Podríamos definir el ciudadanismo como la operativa política que señala los desajustes sociales como resultado de una democracia que funciona erróneamente por problemas procedimentales. En este esquema, el sistema político de la democracia liberal flota en el vacío al margen de su asiento económico, el capitalismo, no definiéndose ningún punto de origen de los problemas, pero sí un punto de llegada ideal que se alcanzará mediante la mejora de la representación y la participación. Encontramos así varias de las características definitorias de este nexo, más que ideología, en unos activistas con alta cualificación educativa, pero de escasa trayectoria política. La primera es su adanismo, ya que el pasado, incluso el más inmediato, o bien no existe, o bien no tiene consideración de importancia, estableciéndose un nuevo eje que marcará el periodo que se inicia: lo nuevo contra lo viejo. La segunda característica es la aparición de la crítica económica como uno de los pilares que sustentaban las reivindicaciones. La banca, las finanzas, la deuda, aparecen como elementos permanentes de construcción de un sujeto al que oponerse. Sin embargo, no se plantea un sistema alternativo al capitalismo, tampoco se aboga por una regulación específica al estilo socialdemócrata, sino que se pide una economía al servicio de una mayoría indefinida no porque esa mayoría sea la que aporta la fuerza de trabajo al proceso productivo, y por tanto, la que lo podría controlar inherentemente, sino porque es moralmente mayoría. Así se entienden lemas como «Somos el 99 por 100», que desde luego representan una novedad respecto a la oposición clásica entre clases, pero que difuminan mediante la ansiedad inclusiva a los protagonistas del funcionamiento económico.
De esta forma también se entiende que el otro grupo señalado sean los políticos, sin importar demasiado su filiación ni actuaciones concretas, sino su condición de presunto estamento privilegiado que no representa a los votantes, de igual entendidos como otro grupo homogéneo independiente de sus posturas ideológicas. Libros como La casta, el increíble chollo de ser político en España, de Daniel Montero, editado en 2009, situado en un claro populismo de derecha y de gran repercusión en foros y tertulias de la misma tendencia, anticiparon lo que efectivamente sería una de las señas del 15M, que en análisis posteriores se quiso ver como una potencia destituyente, pero que en el momento no era más que un síntoma de desafección desarticulada hacia la política. En el fondo había una delgada línea que separaba la crítica del bipartidismo y la reivindicación apartidista del apoliticismo y de la antipolítica, al menos potencialmente. «No nos representan», «PSOE, PP, la misma mierda es», «Lo llaman democracia y no lo es», eran lemas que marcaron el desarrollo de aquella manifestación y de los siguientes años, que reflejaban un cansancio de lo existente, la desconexión con los mecanismos institucionales y una especie de regreso al futuro en busca de una democracia impoluta por sí misma. «No somos ni de izquierdas ni de derechas, somos los de abajo y venimos a por los de arriba» expresaba una tabula rasa que se leyó como un nuevo eje de conflicto, pero que realmente era la escisión del actor político –los de abajo, el pueblo en un sentido no nacionalista, la clase trabajadora– de la ideología que les servía como herramienta –la izquierda.
La naturaleza ocupa el vacío y el concepto de izquierda estaba en 2011 lastrado no solo por la enésima renuncia del PSOE, sino también por sectores de Izquierda Unida que se habían acercado al sol del poder peligrosamente, frenando la refundación emprendida en la IX Asamblea de 2008. Es obvio que el 15M adolecía, como es normal, de una propuesta política acabada y estructurada, que llegó unos años más tarde con la aparición de Podemos. Lo que se olvida o se rehúye como anatema es que el 15M sentó también las bases para el surgimiento de Ciudadanos, tanto por su divorcio radical con cualquier cosa que se entendiera como pasado, como por la arriesgada ruptura del eje izquierda-derecha. Unos meses antes de la explosión del momento que nos ocupa, en febrero de 2011, se presentó la Red de Convergencia Ciudadana, un movimiento cívico, contrario al neoliberalismo, avalado por un manifiesto fundacional con 2000 firmas de políticos e intelectuales de izquierda entre los que se encontraban conocidos referentes como Julio Anguita, Vicenç Navarro o Almudena Grandes. Se pretendió crear una serie de mesas, asambleas abiertas, para promover la organización ciudadana para luchar contra la crisis. «Se trata de construir, pues, un Tea Party antineoliberal, como prefiere llamarlo uno de los promotores de la iniciativa Armando Fernández Steinko. Este sociólogo de la Complutense defiende la necesidad de ir limando asperezas y diferencias entre la izquierda alternativa, para llegar a acordar un programa de mínimos»[3]. En iniciativas de este estilo se puede ver, insistimos, que el momento ya estaba pidiendo algo que cubriera la enorme orfandad política en la que se encontraba buena parte de la izquierda, pero también una escapada de la forma de partido, recurriendo incluso a analogías con movimientos derechistas que por su capacidad de saltar los límites pautados se contemplaban con interés.
«Teniendo en cuenta que la manifestación se convoca por un colectivo más amplio que Juventud Sin Futuro, tenemos unas expectativas altas. Es un comienzo de la participación ciudadana, que llevamos esperando desde que comenzó la crisis y que la plataforma ha conseguido tejer unas redes muy amplias»[4], comentaba a El País una portavoz de JSF una semana antes del domingo de marras, en un acto de presentación mediante una performance en Príncipe Pío. Cabe destacar la buena cobertura que otorgó el diario de PRISA en los días anteriores y posteriores al 15 de mayo. Esto, como decíamos en el final del primer capítulo, se debió al olfato periodístico de profesionales como Marta Garijo –redactora o coautora de prácticamente todas las piezas de información de esas jornadas–, a la necesidad informativa de que sucediera algo parecido a las protestas de jóvenes en Islandia, Portugal o Grecia, pero también a una evidente tensión entre PRISA y el Gobierno presidido por ZP, que apostó por Mediapro, con La Sexta y Público como medios afines que liberaran al PSOE de la tutela histórica de El País.
Como bien decía la portavoz de Juventud Sin Futuro, el grupo que anticipó con su manifestación en abril la convulsión de mayo, aquella cita recogía a un sector más amplio del que de alguna manera representaba JSF, que, si bien se podía identificar de una forma más cercana con la izquierda universitaria, había rehuido conscientemente cualquier asociación estética y retórica con la misma. Democracia Real Ya no era en aquel momento más que un sumatorio de gente –gente joven, universitaria, de clase media y con profesiones liberales– que se había conocido a través de las redes sociales, que pasó de ser la Plataforma de grupos promovilización ciudadana, creada el 20 de febrero de 2011, a tener la denominación con la que luego se le conocería a partir del 16 de marzo. DRY no era una organización al uso, con unos estatutos, un programa político, una estructura organizativa o algún tipo de militancia, sino tan solo, más allá de una página de difusión en Facebook, un paraguas en el que se cobijaron distintas personas para convocar públicamente una manifestación. Entre ellas estaba una asociación de desempleados, de limitada representatividad, así como la iniciativa #Nolesvotes, surgida al calor de la oposición a la ley Sinde, promovida por empresarios y comunicadores del ámbito «internetero» como Enrique Dans, profesor de la IE Business School, Ricardo Galli, creador de Menéame, o Julio Alonso Alcaide, fundador de Weblogs. También ATTAC, la Asociación por la Tasación de las Transacciones financieras y por la Acción Ciudadana, con las caras visibles en nuestro país de Juan Torres López y Carlos Martínez Blay.
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