Breve historia de los alimentos y la cocina. Sandalia González-Palacios Romero. Читать онлайн. Newlib. NEWLIB.NET

Автор: Sandalia González-Palacios Romero
Издательство: Bookwire
Серия:
Жанр произведения: Сделай Сам
Год издания: 0
isbn: 9788416848447
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con agrado “la cocina de la madre o de la abuela”. La cocina, el modo de cocinar, nos dan las señas de identidad de los pueblos, de las regiones, de los hogares… Así, por ejemplo, el garbanzo es un producto que se ha hecho indispensable (como el trigo) en todas las regiones de la costa mediterránea. El garbanzo es una legumbre, igual que las lentejas y las alubias, que nunca faltó en las ollas de los campesinos…

      La lenta globalización que de modo insistente se ha ido afianzando de un país a un continente más o menos cercano y afín, ha permitido el consumo masivo de la llamada “Cocina Internacional”; estas cocinas de otros países, a veces, han llegado a entusiasmar en pueblos que nunca antes las consumían; ese es el caso de las pastas de cereales, las pizzas y de las “ham burger” (o hamburguesas), hoy consumidas en casi todo el mundo. Hasta no hace muchos años bastantes pueblos, cultos, eran hostiles en mayor o menor medida hacia influencias culinarias extranjeras, pero la televisión por un lado y la elevación hacia puestos relevantes de algunos cocineros (sobre todo franceses) hicieron que la cocina “nacional” (a pesar de que nunca hubo una cocina nacional ab-origen) empezó a interesar a cocineros españoles que —durante el período vacacional— no dudaron en recibir conocimientos de grandes maîtres franceses que gustosamente les enseñaban otro modo de cocinar. Esos cocineros renombrados en Francia no dudaron en investigar sobre nuevas aplicaciones a productos viejos revestidos de formas nuevas en su tratamiento cocineril. Y de ahí surgió la Nouvelle Cuisine, que ha tomado carta de nobleza en otros muchos países, algunos de los cuales nunca brillaron en coquinaria (Reino Unido, Dinamarca, Alemania, EE. UU., etc.). Todos ellos han ido incorporando también nuevos ingredientes a sus respectivos recetarios “nacionales”. El turismo también ha permitido no solo conocer otros países sino nuevos o diferentes platos cocinados, el estar abierto a nuevas formas de cocinar, con también otros ingredientes sumados a los de costumbre; ha evitado viejas hostilidades y prejuicios, lo que ha impedido el exceso de “nacionalismo” culinario y ha convertido a la cocina “tradicional” en nuevas expresiones modificando gustos o incluyendo nuevos. Ya no se desprecia en España comer carne o pescados crudos bajo denominación de “tartar” (aquí solo algunos peces secos o en vinagre se consumían en su estado natural aunque modificado su sabor por mor de la sal o el vinagre, hierbas aromáticas o el aceite de oliva).

      Bien es verdad que la cocina tradicional transmitida de madres a hijas se ha ido enriqueciendo con acopios de diferentes ingredientes añadidos a los productos básicos del terruño. El transporte rápido de las mercancías se ha hecho más fácil y útil, porque los vehículos (tren, barco, avión, camión o furgón) con frigoríficos incorporados llevan los productos de un lugar a otro, por muy lejanos que estén, frescos o congelados: envasados ad-hoc. La coquinaria, la gastronomía, la selección, el envasado y el embalaje permiten una conservación más larga. Ya no sorprenden a nadie —ni son rechazadas— las “comidas rápidas” (fast food), tipo pizzas, perritos calientes, tacos mejicanos, hamburguesas, pollo frito y asado, los wontons chinos, rollitos primavera, comidas turcas (Kebab), norteafricanas (tayín y alcuzcuz), libanesas (tabulé y humus), chinas e indochinas y aún tailandesas, indias, etc. Los gustos o paladares se van afinando llegándose incluso a, si no descubrir, valorar nuevos sabores como por ejemplo el umami (que el científico japonés Kikunae Ikeda agregó a los cinco reconocidos).

      El profesor Fernández-Armesto nos dice respecto de “la culminación de una historia progresiva de horizontes ampliados por la mejora de las comunicaciones. No hay cuestión más intrigante en la historia de los alimentos que la de saber cómo se atravesaron o rompieron las barreras culturales que impedía la transmisión de comidas y de hábitos culinarios […] Existe magnetismo cultural que mueve a algunas comunidades a copiar los hábitos culinarios de otras culturas más prestigiosas”.

      España, esa corcova que le salió en el pie a la vieja Europa ha sido —y es— un territorio en el que coinciden, a su debido tiempo, las cuatro estaciones en que se divide el año meteorológico, y como consecuencia de ello, se manifiestan dando lugar a una variadísima flora y fauna que —después de adormecida— se despierta para ofrecernos lo mejor que produce su condición de Anima Mater, su Espíritu Nutricio. Un sol luciente nos acompaña en permanencia en su periplo orbital que, con constante y tenaz iluminación y calor no excesivo, permite que en nuestro suelo patrio se produzcan los mejores productos alimenticios para la flora y la fauna —la aérea, terrena y marítima —, lo que da lugar a que los seres humanos gocemos de una gastronomía tan variada como excelente. Su riqueza y diversidad atrajo, desde hace milenios, a los hombres y animales de Asia y África, quienes no solo buscaban su excelente clima sino que algunos pueblos, que nos invadieron o no, trajeron consigo variedades de plantas y frutos como regalos de gran valor: el olivo, la vid, el naranjo, el arroz, el tomate, el pimiento, el maíz, las especias, etc. cuya benignidad incrementó exponencialmente la coquinaria que actualmente gozamos. No descartamos a los que fueron empujados por la codicia de los metales que con tanta variedad como calidad dormían en el seno de nuestro suelo (oro, plata, hierro, cobre, mercurio, carbón, etc.).

      En la época mítica de Argantonio, aquí reinó el legendario rey Gárgoris y su hijo Habidis. Ellos descubrieron, entre otras cosas, el modo de extraer la miel y el arado con el que labraban las feraces tierras. Los griegos, cartagineses, romanos y celtas intercambiaron con nuestros ancestros iberos culturas, lenguas y naves, tanto de transporte como de guerra; los marineros cruzaban sus embarcaciones con los bajeles y jábegas de nuestros pescadores, desde el levante mediterráneo hasta las temibles aguas del océano Atlántico, donde nace la noche… Es de suponer que quedarían asombrados los tripulantes extranjeros al ver a nuestros atrevidos y atezados pescadores atrapar congrios, morenas, pulpos, escualos y otros peces como los grandes y gordos atunes cual cerdos cebados que creían que eran así porque se atiborraban con las bellotas que arrastradas por el Guadiana y el Guadalquivir, flotaban en el mar. Al menos esto era lo que pensaba el geógrafo e historiados griego Estrabón y lo dejó escrito en uno de sus diecisiete libros, el que dedicó a Iberia. Cuando sus naves fondeaban al pairo cerca de los ríos de Turdetania quedaban asombrados por la fiereza, enormes tallas y bravura de los túnidos. Los pescadores marineros gozaban de un yantar más variado y gustoso que el de los belicosos pueblos del agro. Las artes de pesca que usaban no eran muy distintas a las actuales. Así el anzuelo hacía milenios que lo inventaron los hombres allá por el Paleolítico, y desde entonces su forma y utilidad no ha cambiado; el arco, el casco, la coraza, la falcata o espada corta también. La ganadería y la agricultura de nuestra tierra fueron inventos de los curetes o tartesios cuyo rey Gárgoris y su hijo Habidis “protagonizaron la fábula más antigua de occidente” según afirma Diodoro de Sicilia.

      Es indudable que la alimentación humana dependía de lo que su entorno les ofreciera. Su dieta se modificaba en razón de la oferta de la Naturaleza. Nuestros visitantes solían llevarse el aceite de oliva y el vino en grandes cantidades y, cómo no, los cereales que abundaban en Edetania, Bética y Celtiberia, que era donde se cosechaba el trigo y la cebada (esta última era considerada como la mejor del mundo conocido). Nuestros agros eran tan feraces que se recolectaban dos cosechas al año. Los íberos eran generalmente muy dados a la pesca y los celtas —por su condición de pueblo guerrero— eran también agricultores y ganaderos. El trigo constituía la base alimentaria de la civilización mediterránea y su cultivo se practicaba mucho antes de la invasión romana. No debe sorprendernos que los romanos fueran los más grandes consumidores de trigo hispano y no es simple casualidad el hecho de que tuvieran y tengan una gran variedad de platos cocinados a base de pastas de harina de trigo duro. Los comerciantes extranjeros también codiciaban nuestros productos procedentes del mar; ejemplo el garo o garum, los pescados secados al sol o en salmuera.

      En Iberia, al parecer, solamente se obtenía aceite del acebuche (especie de olivo silvestre) desde tiempos muy lejanos, pero se sabe bien que —según nos dice Manuel M. Martínez Llopis— “[…] El olivo cultivado no existía en la Península Ibérica en el año 163 de la fundación de Roma, siendo probable que fuera importado por los griegos en el noreste de la península Ibérica”. Posteriormente el cultivo se extendió por toda la mitad al sur de Despeñaperros. Al norte del Guadarrama apenas se empleaba el aceite para usos culinarios. Esta será quizá la razón por la que Andalucía se convirtió en la tierra de los fritos… En la Bética se producían, ya en época romana, fabulosas cosechas de aceite de oliva de calidad