Tendría que ser así porque el pentecostalismo está vinculado estrechamente con los sectores históricamente postergados, marginados y excluidos de la región andina; su misma composición social indica que estos sectores son la inmensa mayoría del pueblo pentecostal que, como las otras personas y familia pobres, comparten las mismas expectativas sociales y políticas. Esta realidad innegable debería ser entonces, desde la base de una comprensión más integral de la misión cristiana y del discipulado radical que está en el corazón del pentecostalismo, razón suficiente para que las iglesias pentecostales se preocupen por las necesidades materiales concretas (alimentación básica, educación de calidad, acceso a la salud, vivienda digna, salario justo, entre otras necesidades) de los pobres, los oprimidos, los marginados y excluidos que forman parte del pueblo pentecostal y que son su expresión mayoritaria tanto en las grandes urbes como en los pueblos más alejados de los centros de poder. Más aun, debería ser razón suficiente para que los pentecostales luchen activamente buscando que todas las personas, creyentes y no creyentes, sean tratados como ciudadanos con iguales derechos, deberes y oportunidades, como corresponde en un sistema democrático orientado al bien común y que busca consolidarse como tal.
Esa es la política del Espíritu, que se expone en diversos textos bíblicos, que Jesucristo nos la enseñó (Mt 25.31–46), y nos la repitieron Pablo (Hch 20.35; Gá 2.9, 10) y Santiago (2.14.26), por mencionar solo unos ejemplos. Lejos de practicar una colonización bajo la excusa de «evangelizar», es necesario anunciar el mensaje del Evangelio con todo aquello que lo compone: apertura a una relación entre Dios y las personas (Lc 4.14–29), liberación de las vidas (Jn 8.1–11), sustento de las necesidades básicas (Jn 6.1–15) y, finalmente, esperanza para los que viven en la oscuridad social y espiritualmente hablando (Mt 4.12–17). Hay una política del Espíritu que impulsaba las primeras comunidades de fe, que moldeaba su identidad y pertinencia, conduciendo a sus seguidores a ser unidos, a compartir todas las cosas, vendiendo sus propiedades y sus bienes, a repartir el dinero entre todos «conforme la necesidad de cada uno» (Hch 2.44, 45). Esta es la propuesta de esta obra: recuperar ese ideal de nuestra identidad para un mundo que ya no soporta el discurso religioso y político, sino que quiere ver en la práctica a los ciudadanos del reino sirviendo conforme a lo que el Señor Jesús nos instruyó (Mr 16.15–20).
César Moisés Carvalho
Autor de Pentecostalismo y posmodernidad
Rio de Janeiro, junio de 2019
Introducción
«Aunque al poner su nombre en un libro quien escribe asume la responsabilidad personal por todo lo que ha escrito, en la producción de un manuscrito intervienen siempre muchas personas…».
—Samuel Escobar 2012:4
Este libro no es una excepción. La deuda que tengo con muchas personas es impagable. A lo largo de estos años disfruté la lectura de innumerables libros y artículos, así como de la amistad invalorable de amigos irremplazables y, en consecuencia, el producto final es resultado de todas esas lecturas y relaciones amicales. Todo comenzó cuarenta años atrás. Mi peregrinaje ha sido largo, y tuvo un disparador inicial, cuando me pregunté sobre mi identidad evangélica, wesleyana, pentecostal, anabautista.
En los primeros meses de 1974, cuando comenzaba los estudios universitarios, me vinculé a la Iglesia de Dios del Perú «Monte Sinaí» de Villa María del Triunfo (Lima, Perú), la congregación pentecostal en la que conocí y aprendí a amar y servir al Dios de la vida y al prójimo indefenso. La sencillez del pastor Juan Huertas, la espontaneidad y la alegría del culto, así como la participación activa de los miembros en el culto y en el servicio a la comunidad, fueron las principales razones por las que, finalmente, me integré a esta comunidad de discípulos, pequeña en número, pero grande en corazón. Todavía permanezco en ese suelo firme que me ha dado muchas, muchísimas, alegrías en las últimas cuatro décadas.
Cuando fue pasando el tiempo, como probablemente les ha ocurrido a otros creyentes, descubrí que no siempre en la congregación en la que me formé socialmente como creyente evangélico de tradición pentecostal y en otras que fui conociendo en esos años, había una correlación estrecha entre la vida privada y la vida pública, la teología y la ética, la identidad confesional y la conducta ciudadana responsable. Pensé entonces que, tal vez, tenía razón un atento observador del movimiento pentecostal peruano que afirmaba que en estas iglesias «aunque se da un desarrollo ético personal verdadero, sin embargo hay una ética social muy pobre…» (Marzal 1989:427). Y que, quizás, tenía cierta consistencia la crítica mordaz de un historiador peruano, quien afirmaba que en las iglesias pentecostales:
Los conversos son bombardeados sistemáticamente con mensajes fundamentalistas y escatológicos. Estos se suministras particularmente en las Iglesias donde la labor del pastor adquiere un papel decisivo. Su autoridad es unánimemente reconocida. No hay duda o cuestionamiento a sus opiniones y mandatos […] Se autoeducan en sus iglesias y escuelas dominicales donde taladran la mente de los niños y adolescentes hasta despojarlos de toda la tradición y memoria colectiva, dispensarles de toda preocupación o iniciativa que tenga que ver con la historia, la sociedad y la política inmediata que en nuestro país se encuentra revuelta y convulsa dramáticamente… (Kapsoli 1988:156, 158).
Estas y otras observaciones críticas me condujeron a examinar mis convicciones y práctica de vida como creyente y ciudadano, a conocer la historia del movimiento pentecostal primigenio, así como a indagar en esa historia en busca de las raíces teológicas y éticas de mi identidad confesional. Fui descubriendo así que el pentecostalismo tenía firmes lazos con el movimiento de santidad, la teología wesleyana y la Reforma Radical (anabautistas).
Del examen de la historia pasé al examen de la teología, y del examen de la teología al examen de la ética pentecostal. A lo largo de este proceso de búsqueda de las raíces de mi identidad confesional fui publicando artículos, capítulos para libros, y libros sobre pentecostalismo que daban cuenta de la forma como entendía (y entiendo) mi fe evangélica, wesleyana, pentecostal, anabautista. La política del Espíritu: espiritualidad, ética y política, forma parte de este proceso que todavía continúa y, así será, mientras el Dios de la vida me conceda en su gracia y justicia, seguir peregrinando en este mundo que le pertenece a él y que todos estamos llamados a cuidar responsablemente.
Dos agudas observaciones de José Míguez Bonino jalonaron también el examen de mi herencia teológica y mi compromiso ciudadano. En su libro Rostros del Protestantismo Latinoamericano, afirmaba que el pentecostalismo representaba: «…cuantitativamente la manifestación más significativa y cualitativamente la expresión más vigorosa del protestantismo latinoamericano…» (Míguez 1995:75). Afirmaba además que: «…su futuro es decisivo no solamente para el protestantismo en su conjunto sino para todo el campo religioso y su proyección social» (Míguez 1995:75). Advertía también que el ropaje teológico que el pentecostalismo latinoamericano había heredado era «…demasiado estrecho para abrigar su experiencia o para permitirle la expresión libre de su vigor» (Míguez 1995:75). Todo lo que he escrito hasta la fecha expresa mi respuesta a estas fraternas observaciones de quien fue el decano de los teólogos evangélicos latinoamericanos. Este libro apunta también en esa dirección y, más aún, pretende ser una respuesta directa al desafío fraterno que Míguez Bonino planteó claramente a quienes militamos en el movimiento pentecostal.
Basado principalmente en un análisis teológico, misiológico y pastoral de pasajes claves de la obra lucana y en varios ensayos que fui escribiendo en la última década, este libro expresa lo que en uno de los prólogos al libro La misión liberadora de Jesús, Alejandro Cussiánovich subraya