–Recibí una educación a la antigua –Georgia se encogió de hombros.
–¿Padres tradicionales?
–Bajo ningún concepto. Prácticamente me crió mi abuela. Para darme estabilidad. En realidad, mi madre… no estaba bien adaptada… al papel.
La miró de reojo.
–Yo soy el menor de seis hermanos de padres mayores, así que es posible que nos criara una generación similar.
Tardaron unos pocos minutos en llegar a la estación, y algo en su andar y en su incesante charla sobre la infancia le indicó que realmente quería estar sola, porque no volvió a intentar convencerla.
Se detuvo ante la entrada.
–Bueno…
–¿Estarás en contacto?
–Lo hará Casey. Mi secretaria.
Claro. Sus acólitos.
–Ella organizará un programa para los próximos meses.
–Entonces… supongo que nos veremos en la primera actividad.
–Recuerda que para los demás seremos desconocidos. Yo solo seré tu sombra. Ni siquiera te saludaré cuando llegues.
Extraño. Pero mejor. Como hicieran esas cosas juntos, se sentiría demasiado cómoda, lo cual no era una buena idea a juzgar por lo a gusto que se había sentido en las últimas horas.
–Lo recordaré. Hasta la vista –cuando iba a entrar, se detuvo–. Gracias por dejarme conducir el Jaguar.
–Cuando quieras.
Zander cruzó la calle y enfiló por la acera que llevaba al jardín trasero de su casa, donde habían aparcado el coche.
Se dijo que le faltaba práctica. ¿Quién llevaba a una mujer a un bar y luego bebía hasta no poder acompañarla a casa? ¿Quién dejaba que una mujer fuera en el metro sola por la noche?
Un hombre que se esforzaba en no sentir que tenía una cita.
Había estado a punto de sabotear esa reunión de negocios invitándola a cenar a su casa. El viejo Zander no habría dejado pasar tantas horas sin encargarse de que ambos comieran. Hacía tiempo que el nuevo Zander había aparecido. Ese Zander tenía unos músculos comerciales perfectamente definidos, aunque a costa de su cortesía social.
Cualquier músculo se atrofiaba si no se usaba.
Y al final la guinda. «Cuando quieras». Podría haber dicho «De nada» o «ni lo menciones», pero había soltado un «cuando quieras». Como si aquello fuera a repetirse.
Empujó la cancela de su propiedad y observó el sendero largo y sinuoso entre los amplios jardines que llevaba al invernadero.
Era evidente que aún existía algo de su antiguo yo. Algo que respondía a la compañía relajada de Georgia y el modo diferente en que se relacionaba con él. Simplemente, a ella no le importaba quién era o que fuera la única persona que se interpusiera entre ella y una demanda judicial. O quizá no lo reconocía.
Lo miraba con esos ojazos castaños y lo trataba exactamente como a cualquier otra persona.
Algo que ya nadie hacía. Ni Casey, la persona más parecida a una amiga que tenía en el trabajo, quien siempre tenía cuidado de no cruzar la línea de la familiaridad. Incluso ella era consciente de que su futuro estaba en manos de él.
Porque de forma habitual se lo recordaba a todos.
Sus acólitos.
Llevar a Georgia a casa o que aceptara cenar con él habría sido una complicación.
Había firmado un contrato; el momento de cortejar a la Chica de San Valentín, profesionalmente, se había terminado. Debería haberle dado una lista de actividades organizadas por la emisora y punto final. En vez de ser un tonto, de reaccionar a un acontecimiento sucedido quince años atrás y dejar que le nublara el juicio.
En vez de sentir empatía.
Solo porque él había pasado por lo mismo que Georgia, salvo que en su caso había llegado hasta el mismo altar antes de darse cuenta de que su novia no iba a presentarse porque iba camino del aeropuerto de Londres con las damas de honor. Lo que siguió fue media hora horrible de gritos y recriminaciones antes de que el sacerdote lograra despejar la iglesia. La familia y los amigos de Lara se habían puesto frenéticamente a la defensiva, lo normal si alguien a quien se quisiera hubiera hecho algo tan chocante. Su lado de la iglesia se había congregado en torno a él de forma estoica, lo que enardeció más a la familia de Lara porque esta sabía, sabía, que había cien maneras mejores de no seguir adelante con una boda que no presentarse. Pero Lara había elegido la que le causaría menos dolor a ella.
Si tener el corazón roto ya era angustioso, sufrir la humillación pública ante todas las personas que le importaban había sido peor.
Y las consecuencias se habían extendido durante una década y media.
Subió las escaleras y fue directamente a su despacho. La habitación más importante de su casa, donde trabajaba el doble que los demás para sobresalir en su campo.
Era lo único que tenía que agradecerle a Lara.
Prepararlo para el éxito que le había dado un despacho de lujo en una gran casa de Hampstead Heath y que lograra codearse con la gente más poderosa del país.
Y todo lo que tenía, desde su colección de coches de lujo hasta los trajes a medida y esa casa, representaban el hecho de que nadie más volvería a sentir pena por él jamás.
Aparte del hecho de que nunca volvería a permitirse hallarse en una posición tan vulnerable.
El dinero se encargaba de eso.
Y el éxito.
El mundo corporativo podía ser una amante despiadada, pero era constante. Y si alguien quería machacarte, se le veía venir.
Qué patético que necesitara una buena excusa para ir a Kew y ver a Dan como por casualidad. Si había encontrado el valor para enfrentarse a la verdad de los motivos que había tenido para declararse, ¿acaso no podría estar cara a cara con Dan? El hombre que había sido una parte tan importante y firme en su vida durante el último año. Incluso más, si se contaba la amistad anterior.
Seis semanas eran suficientes para darles a ambos cierta perspectiva.
Además, tenía que llevarles unas semillas a sus compañeros para que las identificaran.
Las dejó en el departamento de propagación y luego fue por detrás hasta los invernaderos. Allí era donde Dan pasaba la mayor parte del tiempo, cultivando a las carnívoras, como las llamaba, tan populares para él como para el público.
Conocía esos senderos tan bien como las pecas de su cuerpo. Desde mucho antes de Dan. Casi había olvidado lo que era eso.
Al acercarse comenzó a acelerársele el pulso. Y entonces las puertas se abrieron y salió una mujer.
–¡Oh, disculpa! –exclamó Georgia. La otra chica tenía unos bucles dorados y la bata que todo el mundo llevaba allí. Pero debajo lucía un vestido ceñido de color rosa, exhibía unas uñas brillantes y bien cuidadas, tacones de diez centímetros y un maquillaje impecable.
No como la gente que trabajaba en los laboratorios.
–Casi chocamos –la mujer sonrió y retrocedió para sostener la puerta.
En cuanto vio la identificación que llevaba en el pecho, todas sus excusas bien razonadas para no vestir mejor se evaporaron. Esa mujer era una especialista en orquídeas… trabajaba con tierra todo el día. Sin embargo, podía compaginarlo con un aspecto deslumbrante.
¿Qué excusa tenía ella?
–¿Puedo ayudarte? –preguntó la otra chica.
–Busco