En mi mente danzaban formas femeninas. Eran imágenes de prostitutas voluptuosas y tentadoras. Giraban veloces a mí alrededor. La figura del muchacho solitario esperando sentado en el cuarto amarillo palpitaba con el ritmo de esas paredes. Los pechos ovalados de Alicia se superponían con la silueta desnuda de mi madre en la playa. Tiempo y espacio. Siempre me había resultado dificultoso delimitarlos y evitar su solapamiento. Tal vez de eso se trata la locura. No aceptar el ordenamiento provocado por este límite tan virtual como la misma sensación de separación provista por los sentidos.
Intenté ponerme en pie pero no pude. Una infinidad de agujas perforaron simultáneamente mi cuerpo. La sensación de malestar acabó por hacerme abandonar el cometido. Escuché aquella voz hablando desde las sombras.
—No intente hacerlo.
La frase, a pesar del contenido, no resultaba autoritaria.
—Le han dado una buena paliza anoche.
Esta afirmación llamó poderosamente mi atención. Comenzaba a recordar los sucesos acaecidos en la víspera. Imágenes fragmentadas iban y venían atravesando mi territorio mental. Imposibilitado de ejercer otros movimientos observé a mi interlocutor. Estaba sentado en el piso a unos dos metros de mi catre en uno de los húmedos rincones de la habitación. Tenía la espalda apoyada sobre la fría pared. Sus piernas estaban comprimidas en una posición que distaba de ser cómoda para un observador externo. Sin embargo, el hombre parecía no verse afectado por ello.
Las imágenes secuenciales incrementaron su sentido de realidad frente a mi visión interior. Eran proyecciones entrecortadas de lo que podía haber sucedido la noche anterior. La escena mostraba una habitación desordenada. El infusorio de opio, humeante, descansaba sobre la pequeña mesita en el centro de la estancia. La ropa femenina aparecía diseminada sobre los rudimentarios muebles. Y mi mano, golpeando ferozmente contra los fantasmas del pasado. De repente sentí temor a pesar de la dureza de mi coraza exterior. Tal como sucediera aquella mañana en casa de la vieja mugrienta, cuando la bruja esgrimía las agujas sin esterilizar y las ilusiones de un muchacho torpe se aplastaban contra la cruda realidad de la muerte.
—¿Cuánto tiempo ha pasado...?
Una vez pronunciada las palabras me parecieron ridículas.
—Tal vez han sido… ocho horas, o diez. En realidad no puedo precisarlo, joven. No me estaba muy consciente en esos momentos…
Una sonrisa cómplice apareció en los labios de ese extraño personaje.
—Creo que volví al presente en el preciso instante en que lo estaban golpeando a usted… ¡Ah!, esos uniformados saben hacer bien su trabajo. Tome, pruebe. Esto va a distenderlo por un tiempo.
El hombre alargó su brazo para ofrecerme un cigarrillo de estructura casera. Observé el extremo retorcido del objeto.
—Tómelo —insistió, con expresión seria—. Es buena hierba.
Lo acepté. Al aspirar el humo reconocí la marihuana de buena calidad incorporándose a mi sistema nervioso. Luego de la segunda pitada me detuve a contemplar a mi compañero de celda. Me llamaba la atención el tono nasal de su voz. Quise corroborar si su figura hacía juego con esta particularidad. A pesar de encontrarse sentado en el rincón plegado sobre sí mismo, su contextura atlética resultaba imponente.
Se trataba de una persona de edad indefinida. En realidad, poco se podía decir sobre sus rasgos personales. La atemporalidad ocultaba el devenir de un forastero a las miradas superficiales. Sus cabellos eran claros, prácticamente incoloros. Usaba unos anteojos que ocupaban gran parte del rostro. Le otorgaban un toque distendido, acompañando una mirada de continua postura burlona. Una cicatriz de varios centímetros recorría su mejilla izquierda. Amortiguaba la presencia a partir de una barba blanca mal rasurada. Tal vez aquella señal representaba el trago amargo de algún evento del pasado. La vestimenta de color blanco le daba cierto porte juvenil. En general acentuaba una imagen desalineada.
Fumé silenciosamente durante algunos minutos. El sistema nervioso comenzaba a responder ante la droga de buena calidad. Esa hierba era superior a la que me conseguía mi gatita. Recordarla me provocó sentimientos de repulsa y a la vez, un pequeño remordimiento. Poco a poco el dolor de mi cuerpo fue retrocediendo. Sin lugar a dudas aquel tipo tenía mercadería de primera.
—¿Por qué estoy aquí?
A veces la hierba despertaba en mí ciertas inclinaciones filosóficas.
—Es una buena pregunta dadas las circunstancias. ¿Por qué estamos todos aquí...? Hace tiempo aprendí a no formular ese tipo de inquisitorias. Puede que no haya respuesta válida. O en caso de haberla, tal vez resulte injusta.
—Sin embargo, siempre hay un porqué.
Mi compañero suspiró. Exhaló el humo cansinamente y con lentitud. Respondió con actitud resignada:
—Tiene razón. Creo que siempre lo hay…
Luego habló con indiferencia como si no le interesara el tema.
—Seguramente anoche ha participado de algún pequeño disturbio. Según parece estuvo golpeando a una prostituta que tenía buenos amigos…
Sonreí con amargura. Recordé el rostro de mi gatita. En la pantalla mental lo vi cubierto de sangre, con los labios destrozados. Era una pena. Resultaba complicado conseguir buenas proveedoras de narcóticos en esta maldita ciudad. Sí, realmente era una verdadera pena haberla perdido…
En esos instantes un enorme gusano blanco estaba caminando sobre mi zapato derecho. Con movimiento compulsivo pude arrojarlo lejos de mi catre. Lo contemplé fascinado a la distancia y observé sus movimientos en el piso. Traté de encontrar alguna correspondencia entre su diminuto universo y esta celda de paredes húmedas y su atmósfera enviciada.
—No sea demasiado severo con sus compañeros de habitación.
La actitud burlona de aquel hombre comenzaba a fastidiarme.
—¿Y usted? —pregunté, petulante—. ¿Por qué está aquí, eh...?
—¡Ah! Esa es una historia larga, creo. Si lo desea puedo contársela.
—Adelante. Escucho.
El hombre mantuvo una sonrisa débil en la medida que contaba esa historia increíble:
—Todo comienza en mi niñez, cuando a los doce años intenté violar a mi hermanita y terminé en un sitio parecido a este. Tal vez el instituto no era tan tranquilo como mis padres deseaban. Como esta prisión aquella tampoco tenía ventanas. Unos enormes gorilas con guardapolvos azules y miradas extraviadas animaban el lugar. Les llamaban “los celadores”. Pero nosotros, los internos, simplemente los apodábamos “los gorilas”. Ellos eran poderosos y practicaban la tortura como método sistemático para controlarnos. Pero por supuesto, nosotros teníamos recursos… De vez en cuando alguno de estos desgraciados aparecía apuñalado en los baños. Siempre resultaba la misma escena. La cabeza enterrada en el inodoro y una ridícula sonrisa en los labios.
Eché una larga chupada a mi cigarrillo. En la medida que lo consumía, la lámpara pendiente del techo parecía alejarse cada vez más. Poco a poco me iba sintiendo mejor. Los golpes de los policías apenas dejaban tibio reflejo en un cuerpo que parecía ajeno. Ya no me importaba la noche anterior. Tampoco mi puño en el recuerdo golpeando contra un fantasma nocturno.
—Su historia es antigua. Supongo que no estará aquí por eso.
—¡Ah, no...! Los hechos que le estoy narrando ocurrieron hace años,