El último tren. Abel Gustavo Maciel. Читать онлайн. Newlib. NEWLIB.NET

Автор: Abel Gustavo Maciel
Издательство: Bookwire
Серия:
Жанр произведения: Языкознание
Год издания: 0
isbn: 9789874935434
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mujer se sintió de repente en peligro. Tenía indicios sobre movimientos extraños desarrollados en las habitaciones traseras del cabaret. El jefe se encontraba realizando alguna de sus operaciones ocultas. Patricio no le había contado nada, pero ella estaba convencida de que conocía la impronta. El barman era persona extremadamente reservada y no hizo comentario alguno. Recordaba el guardia emplazado en uno de los cuartos y las recomendaciones de don Alexis sobre el particular.

      Susana sentía miedo de situaciones como esta. Durante sus primeros tiempos de convivencia con el colombiano eran habituales. Al principio lo tomó como parte del maravilloso mundo que incursionaba. Un territorio vedado para el resto de los mortales. Cuando descubrió que algunos de los desaparecidos eran nota de tapa en los periódicos, acribillados a balazos o con las gargantas degolladas, comenzó a percibir lo peligroso del juego. Circunstancias extremas la convencieron de lo riesgoso que resultaba continuar en ese ambiente. Pero ¿cómo abandonar el terreno sin sufrir las consecuencias? Después de todo ella era solo una prostituta…

      —No vi nada extraño. Si te referís a gente secuestrada, el Olimpo no suele ser…

      —No te preocupes en defender tu fuente de trabajo, linda. Yo sé lo que representa ese antro. Si ves algo que te llame la atención, pasame el dato con urgencia… No sería bueno convertirte en cómplice de asesinato, si entendés lo que esto significa...

      Susana no respondió.

      Aquella mañana el comisario Ballesteros llegó a las dependencias de la unidad más tarde de lo acostumbrado. Se entretuvo en el camino en una tienda de regalos. Buscaba un presente para su esposa. Ese día cumplía años. Le costó dar con la pulsera indicada, pero finalmente adquirió la que consideraba acorde para cumplir con la formalidad.

      El policía estaba casado desde hacía unos veinte años con una buena mujer de origen italiano. Persona de bajo perfil, la dama intentaba mantener viva una relación que desde hacía tiempo se encontraba en terapia intensiva. No cejaba en su empeño de agradar a un hombre demasiado egoísta y evasivo en demostrar sentimientos. A veces la pena embargaba el corazón del comisario e intentaba compensar con presentes aquello que era incapaz de ofrecer genuinamente.

      Al transponer el hall de entrada de la dependencia uno de los oficiales de turno se aproximó con pasos rápidos.

      —Señor —dijo con voz apresurada—, en su oficina lo esperan dos damas…

      El comisario observó a su interlocutor. Pedro Sanabria era oficial principal de la institución desde hacía unos tres años. Alto, desgarbado y extremadamente delgado, compartía su carrera en la fuerza con la bohemia de músico. Tocaba el piano en una banda de jazz. Los viernes en la trasnoche el hombre solía brindar presentaciones en algunos pub de la zona. Ballesteros acudió a verlo en un par de ocasiones. El tipo era bueno en lo suyo.

      En sus ausencias, el oficial también resultaba eficiente administrando los asuntos de la comisaría. Pecaba en ser demasiado detallista organizando los pormenores de las investigaciones. Su elevada moral resultaba una traba importante en la relación con el superior y no le permitía el avance a niveles de mayor profundidad.

      “Un policía honesto siempre resulta peligroso”, pensaba Ballesteros.

      —¿Y qué quieren esas… damas?

      —Realizar una denuncia importante, pero solo lo harán con usted según dijeron.

      —¿Ves, querido Sanabria? Yo siempre digo que las mujeres sienten una gran atracción por mi persona.

      —Señor, si usted lo dice…

      El comisario ingresó en su oficina con paso triunfal. Intuía que ese asunto sería de interés personal. Por la mañana había acordado con Susana el encuentro semanal. Le gustaba aquella gatita. Se dignaba a propinarle los placeres que su mujer lejos estaba de brindarle.

      Las damas lo esperaban en silencio sentadas frente al escritorio. Una de ellas fumaba. Parecía nerviosa. Ambas tenían la tez cetrina. Evidentemente eran oriundas de alguna provincia del norte. Vestían ropas caras y en sus ojos se observaba la soberbia de estar acostumbradas al manejo del poder. Teñían sus cabellos de colores claros y ofrecían amplios escotes en las remeras buscando la admiración del observador masculino. Mientras sonreía, Ballesteros no pudo evitar desviar su mirada hacia la zona de provocación. Lo hacía con total desparpajo como acostumbraba hacerlo. Una de las mujeres mostró gesto de desagrado, pero mantuvo el silencio.

      —Señoras. ¿En qué les puede ser útil este humilde servidor...?

      La que parecía sostener el liderazgo habló. Intentó mostrarse pausada y segura. Conocía la fama de aquél comisario y no le quedaba otra instancia que mostrarse sincera ante la gravedad del asunto.

      —Vinimos a realizar una denuncia, comisario. Un delito grave se ha cometido contra nuestros maridos.

      El policía mantuvo la sonrisa petrificada en su rostro.

      —¿Y quiénes son esos agraciados señores?

      La interlocutora comenzó a denotar disgusto en el tono de las palabras del interlocutor. La osada actitud de ese policía narcisista destrozaba su imagen de impostada seguridad.

      —En realidad, somos concuñadas. Estamos casadas con dos empresarios del rubro farmacéutico. Los hermanos Agustín y Roberto Carvajal. Son los dueños de la cadena de droguerías Farmacompra. A media cuadra de la comisaría tiene una de ellas, comisario.

      —¿Sus nombres, por favor...?

      —El mío es Alexa. El de mi concuñada, Blanca.

      Ballesteros comenzó a ponerse cómodo en su sillón. Aquello prometía. Conocía el prontuario de los hermanitos y el origen de su importante fortuna. De hecho había intentado sin excito trabar contacto con esos personajes. Los tipos eran astutos al realizar sus maniobras delictivas y tenían comprada una parte de las fuerzas de seguridad en la zona. Esto les permitía disponer de cierto territorio liberado para operar impunemente. Sabía que algunos de los superiores picaban en esos negocios. Empero, sus intervenciones no llegaron a feliz puerto. Y ahora tenía a las dos mujercitas sentadas allí, fumando nerviosamente, ofreciéndose en su propia oficina para mostrarle las puertas de ingreso al lucrativo negocio de la efedrina. Recostando todo su cuerpo sobre la espalda del sillón giratorio el comisario Adrián Ballesteros suspiró con satisfacción.

      —Muy bien, señoras. Será mejor que me digan toda la verdad. Caso contrario, no solo se quedarán sin un peso de la herencia conyugal. También acabarán en una celda húmeda a pocos metros de esta oficina.

      CAPÍTULO SEIS

      1

      El traqueteo del vagón subterráneo acompasaba sus pensamientos en la tarde invernal. Debido al frío, se mantenía realizando actividades de venta en las distintas líneas bajo tierra. Durante la noche regresaba al refugio municipal para recibir un poco de alimento y pernoctar hasta las seis de la mañana, hora donde retomaría sus sueños de conquista mundana. Ese tiempo resultaba particularmente difícil. La partida de la casa paterna había representado el cruce del umbral tantas veces deseado. Los vínculos que dejaba tras de sí simbolizaban los barrotes de las celdas que intentaba abandonar. Aquella familia aferrada a una cultura del “deber ser” y las normas de su padre asfixiando a quienes quedaban por debajo de su emblema fálico, no representaban la deseada reminiscencia en momentos de acucia existencial. Prefería las cadenas callejeras, inseguras y bastardas, a las de un sistema opresivo como el impuesto por su progenitor.

      Durante los primeros meses la aventura ciudadana mantuvo en alto su moral. Intentaba cumplir con los objetivos impuestos genéticamente por el bisabuelo. La realidad del día tras día comenzaba a imponer sus áridos territorios y a deprimir el espíritu estoico de un muchacho de dieciocho años. Ricardo sabía que era bueno en lo suyo. Lo sentía. Observaba el rostro de las personas cuando asistían en silencio a su breve pero contundente acto de vendedor ambulante. Al principio las miradas parecían frías y lejanas. Tal vez, demasiado acostumbradas a esos extraños personajes que deambulaban los vagones