El último tren. Abel Gustavo Maciel. Читать онлайн. Newlib. NEWLIB.NET

Автор: Abel Gustavo Maciel
Издательство: Bookwire
Серия:
Жанр произведения: Языкознание
Год издания: 0
isbn: 9789874935434
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una cosa? Descubrí que uno puede generar su propia historia. Sin embargo, la existencia deja huellas de su acontecer…

      Señaló la majilla izquierda.

      —La maldita cicatriz es un disparador de la memoria ancestral.

      Sentía la voz del compañero de celda lejana. Los párpados comenzaron a pesarme.

      —Sigue sin contestar mi pregunta… dije, con el último aliento. Antes de perder el conocimiento escuché al extraño responder con voz fría:

      —Yo nunca contesto preguntas. Solamente las formulo…

      La imagen de aquella habitación de paredes agrietadas y un gusano blanco deslizándose por el piso desapareció de mi campo perceptual. La nada se instaló alrededor mío. Estuve suspendido en un espacio negro y atemporal. De repente comenzaron a girar como loco carrusel una serie de imágenes inconexas. Sentía que ellas representaban disparadores de una memoria ubicada en dimensiones superiores. Alicia, desnuda en esa cama de la habitación amarilla. La anciana en la mecedora con la mirada perdida en algún punto del enorme recinto mientras acariciaba compulsivamente la cuchilla enmohecida en su regazo…. El rostro de mi gatita ensangrentado observándome con odio en la mirada… Esos dos cadáveres en el piso que me habían convertido en un asesino impiadoso, en tanto Brenda lloraba desconsolada…

      Volví a la realidad de la celda. Aparentemente se trató de un paréntesis breve en medio de la secuencia presente. El extraño compañero me recibió de buena manera:

      —Ha regresado, qué bien. Así podemos continuar con nuestra interesante plática.

      Arrojó el cigarrillo a un costado. A pesar del humo espeso pude apreciar que caía al lado del gusano blanco. Ahora, ambos eran de idéntico tamaño y color. Esperé unos segundos que el cigarrillo comenzara con el movimiento oscilante, identificándose con el gusano. Empero, nada de esto sucedió. Sin mirarme, el hombre continuó con su alocución:

      —Usted preguntó sobre causas y localizaciones. Típico dispositivo de justificación sobre el aquí y el ahora. Para satisfacer sus demandas le diré que mi crimen no ha sido muy original. Han encontrado algunos kilos de polvillo blanco en el forro de mi chaleco y un par de bolsas de ese tabaco que usted disfrutó.

      —Comprendo.

      —No. No creo que comprenda el tenor de mi acto fallido. Es la segunda vez que me atrapan. Me costará mucho perdonarme.

      —¿Y a donde se dirigía con tan preciada mercancía?

      No contestó. Permanecí en silencio durante algún tiempo. Fumé un segundo cigarrillo y la golpiza de la noche anterior pasó a ser material de descarte en la memoria. Apoyé la cabeza contra la pared. Rápidamente me acostumbré a los fríos ladrillos y dormité durante una hora.

      Me despertó un movimiento sobre mis pies. Observé el pequeño bulto grisáceo deslizándose por el piso a toda velocidad hasta perderse en el rincón más oscuro de la habitación. Unos ojos salvajes me miraban desde aquella grieta en la pared. Mi compañero permanecía impasible en su incómoda postura. Su sonrisa se acrecentó. Parecía divertido con mis reacciones.

      —No les haga caso dijo. Están asustadas porque aún no se acostumbran al olor de su cuerpo—. Luego, serio, habló con indiferencia:

      —Pronto se acercarán al catre para dormir a su lado. Tal vez esta noche. O quizás mañana.

      —No es una idea alentadora…

      El hombre se encogió de hombros.

      —No hay ideas alentadoras —, se limitó a decir.

      Encendió un nuevo cigarro. El resplandor del fósforo hirió mis ojos. Fue en ese preciso instante cuando observé por primera vez el medallón de extrañas formas. Colgaba de su cuello. Le otorgaba cierto aire de opulencia. Aprovechando el efímero brillo los detalles del talismán se grabaron como huella indeleble en mi mente. Aquella imagen me perseguiría por el resto de mis días.

      Se trataba de un círculo metálico con un triángulo concéntrico. Ambos elementos geométricos se encontraban atravesados por una serpiente de feo semblante. La cadena de gruesos eslabones daba terminación al objeto. La figura era de corte simplista. No tenía por qué causarme tan alto impacto. Sin embargo, la contemplé fascinado. Rápidamente me convencí de una situación que se abría mágicamente ante mi poder de comprensión. Se trataba de un símbolo perteneciente a alguna civilización perdida. Un emblema que establecía el puente entre la realidad de los sentidos externos y los designios de poderes instalados en los laberintos oscuros del alma.

      Otro emergente pulsó en mi consciencia. Una sensación que no dejaba de producirme escalofríos. Aquel medallón no estaba en el pecho de mi anfitrión en los momentos previos al último desmayo. Había aparecido de repente por generación espontánea. En la medida que lo contemplaba su brillo cobraba mayor intensidad. Hasta ese momento la casualidad no representaba un elemento de mí interés. Era un concepto vago. Simplemente una palabra. Tiempo después me convencí de lo imposible que resulta definir semejante entelequia. En el círculo, en la existencia externa, todos nuestros movimientos están signados por el Principio de Causa y Efecto, a pesar de lo difuso y transparente que a veces nos parece en nuestra vida de delimitada percepción. Aquello que los muertos vivos, los “dormidos”, denominan “casualidad” no es más que el resultado de movimientos complejos en el gran tablero de ajedrez. A veces se trata de impulsos secuenciales. En ocasiones es un acto conjunto sintetizando la dinámica de fuerzas desconocidas. Si uno dispusiera de todos los elementos intervinientes para realizar un análisis, la lógica pura no alcanzaría a definir las consecuencias de los eventos. La mente concreta solo abarca la superficie de las cosas.

      La gran batalla de los filósofos metafísicos durante toda la historia humana se ha centrado en representar a quienes mueven las piezas y no interpretar sus jugadas. Y ahora, esa “casualidad inexistente” (simplemente lo utilizo como un sustantivo virtual) me enfrentaba en aquella apestosa habitación con el símbolo que abría una nueva dimensión en mi vida.

      —No se asuste de esto mi compañero ocultó rápidamente el medallón tras su camisa—. No somos practicantes del vudú…

      “Somos”… La palabra quedó dando vueltas durante algún tiempo en mi cabeza, quizá mucho más de lo que podía precisar en ese momento. Me asaltaron una serie de interrogantes cuyas respuestas no podía precisar. ¿Quién era ese extraño personaje agazapado en el piso? ¿Qué estaba haciendo yo en esa maldita celda? ¿De qué se trataba todo aquello...? Hasta el día de hoy, encerrado en el psiquiátrico a partir de mi doble crimen, poco he comprendido sobre el hilo conductor que enhebra todas las situaciones. Pero sé que está oculto allí, detrás de cada acontecimiento que he vivido. Construyendo la secuencia de eventos que me ha transformado en un asesino…

      Las preguntas giraban en mi mente siguiendo el derrotero de un círculo vacío. A pesar de lo acuciante de su vacuidad no me atreví a formulárselas a mi compañero. Estaba comenzando a comprender su forma de intervención. Ese personaje solo respondía a las cuestiones que le interesaban. Me sentí partícipe de un juego en el cual desconocía las reglas. Otro cigarrillo atacó mi sistema nervioso. Por supuesto, el hombre de blanca cabellera tenía buena mercadería. Comencé a sentirme afiebrado. Nuevamente las escenas fragmentadas ocuparon el centro de mi pantalla mental. La gatita estaba allí, insultando con la boca ensangrentada en tanto aparecían esos hombres. Me aferraron salvajemente intentando detener mi arrebato causado por el opio. Los golpes posteriores se desvanecían. Alicia, que lejana te siento… El cansancio se apoderó de mí. Dormí profundamente durante lo que sentí un prolongado tiempo. Días, tal vez.

      Cuando desperté dos uniformados se encontraban parados a un costado de mi catre. A unos metros pude apreciar la rata gris observándome, refugiada detrás de mi propio zapato. El gusano blanco había desaparecido. Tal vez el roedor lo transformara en su comida. Uno de los guardias me levantó del lecho con modales rústicos. El otro, permaneciendo ajeno a la escena, habló