Tras los recortes presupuestarios y el inicio de la reestructuración del sistema financiero vino eso que se suele llamar reforma laboral, lo que ha significado siempre, en todas y cada una de las décadas de democracia, un ataque a los derechos de la clase trabajadora. La reforma laboral del Gobierno Zapatero sucedió en septiembre de 2010 y siguió la senda de las anteriores: abaratamiento del despido, nuevos contratos para aumentar la temporalidad y más dinero público para subvencionar indirectamente los despidos improcedentes. Situar al empresario no ya como centro de la actividad económica, sino como única figura existente, el cual parece que, en vez de mantener una relación con la fuerza de trabajo para obtener un beneficio, hace una especie de labor de caridad por la que debemos postrarnos a sus pies y colmar todos sus deseos.
La espiral que dice animar las reformas laborales es que la contratación es muy dificultosa y cara, y que además el despido es también muy caro, lo que provoca que las empresas no se animen a crear nuevos empleos. La realidad, que contradice esa espiral, es que los pequeños empresarios que se vieron afectados por la crisis, bien por encontrarse en sectores de especial incidencia, bien por el encarecimiento de los créditos, bien por una bajada general de las ventas, se vieron abocados al cierre de sus negocios con la reforma de la misma forma que se hubieran visto sin ella, mientras que las grandes empresas la aprovecharon para reajustar sus plantillas de una forma más eficiente, utilizando ese argot de los departamentos de personal que encubre la precarización.
Como respuesta, los sindicatos convocaron una huelga general para el 29 de septiembre de 2010, la primera y última del Gobierno Zapatero, desde la anterior habían pasado ocho años. Las cifras y valoraciones fueron las de siempre, pero el ambiente fue, como poco, extraño. Ningún presidente del Gobierno hubiera planteado una confrontación con los trabajadores en el final de su segundo mandato, menos uno que había asistido puntualmente a la fiesta de la UGT en Rodiezmo donde entre mineros algunas ministras se animaban a cantar La Internacional puño en alto. Aquella huelga, más que una huelga, fue el sonido de un despertador que espabiló súbitamente a mucha gente que había dado por enterrado, en menos de una década, todo lo que significa el conflicto capital-trabajo. En Madrid, donde tuvo lugar la mayor manifestación, mientras que la ciudad se despedía del verano de forma pausada, muchos asistentes aún coreaban subiendo Alcalá eso de «Gobierno escucha…», sin entender aún que aquel Gobierno, aquel presidente que consideraban de los suyos, ya era de los otros, bien por decisión propia, bien por la fuerza de las circunstancias. Lo cierto es que quizá aquel día murió del todo el «blairismo» a la española, esa tercera vía que nos llegó, paradójicamente, motivada porque quien le dio nombre fue uno de los partícipes en la Guerra de Irak.
El año 2010 acaba con una crisis de Gobierno en octubre donde Alfredo Pérez Rubalcaba se destaca como vicepresidente y hombre fuerte que tendría todas las papeletas para encarar la futura cita electoral que se antojaba catastrófica para los socialistas. A principios de diciembre una huelga de controladores aéreos, típica en fechas de gran uso de los transportes, acaba con la declaración del estado de alarma permitiendo la militarización de las torres de control de los aeropuertos. El tema, que en el momento se despachó con la connivencia de casi todos, implicó declarar el estado de alarma para militarizar un sector laboral en pleno conflicto. Puede que los controladores no fueran, precisamente, el sector laboral con peores condiciones, puede que hubieran abusado de su posición en otras ocasiones, pero aquello sentó un peligroso precedente del que casi nadie se quiso ocupar. Una década de una conflictividad laboral baja terminaba para dar paso a otra donde los desencuentros iban a librarse a cara de perro.
2011 comenzó con más recortes, aquellos que afectaron a las ayudas para la compra de vivienda, el llamado cheque-bebé –una de las iniciativas estrella del primer zapaterismo–, la congelación de las pensiones y la subida de los precios de la electricidad, los peajes y el transporte ferroviario. Es como si el Gobierno de Zapatero quisiera borrar todo su legado legislativo. En marzo, en el Campus de Somosaguas de la Universidad Complutense, un grupo de estudiantes realiza un acto de protesta en la capilla que existe dentro del complejo; algunas chicas se despojan de sus camisetas y profieren cánticos anticlericales. Algunos de los que pasamos estudiando varios años en aquel campus nunca supimos de la existencia de aquella capilla, sí del ambiente, mezcla de radicalidad pueril y alto nivel político, que la Facultad de Ciencias Políticas y Sociología albergaba dentro de sus muros. Esta protesta no tendría mayor relevancia de no ser porque en 2016, tras una campaña mediática de la derecha, una de sus participantes, Rita Maestre, ya concejala del Ayuntamiento de Madrid, fue juzgada y absuelta por estos hechos. La acción, de nula importancia, sí nos sirve para hacernos una pregunta: ¿cómo pasa una joven, en tan solo seis años, de ser una estudiante a cargo público en el ayuntamiento más importante del país? La respuesta a un hecho tan inusual en nuestra historia reciente la encontraremos con una nueva protagonista en todo este relato: aquello que se llamó nueva política o política del cambio, o lo que fue la consecuencia, resultado y reacción al clima de gran conflicto social y enorme desprestigio institucional que en los años posteriores se plasmó en nuestra sociedad.
Justo un mes antes del acontecimiento fundacional de este periodo, un colectivo llamado Juventud Sin Futuro –JSF– convoca en Madrid el 7 de abril de 2011 una manifestación con el siguiente lema «Sin casa, sin curro, sin pensión, sin miedo». Siguen los pasos de los jóvenes portugueses que un mes antes se han echado a la calle. Cuentan con una mínima estructura organizativa, que parte de diferentes asociaciones universitarias, pero que es compensada por su presencia en redes sociales, especialmente en Facebook, donde los periódicos destacan como algo novedoso el número de personas que se han adherido a la página de JSF. El día de la protesta se desbordan las previsiones y la asistencia se cifra entre 5.000 y 10.000 personas que hacen el recorrido por la calle Atocha, entre las plazas de Jacinto Benavente y la del Museo Reina Sofía. Más allá del tradicional itinerario, todo parece nuevo en aquella cita, por los medios empleados en su difusión, por un convocante que apenas cuenta con tres meses de vida y por los protagonistas, jóvenes que no se han dejado ver en los cortejos de la huelga general de septiembre. «Se percibe la indignación, no cesan los gritos y los silbidos»[25], cuentan los periodistas de El País, «cuando se les pregunta a los organizadores por los líderes, por los cabecillas de la protesta, aseguran que no tienen […] Han conectado con la gente, apuntaba ayer un profesor de la Universidad Complutense que ha estado apoyando la iniciativa».
Tres elementos merecen resaltarse de este momento, sin duda crucial para el devenir inmediato. El primero es que, a pesar de la insistencia en la convocatoria mediante redes, los medios informan de la protesta cumplidamente. El primer diario nacional, El País, dedica tres artículos en esos días a JSF, el primero el día 5 anunciando la convocatoria, el segundo una crónica de la protesta el propio día 7 y el tercero un análisis el día 8, que titula «Jóvenes aunque sobradamente indignados»[26], reutilizando un viejo lema publicitario del Renault Clio, hoy materia arqueológica. Es decir, en la prensa hay tanta o más hambre que en la sociedad de que algo suceda, como en el ya citado Portugal –que el día 8 sufre su mal llamado rescate–, o cómo en el Reino Unido, donde en noviembre de 2010 los estudiantes encabezaron las protestas contra el Gobierno conservador de David Cameron. El éxito de la manifestación pudo ser sorpresivo, pero no sorprendente: el olfato periodístico no falló en esta ocasión.
El segundo es que en ese viejo eslogan publicitario reutilizado como titular se insiste en el calificativo de indignados, no por el carácter especialmente combativo de la protesta, sino por el título de un libro publicado en febrero de ese año y que ya los libreros empezamos a vender