De acuerdo con lo expuesto, la tolerancia es fundamental en una democracia de corte liberal porque evita el diálogo y las interacciones entre individuos que puedan generar conflictos, e incluso se convierte en un dispositivo de control que regula la acción y evade el cuestionamiento del orden establecido (Castillo, 2015). Las instituciones liberales que se muestran neutrales son también instrumentos de dominación, de imposición de una concepción y visión. Es por ello que reducen la democracia a un simple fenómeno procedimental, donde las mayorías gobiernan y elaboran reglas sobre mecanismos electivos y sobre transmisión representativa del poder (Sartori, 1993, p. 37).
Entendida la democracia bajo esta perspectiva, se reduce a mecanismos de participación que no buscan provocar interacción entre los individuos, y la política está definida por los marcos de la esfera pública donde, por lo general, las voces menos audibles no logran llegar, puesto que se ha instaurado una forma común de concebir la política que establece lo que es político y lo que no. De este modo, en muchas ocasiones los temas económicos se consideran meramente económicos y no políticos, desconociendo la estrecha relación que existe entre ellos. Es así como se borran los hilos de conexión entre espacios que se relacionan, porque se marca el terreno de lo privado y lo público. En lo público todos pueden participar, pero no todos pueden decidir, porque algunas esferas privadas ya han configurado y definido la esfera pública.
En esencia, una democracia basada en la tolerancia fomenta la creación de espacios definidos entre lo privado y lo público. Pero si se va más allá y se desplaza de su centralidad la tolerancia para ubicar en su lugar el reconocimiento, se estará fomentando una discusión de todo, incluso —y especialmente— sobre lo privado que ha configurado la existencia de lo público. La democracia basada en el reconocimiento va más allá de tolerar al otro, porque el fin no es cambiar las instituciones o el modelo económico, sino cambiar a los individuos aceptando el hecho de que también vamos a ser cambiados.
No puede olvidarse que la sociedad en la que vivimos es fruto de un sistema, de una serie de estructuras y límites que han configurado al ser humano a imagen y semejanza de las relaciones que en ella se dan. La apreciación de Marx, desarrollada en sus obras, con relación a la burguesía como clase social que ha moldeado el mundo a su manera, implica también que se ha hecho lo mismo con el ser humano de acuerdo a su interés. El ser humano de la sociedad capitalista es el resultado de varios años de amoldamiento a la lógica de una sociedad dominada por el capital.
Entonces, si el motor de esta sociedad está en la producción de mercancías y su finalidad es el capital, los seres humanos que se necesiten formar deberán corresponder a esa realidad. No puede presuponerse que el sistema mercantil, tal como se conoce, forme un sujeto contrario a la esencia de su lógica. Lo más coherente es que los seres humanos que hacemos parte de dicho sistema, aunque no lo queramos, estamos marcados por él.
Louis Althusser sintetizaba explícitamente esa idea de relación entre el ser humano y las estructuras sociales capitalistas al afirmar que “hasta un niño sabe que una formación social que no reproduzca las condiciones de producción al mismo tiempo que produce, no sobrevivirá siquiera un año” (Althusser, 1984, p. 9). Por ello son importantes los aparatos ideológicos y represivos para formar personas acordes al sistema, que satisfacen las necesidades del orden dominante con la finalidad de generar un sentido común5. Dicho sentido común se ve en la cotidianidad reproduciendo las ideas, expresiones y acciones que el orden social considera son correctas.
Si, como afirmaba Marx, “las ideas dominantes son las ideas de la clase dominante” (Marx, 1973), puede decirse también que esas ideas son necesarias para las condiciones de existencia del sistema en el que se vive. Por ello una sociedad esclavista podrá formar mentalidades de esclavos y esclavizadores, donde no quede espacio para la igualdad. Y así pasara con cualquier sociedad. Probablemente una idea de democracia basada en la tolerancia pensada para el siglo xviii aún se conciba como válida porque así lo promulgan las ideas dominantes y por ello se valora en extremo la tolerancia, aunque esta pueda ser no tan necesaria como lo era antes.
En la actualidad la democracia se reduce a un sentido procedimental de aprobación de lo que las mayorías impongan, desconociendo la finalidad última del bienestar general. Esto quiere decir que los procesos de refrendación o procesos de sufragio no son más que hechos procedimentales, por lo que no son una muestra en sí mismos de la presencia de una cultura democrática.
La tolerancia aparece en aquellas sociedades donde lo procedimental se muestra como evidencia de una cultura democrática porque muestra las cifras de contiendas electorales, pero esconde bajo una institucionalidad aparentemente neutral y unas dinámicas sociales aceptadas por el sentido común, la exclusión y la discriminación6. Más aún, se considera en ellas que las instituciones son elementos neutrales y los funcionarios sujetos que pueden hacer abstracción de su condición particular para tomar decisiones frente a situaciones determinadas. Pero en ningún momento se cuestionan los mecanismos de participación, ni las condiciones de vida que los diferentes sectores de la sociedad tienen, así como tampoco se abordan los axiomas de la moral dominante para valorar las consecuencias producidas sobre la sociedad.
Puede mencionarse un ejemplo en relación con los axiomas de la moral dominante. Se trata de la supuesta “ideología de género” que tanto molestó a una parte de la sociedad colombiana en el proceso de refrendación del Acuerdo de Paz de La Habana entre el gobierno colombiano y la guerrilla de las farc-ep. Quienes promulgaban la idea de que en el acuerdo se incluía una “ideología de género” afirmaban que se estaba negociando el concepto de familia y la educación de los niños en las escuelas con la finalidad de convertirlos en homosexuales. El problema de esta mentira —que influyó en la posición de muchos colombianos en el plebiscito sobre los acuerdos— no tiene nada que ver con una estrategia informativa creativa, en el sentido de llamar la atención, o ser novedosa, el problema fue que el mensaje resultó creíble porque se amoldó de manera perfecta a un sentido común católico, machista y patriarcal que desde edades tempranas ha formado a los colombianos y el cual se refuerza con un desinterés en los asuntos públicos. Se apeló a los llamados valores católicos y cristianos con el fin de infundir temor, un “miedo a la implementación de un delirante castro-chavismo, miedo a la pérdida de prebendas y privilegios, miedo a la pérdida del concepto de propiedad privada” (Gómez-Suárez, 2016, p. 62).
Ese sentido común católico, machista y patriarcal que, por lo general, es dogmático y no reflexivo, se gesta en la esfera privada, se reproduce en las familias, en las escuelas, en los círculos sociales y se refuerza con los medios de comunicación. Pero no se pone en discusión, no se debate ni cuestiona, porque es un sentido interno, particular, propio de cada uno, que en situaciones específicas se exterioriza y termina definiendo la vida de otras personas. En otras palabras, se puede ser católico sin saber a ciencia cierta qué es lo católico y se actúa creyendo ser católico sin saber si la ética católica es coherente con el actuar que cada miembro de la comunidad tiene o, aún más, si esa ética católica que se afirma profesar es coherente con las condiciones de vida, económicas y sociales de cada individuo7.
Por esa razón de tolerar al diferente, apreciarlo como alguien a quien hay que soportar, resulta normal la aparición de contradicciones enormes en sectores de la sociedad colombiana que se oponen a la adopción de niños por parte de parejas homosexuales, pero no se indignan ante la muerte de infantes a causa de la desnutrición o ante las políticas corruptas que hacen posibles fenómenos como el desmantelamiento de escuelas por falta de presupuesto o el robo de los recursos destinado a la alimentación escolares. A simple vista parecieran dos fenómenos diferentes que no guardan relación; sin embargo, hay un hilo articulador que no logra verse debido al sentido común que privilegia una condición de estatus e impone unos estereotipos y modelos sociales acogidos