En 2016, por ejemplo, cuando mi hermano David era candidato a gobernador por el estado de Zacatecas, el exmandatario Felipe Calderón, en una visita a la entidad, revivió sus falsas acusaciones para tratar de dañar a David, e influir en el resultado electoral. En una conferencia de prensa, tuvo el descaro de revivir imputaciones que, como aquí se relatará, eran desde entonces improcedentes.
En esa misma contienda electoral, el entonces partido en el poder, el PRI, a través de su representante ante el INE, Jorge Carlos Ramírez Marín, acusó injustamente a David de enriquecimiento ilícito por la compra de 13 propiedades que supuesta y falsamente fueron enajenadas por el gobierno del estado de Zacatecas cuando yo era gobernador. Consciente de la falsedad de ambas acusaciones, decidí presentar una demanda por daño moral ante el Tribunal Superior de Justicia del entonces Distrito Federal en contra de Felipe Calderón, Mariana Moguel —entonces presidenta del PRI-DF—, y de Jorge Carlos Ramírez Marín, la cual se encuentra sub iudice.
Si bien las acusaciones que fueron tejidas desde 2009 han sido desechadas, pues gracias a la perseverancia y a la valentía de mi familia pudimos defender la verdad y con ello la moralidad de nuestro comportamiento, hasta el momento los ataques injustificados de los cuales mi hermano fue víctima no han cesado y mucho menos han sido desagraviados por el poder público.
De igual forma, hasta el momento, ni quienes nos acusaron ni los medios de comunicación, que dedicaron al tema miles de páginas, han emitido una sola línea respecto de la reserva de la averiguación previa emitida por las autoridades, a través de la cual se intentó inculpar a mi familia. Nosotros hemos vencido con la verdad, pero la infamia llevada a cabo por toda una estructura de poder al servicio de la clase política de entonces no ha sido señalada por nadie.
Bajo este contexto, el objetivo de este trabajo de investigación va más allá de contar una historia personal; lo que busco, a partir de este caso concreto, es describir los medios políticos utilizados por los gobiernos anteriores con un único móvil: intentar frenar a sus adversarios.
Aun cuando falta por repararse el agravio cometido contra la familia Monreal Ávila, en el desarrollo del documento se analizan no sólo los hechos que se suscitaron, sino las consecuencias políticas, morales y jurídicas que se provocaron y que lastimaron a quienes fueron objeto del ataque frontal de los gobiernos del PAN, PRI, e incluso del PRD. Esto no puede suceder nuevamente. No debemos permitirlo, menos ahora que estamos frente a una transformación de la vida pública en la cual los gobernantes deben respetar los límites que la ley les señale y no, como en el pasado, ignorarlos. Las infamias no pueden seguir teniendo lugar en el desarrollo de la política democrática de nuestro país sin que haya consecuencias, ni menos continuar convirtiéndose en claves de éxito político-electoral, como sucedía en el pasado reciente.
La historia está llena de infamias, de intentos que resultan exitosos —en la inmediatez— para destruir la reputación y, con ello, los derechos de alguien. Sin embargo, la enseñanza reiterada es que en el largo plazo la verdad siempre sale a la luz, y cada cual queda en el lugar que le corresponde. Por desgracia, en algunas ocasiones, ese momento, el de la verdad, se retrasa, lo que trae implicaciones casi irremediables, pues el lapso que corre entre la infamia y la verdad da oportunidad de que se afecten vidas, bienes, negocios, proyectos, trayectorias. Máxime que hoy las plataformas informáticas contienen información inexacta, por no decir francamente falsa, que es prácticamente imposible corregir a pesar de que contamos con leyes y normas que protegen los datos personales y la vida privada. De ahí la importancia de desmontar una infamia desde su origen, y de exigir que quienes —de buena o mala fe— le dieron cabida, por lo menos se retracten.
El presente libro se divide en cinco capítulos: el primero describe el proceso ministerial que representó el inicio de la infamia; mi renuncia al PRI, y los efectos de las campañas de desprestigio en nuestra contra a nivel estatal y nacional. El segundo capítulo da cuenta de cómo la justicia electoral se pervirtió y se manipuló, profundizando la infamia. El tercero relata la actuación jurisdiccional y sus resoluciones, que corroboraron la inocencia de mi familia en la causa criminal imputada, así como la naturaleza y el fin del bien inmueble que fue el punto de partida de la infamia; las derivaciones del daño económico; el saqueo, y el abuso de poder.
El cuarto capítulo aporta una descripción sobre la justicia en México, su desgaste y uso faccioso. El quinto y último describe el cambio que se inició en 2018, rumbo al respeto y la ampliación de derechos, como parte de la transformación de la vida pública nacional, e incluye también una descripción de cómo vislumbro el proceso electoral de 2021, como un momento de la consolidación democrática en el país. Por último, se presentan las reflexiones finales, a manera de conclusión.
RMA
[Ciudad de México, mayo de 2020]
CAPÍTULO 1 Actuación ministerial
La justicia al servicio
de la oligarquía y no del pueblo
LA IDEA de justicia y de la ley tardó varios siglos en tomar un cauce favorable para la sociedad. Durante largo tiempo fueron privilegio de unos cuantos: los que detentaban el poder y poseían riquezas, es decir, la oligarquía. Surgieron entonces quienes cuestionaron cuáles serían los mejores mecanismos para gobernar y extender los principios de justicia y legalidad. Heródoto, Platón y Aristóteles, por mencionar sólo algunos, centraron sus reflexiones problematizando y discutiendo sobre cuál sería la mejor forma de gobierno: “si entramos en esta investigación —escribió Aristóteles— es por no ser satisfactorias las constituciones actualmente vigentes”,3 Bien decía Aristóteles que es mejor que la ley, y no un solo ciudadano, gobierne, pues así incluso las personas encargadas de hacer valer la ley tendrían que obedecerla.4 Se podría decir que ésta es una de las primeras concepciones de lo que hoy conocemos como Estado de derecho y que parte de una premisa “fundamental: que el poder político, para mantener, en condiciones normales, el equilibrio entre la libertad y el orden normativo, se someta a éste y no traspase sus mandatos”.5
Con el paso del tiempo, las sociedades crecieron —en habitantes y extensión territorial—, por lo que se fueron volviendo más complejas, lo que trajo consigo nuevos retos que las viejas organizaciones políticas, los Estados, no podían enfrentar con éxito; hubo pues que modernizar al Estado. De nuevo surgieron muchos pensadores, particularmente después de la Edad Media, que estudiaron de dónde venía y hacia dónde debería encaminarse el nuevo modelo. Más allá de sus posturas para justificar los Estados absolutistas, podemos decir que dentro de la ciencia política se acepta que una de las primeras concepciones del Estado moderno fue la propuesta por Thomas Hobbes, precursor de la teoría del contrato social.
Para Hobbes, las ideas y modelos sociales que subsistían en su época habían hecho que el hombre fuera el lobo del hombre (homo homini lupus), por lo que una manera de cambiar esta situación era buscar una nueva forma de convivencia social que se centraba en una idea: que todas las personas pertenecientes a una sociedad entregaran, de manera racional y voluntaria, parte de sus derechos a una sola instancia, que sería la que podría tomar decisiones, buscando así que la paz reinara frente al caos o la guerra. Y aunque las ideas de Hobbes son hoy catalogadas como absolutistas, pues la democracia representativa no entraba aún en escena, lo cierto es que su pensamiento marcó el inicio de la idea de la sociedad civil —a través de este contrato social—, y con ella los riesgos que implicaba, especialmente, el peligro de que el soberano —en el cual se deposita la representación— utilice de manera incorrecta el poder que la sociedad le confiere.
Después de Hobbes muchas otras grandes figuras intentaron refinar las maneras en que las sociedades modernas podrían