Conozcamos, en ese shtetl, a un joven sastre, a un joven talabartero y a sus amigas. Abram Fiszman y Malka Milechsberg, los padres de Colette, se hacen comunistas a finales de los años veinte, cuando tenían más o menos 16 y 14 años. Durante el juicio de mi abuelo, se recordará que la policía de Parczew está vigilando al acusado desde 1929: en aquella época, Mates tiene 20 años e Idesa 15. Concluyo que comienzan a militar casi en el mismo momento que los padres de Colette, de los cuales son muy cercanos. Mates terminó su formación profesional hace tiempo: se gana la vida como puede, y la confección de panfletos sería como una prolongación del gesto de cortar cuero. El joven asciende rápido los escalones del aparato local. En la época del juicio, aquel que sus jueces describen como un “militante dinámico y activo” pertenece “a la célula local del Partido Comunista Polaco, donde ocupa el cargo de técnico”5 (el technik, encargado de la edición y el reparto de panfletos y folletos, forma parte del equipo de dirección). Asimismo, es uno de los responsables locales de las Juventudes Comunistas o KZMP, organización a la cual Idesa también pertenece. Quizá sea allí, y no en el negocio de kerosene, que nace su amor.
Hasta aquí, todo puede parecer trivial: unos jóvenes trabajadores pobres se entregan en cuerpo y alma al Partido. Pero para acceder a una correcta lectura de la situación, hay que apartarse de los estereotipos franceses –los campesinos de la región roja del Midi, el metalúrgico de Billancourt, los camaradas que venden L’Humanité en un mercado de los suburbios rojos de París. Pues si bien es obvio que para millones de personas en el siglo xx el comunismo es un modo de vida y, a la vez, un acto de fe, también cabe entender que Mates e Idesa asumen un riesgo enorme. En los años treinta, los comunistas polacos corren el peligro de pasar varios años en la cárcel, en la edad en que otros se pasean del brazo de sus novias y ahorran con el fin de establecerse. Al entrar en el Partido, sus miembros aceptan no sólo sacrificar su persona por la revolución, sino también cortarse de todo y de todos, cumplir con la transgresión suprema, aquella que no se perdona: el militante del KPP es el hombre del cuchillo entre los dientes, el bandido, el enemigo de la nación, el secuaz de esa Rusia que tanto tiempo subordinó a Polonia y que, derrotada por los ejércitos de Pilsudski en 1921, sólo piensa en vengarse. Lógicamente, los comunistas son odiados por todo el mundo y su internacionalismo es visto como una pura traición. ¿Y si por añadidura estos fueran judíos? ¿Y si el Satán escarlata también tuviera nariz ganchuda? Entonces eso se llama zydo-komuna, “complot judeo-comunista”, hidra vomitada por el infierno, y se lo ha de aplastar sin piedad.
Como el Partido es ilegal, sus militantes son perseguidos y a la vez están habituados a la acción clandestina. Para un francés del siglo xxi, es difícil imaginar –a menos que nos remitiéramos a la Resistencia– la vida de autodisciplina y conspiración que esos jóvenes de 20 años eligieron para sí mismos: no hablar con nadie, utilizar un seudónimo y un lenguaje codificado, ser absolutamente puntuales, cuidar que nadie los siga, permanecer en un estado de total sobriedad. Para evitar la infiltración de soplones, las células se reducen a unos pocos miembros y son independientes unas de otras. Cada militante sólo dispone de un único contacto en la jerarquía. Se encuentran en los bosques, los cementerios, los clubes deportivos, las casas, y esta existencia obsidional los hace madurar de forma precoz (Schatz, 1991: 53 y 108 y sigs.)6. Una anécdota de Simje, contada por su hija mientras nos dirigimos al cementerio de la Asociación Mutual Israelita Argentina donde este está enterrado, agobiados por el calor y el tránsito: durante una reunión clandestina en la calle Amplia, a la novia de Simje le encargan montar guardia delante de la casa. La policía llega, pero por la puerta trasera, y se lleva a todo el mundo. Entre tanto, la joven permanece delante de la casa de brazos cruzados. Cuarenta años después, el tío Simje todavía se ríe y se burla alegremente de quien se convirtió en su mujer, Raquel.
Por definición, al estar a cargo del material de propaganda, un technik tiene un buen nivel de instrucción. Mis abuelos ocupan ese puesto uno después del otro, pero no hay nadie que me pueda decir hoy si Idesa leyó El ABC del comunismo de Bujarin, La mujer y el socialismo de Kautsky, o si Mates era un apasionado de Los siete ahorcados de Leonid Andreiev, escrito tras el fracaso de la Revolución de 1905, que cuenta la última noche de jóvenes “terroristas”. Estaría condenado a inventar algo si no hubiera descubierto unos documentos excepcionales en el Archivo de Actas Nuevas de Varsovia: los expedientes judicial y penitenciario de mi abuelo, fajo de 729 fojas donde se consignan los hechos y gestos del militante hasta 1937, fecha en que salió de la cárcel7. En un allanamiento de la calle Amplia en 1933, la policía incautó hojas escritas de su puño y letra, en las cuales Mates detalla los éxitos del Plan Quinquenal en la Unión Soviética. Las notas son como una grabación de su voz: “En 1929, había 29.000 tractores; ya 146.000 en 1932. Quince años de trabajo cultural en los soviets: en la Rusia zarista, vivían 85% de analfabetos, que no sabían ni leer ni escribir; en 1926, 45% de analfabetos; hoy en día, 10-15%. [...] Con respecto a 1928, la producción de máquinas se ha multiplicado por 4. Con respecto a antes de la guerra, por 10. [...] El Plan Quinquenal permitió abrir 200.000 kolkhozes y 5.000 sovkhozes. Ambos siembran el 75% de la superficie agrícola”8.
Mates no es el único que se entusiasma. En Francia, los comunistas quedan boquiabiertos frente a las proezas de Stalin. En La colectivización de los campos soviéticos (Miglioli, 1934: 277), a partir de cifras similares, un italiano saluda “el ímpetu y el heroísmo admirables” con que las poblaciones de la Unión Soviética cumplieron su cometido.
Mientras que la Unión Soviética pasa de un éxito a otro, los países capitalistas, agotados por una guerra mundial que resultó en nueve millones de muertos, se hunden en la crisis de Wall Street. En otra foja, Mates observa los recientes desarrollos de la lucha de clases en Europa y Estados Unidos:
Una marcha del hambre en Londres.
Estados Unidos. Una huelga de mineros en Nueva York. Una marcha de veteranos [...].
Alemania. Huelgas en la industria química.
España. Huelgas de soldados.
Viena. Una marcha del hambre de los desocupados.
Checoeslovaquia. Luchas con los campesinos.
Polonia. Huelgas. Luchas.
¿Qué nos enseñan esas luchas? Estamos en un enfrentamiento decisivo, una guerra mundial.
Preciadas palabras que nos dejan ver, más allá de los eslóganes aptos para movilizar a las masas, el pensamiento singular de un autodidacta que acumula indicios y se nutre de ellos hasta convertirse en inexpugnable, la conciencia y la confianza de un insurrecto que vela sobre el mundo desde su shtetl, como Israel Jablonka se abre a toda la extensión de los saberes contenidos en sus libros. Mates ve la profecía de Marx y Engels a punto de realizarse. Frente a esas huelgas y marchas que pronto confluirán para librar el asalto general, conflagración a partir de la cual nacerá la sociedad sin clases, ¿cuál es el valor del nacionalismo polaco, el futuro de la identidad judía? En marzo de 1933, un informe de policía señala en relación con la región de Wlodawa: “Es posible