«Aunque un hombre engendre cien hijos, y viva muchos años, y los días de su vida sean numerosos; si su alma no se sació del bienestar… yo digo que un abortivo es mejor que él»
Los años biológicos en la vida material no se corresponden con el cumplimiento del sentido existencial del alma. Y entendido este asunto, podemos afirmar que realmente lo que importa es concentrarnos en nuestro sentido existencial que se encuentra cuando alcanzamos la consciencia Alef. Sin embargo, vivimos biológicamente dentro de las dimensiones inferiores del mundo de la fragmentación como si estas fueran la única realidad en sí mismas.
Por ese motivo, los cabalistas han explicado que en el mundo superior más allá del Universo de Briá, el mal desaparece ya que no tiene entidad propia. Pues si los ataques que recibe mi «Yo» en su dignidad subjetiva no me rebajan a los niveles inferiores de conciencia he logrado vencer el mal realmente dentro de mi interioridad. Así pues, la existencia subjetiva debe trabajar simultáneamente en el plano del mundo superior para seguir creciendo a pesar de que la sociedad general intente rebajarme por su presión exterior a los niveles inferiores.
Porque si la presión social exterior (Yesod) o el mal natural biológico (Maljut) logran rebajarme a los niveles inferiores de la realidad, es que nunca he alcanzado los grados superiores de consciencia (que teóricamente creía haber alcanzado). Por ese motivo, los ataques del mal exterior dentro de la realidad inferior (de las siete dimensiones inferiores) deben elevar mi conciencia hacia los niveles más altos.
Porque si he derrotado al mal exterior, pero dicho mal exterior se me ha incorporado dentro de mi estructura subjetiva, en realidad el mal ha vencido sobre mí. Vencer realmente al mal no es simplemente vencerlo en el exterior, sino vencerlo en mi interioridad (incluso si continúo siendo atacado por los «Otros» dentro del mundo exterior).
Porque conceptualmente el «Bien superior» representa la comprensión real de que el bien y el mal corresponden a dos caras de la misma moneda en el orden inferior.
El mal, por lo tanto, no queda derrotado porque lo hemos afrontado, sino porque lo hemos extraído de la realidad modificando nuestra percepción mental. Cada vez que afrontamos el mal, entonces le otorgamos entidad, y no solo eso, además de otorgarle «entidad», le aumentamos su potencia.
Sin embargo, cuando explicamos que «afrontamos el mal» es cuando le otorgamos entidad en el plano cognitivo. Lo puntualizo porque la subjetividad material (la vida biológica) se debe defender del mal en el plano material, lo que debemos vencer es nuestro instinto de mal dentro de nuestra interioridad. El mal exterior y nuestras reacciones físicas a dicho mal exterior no tienen que hacernos descender en el nivel de conciencia alcanzados.
Defendernos del mal exterior en el orden conductual es un grado importante de la Midá de Guevurá (la virtud de los límites), porque no podemos dejar que nos hagan daño físico ni psicológico desde el exterior. Así que destruir el mal al no entregarle más fuerza es el trabajo que debemos realizar en el orden cognitivo para alcanzar la conciencia Alef. Sin embargo, la defensa de mi subjetividad atacada (a veces físicamente) constituye la aceptación de la realidad material donde allí soy un sujeto determinado que lucha por su propia supervivencia biológica. No obstante, el precio que he de pagar por mi propia supervivencia biológica no debe convertir mi conciencia en un tipo de conciencia Bet, sino sostener y elevar mi conciencia en el nivel Alef a pesar de todos los problemas que puedan surgirle a mi Yo dentro del orden de la fragmentación (mundo de la Bet).
El trabajo dentro del mundo de la Bet no debe presionarnos para adquirir la conciencia Bet, sino que mi Yo se debe elevar a pesar del nivel de agresividad exterior dentro del mundo de la fragmentación. Toda la violencia que se pueda producir en el orden inferior de las siete dimensiones pertenecientes al mundo de la fragmentación nunca puede rebajar mi conciencia a un tipo de conciencia Bet.
Por lo tanto, a veces el sujeto debe escindirse temporalmente entre ambos mundos (Alef y Bet) y defender su subjetividad en el mundo de Bet, pero al mismo tiempo alcanzar los niveles más elevados de su consciencia Alef, y no estancarse dentro del mundo de Bet con consciencia Bet; debemos, por lo tanto, operar en el mundo inferior de la fragmentación (de Bet) con consciencia Alef, y los problemas inferiores del mundo de la Bet no deben rebajar nuestro nivel de consciencia.
¿Cómo resuelve la tradición mística del judaísmo este problema psicológico? En los niveles superiores opera dentro del mundo Alef y allí, por supuesto, puedo indudablemente actuar con consciencia Alef; sin embargo, el problema se nos presenta cuando operamos dentro del mundo de la Bet y allí se nos hace más difícil trabajar dentro de la estructura de la consciencia Alef. ¿Por qué no operamos dentro del sistema Alef con consciencia Alef y dentro del sistema Bet con conciencia Bet?
Porque, en realidad, el objetivo final de nuestra existencia es elevar físicamente el mundo de la fragmentación (Bet) al mundo de la unidad (Alef). Nuestro trabajo existencial no es simplemente elevar nuestra conciencia interior de la conciencia Bet a la conciencia Alef, sino que, al operar de forma permanente dentro de una conciencia Alef, logremos transformar este mundo de la fragmentación en un mundo unido donde todos operemos finalmente con conciencia Alef, y entonces elevaremos Maljut a Keter, y reintegraremos la secuencia espacio-temporal al orden de la Eternidad.
El problema práctico en términos psicológicos de todos modos continúa, el interrogante no se dilucida: ¿Cómo resuelve la psicología del misticismo judío el problema de existir materialmente en el mundo inferior de la Bet y, al mismo tiempo, operar con consciencia Alef? Vamos a citar aquí al erudito estudioso e historiador de la cábala, el doctor Gershom Scholem (1897-1982):
«Pero el autor del Raya Mehemna y de los Tikunim proporcionó a esta simbolística un giro nuevo y rico en consecuencias. El Árbol del Bien y del Mal actúa para él como símbolo de aquella esfera de la Torá en la que se encuentran mutuamente limitados el bien y el mal, lo puro y lo impuro, etc. Al mismo tiempo, representa también el poder que el mal puede conseguir sobre el bien en tiempos de pecado, y principalmente en los tiempos del exilio. Con ello el Árbol de la Ciencia se transformó en el árbol de las limitaciones, de lo prohibido y de lo separado, mientras que el Árbol de la Vida quedaba como signo de la libertad, en el que el dualismo del bien y del mal todavía no era perceptible (o al menos ya no lo era), sino que todo en él aludía a la unidad de la vida divina, la cual aún no había experimentado nada de las limitaciones, del poder de la muerte y de los restantes aspectos negativos de la vida que sólo se manifestaron tras el primer pecado. Estos aspectos represivos y limitadores de la Torá son absolutamente legítimos en el mundo del pecado, en el mundo irredento, y la Torá no podía en absoluto presentarse de manera diferente. Sólo después de la primera caída y sus vastas consecuencias adoptó la Torá el limitado aspecto material y sensible bajo el que ahora la conocemos. Dentro de esta simbolística, y según lo expuesto, se puede afirmar, en cierto modo, que el Árbol de la Vida representa el aspecto propiamente utópico de la Torá. Y vistas así las cosas, era lógico que se equiparase a la Torá en cuanto Árbol de la Vida con la Torá mística, y que se considerase, por el contrario, a la Torá en cuanto Árbol del Bien y del Mal como la Torá en su manifestación histórica. Nos hallamos aquí, naturalmente, ante un caso muy bello de exégesis tipológica por la que el autor del Raya Mehemna y de los Ticunim muestra una manifiesta preferencia. Pero hemos de dar un paso más. El autor relaciona este dualismo de los árboles con los dos tipos de tablas que le fueron dadas a Moisés en el Monte Sinaí. Según una vieja idea talmúdica, el veneno de la serpiente que había emponzoñado a Eva y a toda la humanidad a través de ella había perdido su fuerza con la revelación del Sinaí, pero la volvió a recobrar cuando Israel se entregó a la adoración del becerro de oro. El autor cabalista interpreta esto a su manera. Las primeras tablas, que fueron entregadas antes del pecado del becerro del oro, pero que nadie llegó nunca a leer aparte de Moisés, procedían del Árbol de la Vida. Las segundas tablas, que fueron entregadas después de que las primeras fueran rotas, procedían del Árbol de la Ciencia. El sentido de esta concepción está claro: las primeras tablas contenían una revelación de la Torá según el primitivo estado del hombre, en el cual éste debiera haberse dejado guiar por el principio materializado en el Árbol de la Vida. Hubiera sido ésta una Torá absolutamente espiritual, entregada a un mundo en el que revelación