre la vida cotidiana de la selva:
Los árboles conversan junto al río,
de nidos en proyecto, de otros en abandono,
de la nube servida como helado
en el remanso próximo,
del equipaje de las piedras
que acaso nadie ha dejado en la orilla,
de la avispa hipodérmica,
del aguacero y la joven vereda,
de las ramas deletreadas en su propia escuela,
del verso como prosa
y del viento de anoche que barrió las
estrellas.
Pellicer ha sabido penetrar en la naturaleza viva como un enamorado amante y ella se derrama a su vez como una cascada incontenible desde su cuerpo enarbolado:
Yo quiero arder mis pies en los braseros
de la angustia más sola,
para salir desnudo hacia el poema.
Busca naturalizarse, despojarse de lo que le sobra para ser naturalmente natural (cielo en el agua; agua del cielo) y encenderse verde y amarillo y naranja en el bosque de sus entrañas. Hasta que:
La oda tropical a cuatro voces
podrá llegar, palabra por palabra,
a beber en mis labios,
a amarrarse en mis brazos,
a golpear en mi pecho,
a sentarse en mis piernas,
a darme la salud hasta matarme
y a esparcirme en sí misma,
a que yo sea a vuelta de palabras
palmera y antílope,
cuba y caimán, helecho y ave-lira,
tarántula y orquídea, cenzontle y anaconda.
Entonces seré un grito, un solo grito claro
que dirija en mi voz las propias voces y alcance de monte a monte
la voz del mar que arrastra las ciudades.
¡Oh trópico!
Y el grito de la noche que alerta el horizonte.
Dios está vivo en su creación diaria.
Albert Camus escribe: “Frente a un mundo amenazado por la desintegración en el que nuestros grandes inquisidores están a punto de establecer para siempre los reinos de la muerte, nuestra generación sabe que debería, en una especie de carrera loca, con el tiempo, restaurar entre las naciones una paz que no sea la de la servidumbre, reconciliar de nuevo trabajo y cultura y reconstruir con todos los hombres un arco de alianza”.
La historia no es sagrada, no es adorable; en lugar de propiciar la belleza está conteniendo la progresiva destrucción de lo humano y de la naturaleza. Aunque el paraíso conviva con el infierno en los tiempos del mundo que la mujer y el varón han compartido estos días sobre la tierra, el ritmo destructivo de la historia va llevando a la orilla del abismo histórico lo que se le pone enfrente, todo y cualquier cosa. Escribe José Emilio Pacheco:
Augurios
Hasta hace poco me despertaba un rumor de pájaros. Hoy he descubierto que ya no están. Han acabado estas señales de vida. Sin ellos todo parece más lúgubre. Me pregunto si los ha matado el estruendo, la contaminación o el hambre de los habitantes. O tal vez los pájaros comprendieron que la ciudad de México se muere y levantaron el vuelo antes de nuestra ruina final.
Pacheco está comprobando que se pueden hacer poemas de calidad hablando de circunstancias muy concretas, haciendo casi una crónica de sucedidos, levantando a un nivel simbólico elementos de la realidad.
Cito otro fragmento de lo que dijo Camus en la entrega del Premio Nobel en 1957: “Este [el escritor] no tiene otros títulos que los que comparte con los compañeros de lucha, vulnerable pero obstinando, injusto y apasionado por la justicia, que construye su obra sin vergüenza ni orgullo, a la vista de todos, siempre dividido entre el dolor y la belleza y dedicado, en fin, a extraer de su ser doble las creaciones que él procura edificar tenazmente en medio del movimiento destructor de la historia”.
El poeta: cronista profundo de su tiempo
En su poesía, Pacheco ejerce la crítica contra la ciudad y hace el elogio de la naturaleza. En su obra abundan elementos del mundo natural: mar, aire, peces, pájaros, caballos, bosques, ríos, tigre, halcones, perros. Hace una defensa constante de todos ellos, como en este poema donde habla contra los taladores de árboles:
El árbol
El árbol que en su ostentosa perfección empleó quinientos años para acortar en veinte metros la distancia entre el cielo y la tierra quiere alabanzas. Nos ha dado tanto: oxígeno, frutos, sombra, belleza. Intuye que nos acercamos y piensa que hemos venido a elogiar el grosor de su tronco, la textura de sus nudosidades, el virtuosismo estilístico de las ramas que se extienden en todas direcciones, sin aparente simetría pero con un orden interior y muy sabio. El árbol quiere merecidamente alabanzas. ¿Cómo desengañarlo o pedirle escusas antes de abatirlo con nuestra sierra eléctrica?
Además de escribir sobre la historia, Pacheco también escribe sobre el deseo de que otra realidad existiera en el mundo; es decir, escribe sobre cosas que desearía o desea que existieran. Su utopía gira alrededor de la belleza y de la fabulación: “Sólo anhelo lo posible imposible, un mundo sin víctimas”.
Puede ser un río, una gota de agua, una cascada o hasta el mar. Todo cabe en el poema sabiéndolo acomodar. O el viento y el pájaro en vuelos desprogramados. O la tierra aérea y simbólica. O la palpable y caminable de los días. La sembrada de vida o la dañada por los humos de la estupidez humana. En nuestro país, José Emilio Pacheco (que en paz descanse) es un estupendo ejemplo de la crítica contra la destrucción de la naturaleza, pero también de la capacidad de ella de pervivir y transformarse. Veamos:
Apunte del natural
Una rama de sauce sobrenada en el río,
Huida por la corriente se encamina hacia el ávido mar.
Al tocar el follaje el viento impulsa la navegación, la rama entonces se estremece y prosigue. En sus hojas se anuda una serpiente. En sus escamas arde la luz del sol, los rastros de la lluvia. Rama y serpiente se enlazaron para constituir una sola materia. Piel es la madera y la lengua un retoño afilado, venenoso. La serpiente ya no florecerá en la selva intocable. El árbol no lanzará contra las aves sus colmillos narcóticos. Ahora, vencidas, prueban la sal del mar en las aguas fluviales. Luego entran en el vórtice de espumas y llegan al Atlántico mientras la noche se propaga en el mundo. Serán por un momento islas, olas, mareas. Unidas llegarán al fondo del océano y ahí renacerán en la arena inviolable.
“Todo lo que vemos –escribe Paul Cézanne– se dispersa, se volatiza. La naturaleza es siempre la misma, pero nada queda de ella, nada queda de los fenómenos que percibimos. Es nuestro arte lo que da duración a la naturaleza, a todos sus elementos y todos sus cambios”. Esa dispersión de la que habla Cézanne es el riesgo y obstáculo mayor que tiene el escritor