… Para Ariadna, la noche es decepcionante. George no solo no intenta seducirla, ni se deja seducir, sino que da la impresión de tener la cabeza en otra parte. De vuelta en casa, ella se queda varias horas rodando en la cama. Por fin concilia el sueño y duerme hasta media mañana. Recién cuando baja a desayunar nota la ausencia de su padre.
Cuando sale para ir a la comisaría de Maranga, horas después, George aparece en la calle. Ella está sollozando, él la escucha y la acompaña. En la comisaría, Ariadna apenas puede hablar. George le dice a un policía que él vio a Rainer salir de casa cerca de las nueve de la noche, que hablaron un segundo y se despidieron y que él de inmediato tocó a la puerta de Ariadna y juntos tomaron un taxi para ir a Barranco. Ella confirma todo.
Una semana después, George va con ella a la Dirección de Personas Desaparecidas. De hecho, George pasa con ella varias horas de cada día a partir de entonces. Deja de lado a los chicos de San Marcos y la Católica, y a los chicos del taller (yo no lo vi más). A veces va al Medialuna, le lleva comida a Hildegardo, habla con Rita Moreno, tienen sexo en un depósito en la trastienda de la recepción, a veces salen, otras veces él va solo al cine. Pero todos los días regresa donde Ariadna. Es importante decir que no la acompaña hipócritamente. De verdad se compadece de ella, del hecho de que ella tenga que sufrir por lo que él está haciendo.
El resto del tiempo George está con Rainer, en el sótano de la casona…
… El viejo muere el 11 de setiembre. A la mañana siguiente George deja una nota anónima en el periódico donde yo trabajo. ¿Lo hace por eso? ¿Porque sabe que yo estaré ahí? [Me lo pregunté muchas veces: ahora creo que no, que esa decisión suya no tuvo nada que ver conmigo.] En la nota dice que ha ocurrido un homicidio y dice dónde hallar el cadáver y dónde hallar al asesino, un senderista llamado Hildegardo Acchara, que está alojado en el hostal Medialuna, en Miraflores, bajo el nombre de Ronald Flores. Esa nota (una carta de dos páginas, que dice muchas cosas más) es el último rastro que deja George antes de desaparecer para siempre…
Diario, 29 de agosto de 2015
A la luz de lo que descubro años después, es posible especular que, durante los cincuentaicinco días en que George tuvo a Rainer secuestrado, lo sometió a diversas torturas. Pero también es posible que, más allá de maniatarlo y amordazarlo, no infligiera sobre él ninguna violencia adicional. Al menos no mientras estuvo con vida. Pero sí después. Porque en el acta del médico forense consta que en el cráneo de Rainer se encontró un agujero, horadado con un taladro, bastante más grueso que los dedos de un adulto, que llegaba hasta el ventrículo izquierdo del cerebro. El médico está seguro de que fue hecho post mortem, aunque no se atreve a decir con qué objetivo.
Yo sí lo sé.
Yo imagino a George asomando por el hoyo en el cráneo de Rainer, acercando un ojo, cerrando el otro, para ver mejor, alejarse y estirar el índice y meterlo en el hueco, tantear adentro, tocar con la yema del dedo, pensar que sí, que ahí estaba, que eso era.
Eso tiene que ser, habrá pensado George: es la piedra.
(Pobre hombre, pobre muchacho, buscando la piedra de su locura en una cabeza ajena).
Eso último no se ve en la película que grabó en esos cincuentaicinco días, y que yo veo casi todas las noches desde hace dos años en este sótano bajo la biblioteca de mi casa (George hablando en primer plano, Rainer detrás, amarrado a la camilla); una película que conseguí en el año 2013, cuando ya se me había revelado el resto de la historia, cuando ya sabía quién era de verdad Rainer Enzensberger y quién era Laura Trujillo y ya me había cruzado con la legión de fantasmas que llevaron a George a ese sótano y lo obligaron a convertirse en ese monstruo.
Diario, 2 de setiembre del 2015
He llamado a Gus Fowley Partridge y le he pedido que no venga.
II
LA SALUD DE MRS. RICHARDS
«Cuando quise quitarme el antifaz,
lo tenía pegado a la cara.
Cuando me lo quité y me miré en el espejo,
ya había envejecido.»
Fernando Pessoa
(«Tabaquería»)
LUNES
Cuando Clay me trajo a vivir aquí, en el verano de 1971, el pueblo me pareció demasiado chico y la casa demasiado grande y yo era muy joven y por eso me costaba habituarme a que la gente me llamara Mrs. Richards. Pero ya ves, peores cosas me habían pasado en la vida y yo seguía en pie y no iba a dejar que esa tontería me detuviera. Por otro lado, la casa era hermosa: el porche con pilares de ladrillo, dos salas gemelas separadas por biombos japoneses, una adornada con cabezas de animales de caza menor y pájaros disecados, en la otra la vitrina de los rifles y las carabinas, un comedor inmaculado pese a los años en desuso y una cocina que miraba hacia el jardín trasero, un jardín con rotondas de piedra y caminos que se perdían en el bosque y donde yo también me perdía, casi todas las mañanas y muchas noches (como si yo también fuera un jardín cuyos caminos se perdieran en un bosque y el jardín un bosque que desembocara en un cementerio de lápidas rotas y estatuas tenebrosas, en frente de un lago de aguas desiertas, como en efecto era el caso).
En el segundo piso estaban los dormitorios, el que había sido de Clay con su primera esposa y los cuartos de los niños, donde ya no había nadie, y, al final de un corredor nebuloso, o que en las horas del crepúsculo se tornaba nebuloso, estaba el laboratorio de Clay, que parecía el gabinete de un inventor en una película de ciencia-ficción, con su computadora descomunal de los años cincuenta, sus grabadoras de carrete, el arsenal de cartuchos de cuatro pistas, los innumerables micrófonos, la colección de cintas magnetofónicas, el domo donde Clay exhibía para nadie un viejo fonoautógrafo que él mismo había reconstruido y, más allá, el archivador de anaqueles etiquetados con nombres de pájaros de las Américas. En el jardín, además, se erigía, digámoslo así, se erigía el pequeño estudio con el techo a medio construir, detrás del garaje, conectado al garaje por un pasadizo que daba la vuelta alrededor de una rotonda de piedra.
Clay se despertaba muy temprano por las mañanas, cogía el martillo y se trepaba a una escalera de albañal para terminar el techo del estudio. Estaba empecinado en acabarlo lo antes posible, aunque a mí, valgan verdades, no me importaba que el techo estuviera a medio hacer, que dejara entrar la luz entre los árboles durante el día y la luz enmascarada de la luna y las estrellas por la noche. Me gustaba esa especie de confusión, la luz del sol o de la luna y las estrellas rebotando entre las columnas inacabadas del estudio, las vigas del techo en ciernes, la pared que pronto cubrirían los estantes y poblarían los libros de Clay y los libros que yo fuera comprando poco a poco. Clay, por su parte, no parecía apreciar la confusión y por eso iba al pueblo dos o tres veces por semana, aprovechando para comprar víveres, pero sobre todo a comprar herramientas y materiales de construcción, y el resto del tiempo lo pasaba en lo alto de su escalera de albañil, no de albañal, perdón, sino de albañil, martillando clavos y huachas y alcayatas mientras yo preparaba bocadillos o asaba trozos de carne en la parrilla del porche, o en la parrilla del jardín trasero, o podaba las ramas bajas de los árboles. La verdad es que hacía cualquier cosa con tal de estar afuera y no en la casa, no adentro de la casa, porque estar en la casa me producía una sensación como de intrusa embozada, de ladrona furtiva, de bandido que se escurre en una casa ajena durante la noche y degüella a los miembros de una familia, a la madre, a los tres niños, aprovechando las sombras y el espionaje de la noche, esa especie de disfraz natural que le brinda la noche a los seres clandestinos.
Por eso mismo, cuando la noche llegaba de verdad, yo le pedía a Clay que no durmiéramos adentro, que nos quedáramos en el estudio, y, aunque no le decía por qué, él seguramente