Solo al terminar caí en cuenta de que faltaban las cajas que Clay había traído de su oficina unos días atrás. «Las olvidé por completo», pensé. Fui por ellas. Las arrastré desde el garaje y las arrumé contra una pared. Entré a la cocina a preparar una ensalada pero me dio flojera y me hice un sándwich de jamón y queso. Después volví al estudio y abrí las cajas. No me fue difícil distribuir los libros de las dos primeras de acuerdo con el patrón anterior. Casi todos eran de música, incluyendo tres que leí meses más tarde. (Una biografía de Tomaso Albinoni escrita por Remo Giazotto y publicada en Milán en 1945; un ensayo del mismo Remo Giazotto, editado también en Milán, en 1959, donde intentaba probar, mediante fórmulas matemáticas, que el Adagio de Albinoni era la única pieza perfecta del barroco italiano, y un opúsculo de Gianni Rimotto, aparecido en Milán en 1961, donde se sugería que el Adagio de Albinoni era una farsa compuesta por Remo Giazotto).
La tercera caja no contenía libros, sino ocho fólders de cartón turquesa con hojas mecanografiadas a espacio simple, no originales, sino copias hechas con papel carbónico azul. Eran centenares de papeles escritos en español, con las páginas enumeradas arriba a la derecha. No tenían título ni consignaban el nombre del autor, pero cada fólder estaba fechado en la cubierta en los últimos dos años. Pasé un buen rato hojeándolos y creí entender que eran novelas, o partes de una larguísima novela, o al menos textos narrativos, o al menos textos en los que se contaban cosas y había diálogos. El primer fólder contenía ciento veintidós páginas y llevaba como fecha agosto de 1970. El segundo era de setiembre de 1970 y contenía doscientas diez páginas. El tercero estaba fechado en octubre de 1970 y contenía ciento tres páginas. El cuarto, de ciento treintaidós páginas, era de enero de 1971, igual que el quinto, de doscientas noventa páginas. El sexto era el único con una fecha precisa, martes 23 de febrero de 1971, y sumaba seiscientas cuarentaiún páginas. El séptimo, que constaba de trescientas tres páginas, llevaba fecha de abril. El octavo y último era el más breve de todos, setentaitrés páginas, y la fecha en la cubierta era de solo dos meses atrás: mayo de 1971.
A primera vista, todos provenían de la misma máquina, usaban el mismo tipo de copia carbónica y estaban mecanografiados sobre la misma clase de papel, papel bond tamaño oficio, lo que hacía pensar o bien en un solo mecanógrafo, o bien, imagínate eso, en un mismo autor. Con dos de ellos en las manos, salí a caminar por las rotondas. La hipótesis del mecanógrafo suponía la existencia de un orate que transcribía palabras ajenas a velocidades variables, o que escuchaba el dictado de varias voces. La segunda hipótesis, mucho más simple, pero también más fascinante, entrañaba la existencia de un autor capaz de inventar ficciones a un ritmo incesante: ocho novelas compuestas en poco más de nueve meses. Quise arañarme la cara con ambas manos. «Portentoso, sobrehumano», pensé. Casi llegando al cementerio, pensé: «Ocho novelas en unos doscientos setenta días». ¿No te parece portentoso y sobrehumano? Sumé las páginas y pensé, gravitando de vuelta hacia las rotondas: «Mil novecientas noventaiún páginas en nueve meses. Portentoso y sobrehumano, lo que sea de cada quien». Pensé: «Mil novecientas noventaiún páginas en doscientos setenta días son siete páginas al día». De alguna forma, eso me pareció menos portentoso. «Pero no menos sobrehumano», pensé. Imaginé a la escritora (no sé por qué supuse que se trataba de una mujer): una anacoreta, una eremita, una ermitaña, una monja cenobita enjaulada en una gruta entre matorrales, o una homicida condenada a prisión perpetua, una mujer que ha matado a su esposo y vive su último año antes de la horca, aporreando una máquina de escribir hora tras hora, mirando un reloj, ensimismada en una celda con la ventana embarrotada, o en una celda sin ventana, ¿en qué ciudad? Pensé: «En ninguna ciudad». También pensé: «¿Qué cosa es una monja cenobita?».
Esa noche volví a acostarme en el piso del estudio, con un lamparín de querosene (aunque en el estudio había una instalación eléctrica), y me metí en una bolsa de dormir con el primer fólder. Ciento veintidós páginas: agosto de 1970. Pese al tenaz revoloteo de los avechuchos en el bosque, llegué casi a la mitad de la lectura durante la noche y la terminé después del desayuno, sentada ante la puerta de un mausoleo. Me alegró comprobar que, en efecto, era una novela. El protagonista se llama Ulises Cámara, es bibliotecario, vive en una isla frente a la costa de Valparaíso, la isla de Más Afuera, en el archipiélago de Juan Fernández, en una casa hecha de barro junto al cementerio. De día recorre los pasadizos de la biblioteca y de noche los callejones del cementerio, pero cada vez que camina por el cementerio siente que está en la biblioteca y cada vez que camina por la biblioteca piensa que está en el cementerio. La novela es un largo monólogo interior en el que una se va enredando como las patas de una mosca en una telaraña, y del mismo modo se enreda la mente de Ulises Cámara, que lee las lápidas como si fueran libros y los libros como si fueran lápidas. Una tarde coge diez libros de la biblioteca y por la noche los deposita sobre diez tumbas y luego se encarama en un mausoleo y mira el paisaje y se siente hondamente reconfortado. Entonces decide hacer lo mismo la noche siguiente y la siguiente y va trasladando los libros de diez en diez y los reparte sobre los túmulos y los mira. Meses más tarde se da cuenta de que en la biblioteca los agujeros sin libros son cada vez más visibles y decide dejar de llevar libros al cementerio y empieza a llevar lápidas a la biblioteca. En una noche de borrachera en vez de llevar una lápida lleva un cadáver, que coloca en un estante y al que le ofrece un cigarro. Una madrugada lo sorprenden escarbando una tumba y lo meten a la cárcel. Cuando sale se siente viejo y agotado y ha perdido el trabajo en la biblioteca y su casa junto al cementerio se la han alquilado a alguien más. Como no tiene dónde dormir se acurruca al costado de una lápida. Sueña y despierta y mueve la lápida y descubre el agujero de la tumba y se introduce en él como si fuera la boca de un túnel o la boca de una mina. No encuentra un féretro sino un hoyo ancho y profundo por el que puede caminar sin agacharse. Sueña y despierta y mira arriba y ve la isla por debajo. La novela termina con esa visión espantosa: el sistema de tumbas en el techo de la caverna, una especie de cielo sólido en el que se incrustan los féretros como guijarros; los ojos de Ulises Cámara ven eso y se cierran y después los abre y trepa hasta el techo de la isla subterránea para hacer el intento de salir por el hoyo de la tumba que escarbó al entrar pero, cuando llega, entiende que esa tumba es la suya y que ya es tarde para escapar.
Terminé de leer y suspiré. Me pareció la obra de una escritora primeriza. «Pero nada mala, nada mala», pensé. Era, más bien, lo que algunos llamarían una escritora de raza, expresión que yo misma no uso porque me hace pensar en poetas cuadrúpedos cubiertos de pelo. El asunto es que decidí leer las otras siete novelas, de ser posible antes de que Clay volviera de Rhode Island. El teléfono había sonado toda la mañana y en ese momento volvió a timbrar pero no respondí y me llevé al jardín el segundo manuscrito, o el segundo mecanoescrito, no sé si existe la palabra mecanoescrito. Leí un rato en el dédalo de rotondas y después en el estudio y después en la cocina. La historia era menos lúdica y más escabrosa que la primera pero las conectaba una red de túneles subterráneos. Leí con placer hasta que, por la tarde, me interrumpió un golpe a la puerta. Corrí de sala en sala y miré por la ventana: era el policía gordo. Llevaba gafas negras y se había untado una crema violeta en las mejillas. Me preguntó si estaba bien, si no había visto nada raro en esos días. Respondí, respectivamente, que sí y que no. Me dijo que me había telefoneado todo el día.
–Usted