Vivir abajo. Gustavo Faverón. Читать онлайн. Newlib. NEWLIB.NET

Автор: Gustavo Faverón
Издательство: Bookwire
Серия: Candaya Narrativa
Жанр произведения: Языкознание
Год издания: 0
isbn: 9788415934813
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le mochaban el campanario a la iglesia, si había iglesia, o si había campanario, sonríe: una mirada esponjosa. Ponían banderas rojas y pintaban lemas en las paredes. Después nos daban ropa limpia, nos hacían fingir que éramos la gente del pueblo, incluso a algunos que eran del pueblo los hacían fingir que eran del pueblo, dice: así eran las películas de los senderistas; sobre pueblos felices.

      Una vez entramos a un caserío donde todos estaban muertos, sentados en las puertas de sus casas, o tumbados en la zanja que estaban abriendo cuando llegaron los militares. Otra vez entramos a un pueblo donde todos estaban vivos y tenían caras de felicidad y nos miraban y no tenían miedo. De ese pueblo nos fuimos. Por la noche volvimos para matarlos pero ya no habían nadies. A los dos días regresamos y ahí estaban de nuevo, sonrientes. Otra vez nos fuimos y volvimos de noche y nadies estaban. El jefe dijo que era un pueblo embrujado. Nos quedamos hasta que empezó a caer la noche y uno por uno fueron apareciendo los sonrientes, y uno por uno los fuimos matando. Era un pueblo chico, no nos demoramos mucho.

      Dice que después lo hicieron jefe de una columna. Ya era mando, era el camarada Alcides, dice. Dice que, como mando, condujo un ataque a un pueblito cerca de Huanta. Un ataque, sonríe, pero la mueca se le desvanece de inmediato y dice que en verdad fue una masacre. Una matanza: más de sesenta muertos, incluso niños, viejos, viejos lisiados, locos, mujeres viejas. Matamos a todo el pueblo. Se llamaba Andamarca. Después ya no existía Andamarca. Dicen que ahora ya existe de nuevo. Los matamos con hachas, machetes, dinamita. A los pocos meses me capturaron. Me pegaron, me torturaron, me la metieron, me sacaron la mierda. Querían que confiese que había estado ahí, que les diga quién había sido el mando, quién era Alcides. Alcides era yo pero me hice el cojudo. Me llevaron a El Frontón. Aquí al frente, a la isla. Fue la primera vez que vi el mar. Yo nunca había visto una cosa más horrible. Allí estuve tres años. Hasta el motín. No fue un motín cualquiera: estaba coordinado, un motín en tres cárceles al mismo tiempo. Nos destrozaron. Fue como la vez de la masacre pero los masacrados fuimos nosotros y no habían niños ni mujeres ni muchos viejos aunque sí habían locos. Después dice que él se escapó de la masacre nadando. ¿Nadando?, pregunta George. Varios trataron de escapar nadando, dice el hombre: yo creo que nadie más pudo. Estuve horas en el agua. Al final las olas me botaron aquí. Me pongo de pie en la orilla y miro al frente y veo esta casa incendiada y mi primera impresión es que he nadado para atrás, que estoy otra vez en la isla. Entonces volteo y escucho que al otro lado del agua siguen sonando las explosiones. Después vi en los periódicos que los marinos y los guardias republicanos repasaron a los heridos y mataron a los que se rindieron, pero dejaron a treinta con vida. A cualquiera que no estuviera entre esos treinta, o entre los cadáveres, lo dieron por muerto. O sea que yo estoy muerto. Por eso digo que este sótano es mi tumba, sonríe. George debe pensar largo rato en eso porque la cámara se queda fija en la cara del otro. Uno puede (al menos yo puedo) imaginar su gesto de asombro. Después el hombre dice: mi nombre es Hildegardo Acchara. Hildegardo es con hache. Acchara es sin hache. Antes mi nombre era Alcides. Antes de eso, Hildegardo. Ahora, otra vez Hildegardo. Estira el brazo, le da la mano a George. Pero en la calle, Ronald, añade, sonríe, alza los ojos, ignora cuánto le va a costar haber contado esa historia.

      Libreta 3. Noviembre de 1992

      … Tengo la impresión de haber hablado con George muchas veces en esos meses, pero, cuando hago memoria, entiendo que no son más de cuatro o cinco. Una sola vez lo veo sin su cámara a la mano. Está sentado en la última mesa de un bar en la calle Berlín, cerca al cine Colina, con un vaso de whiskey. Un bar ruidoso y oscuro donde lee encorvado sobre las páginas de un libro, ¿alumbrándose con una linterna como si estuviera en una cueva o en una trinchera o en el túnel de una mina o llevara varios días al fondo de un pozo en medio del desierto? El libro es un tomo blanco y grueso de pasta dura con la cara de un hombre en la sobrecubierta, una cara ruda que a mí me parece el rostro de un leñador o de un cazador de animales muy grandes. Le pregunto de qué trata el libro y creo entender que me dice que es un libro acerca del origen del mal pero después me doy cuenta de que ha dicho que ese libro es el origen del mal. Hay una revista sobre la mesa, al lado del libro. Al rato me la muestra. ¿Con cara de orgullo? No. Más bien hay algo no sé si irónico o cínico o descreído en su gesto, un desacomodo que no logro situar. Me dice que la editaron en Buenos Aires, ¿hace tres años?, y la abre en una página donde aparece su nombre como autor de un artículo titulado «El hombre-elefante en Argentina». Al rato se levanta para ir al baño y yo leo el artículo saltando párrafos. Comienza con la narración de un encuentro, en un hospital de Buenos Aires, entre Horacio Quiroga y un hombre que sufre una terrible deformidad, una elefantiasis que le tuerce el cuerpo de pies a cabeza, zzfante de Leicester. El artículo, sin embargo, menciona eso a la volada, solo para hacer notar que la película de David Lynch, El hombre-elefante, se hubiera beneficiado si el lugar del encierro hubiera sido un sótano y no una oficina con muebles limpios y vajilla de porcelana, y se hubiera beneficiado aun más si el sótano hubiera estado en alguna ciudad de América Latina y no en Londres. Cierro la revista y cojo el libro que George ha dicho que es el origen del mal, o eso me ha parecido, y leo en la carátula el nombre de Robert Frost y el título Collected Poetry. Ojeo el volumen, que está profusamente subrayado y tiene cientos de anotaciones en los márgenes. En una página marcada hay un poema sobre luciérnagas que parece una ronda infantil. Cuando George vuelve del baño, hablamos de cualquier cosa. No le pregunto por Ariadna pero sé que su relación se ha vuelto más estrecha…

      … Debe ser por esos días que él entra en la casa de Ariadna, la casita rosada, por primera vez. Le ha de parecer austera y de un orden maniático (no es una casa pobre, pero sus espacios son minúsculos). ¿Son las mesitas gemelas, los pisos alfombrados con tapiz verde pasto, las flores amarillas en los jarrones, la simetría de las puertas y los jardines, lo que lo hacen sentir que entra a la vez en un cementerio y una casa de muñecas? (Esa fue mi impresión la primera vez que estuve ahí). Ariadna y él han ido al cine a ver Masacre: ven y mira, de Klimov, y de regreso ella le ha dicho que quiere presentarle a su papá. El viejo Rainer lleva un suéter de trineos tiroleses muy apretado al cuerpo (estoy extrapolando: eso llevaba cuando lo conocí). ¿George le mira la boca de dientes oscuros y disparejos? Es lo primero que cualquiera mira cuando ve a Rainer. Además, no hay muchas otras cosas en las cuales distraer la atención. En las paredes no hay adornos, excepto a un lado de la mampara que da al jardín, donde hay una serie de cuadros pequeños que a George necesariamente lo sorprenden. Son pinturas flamencas, unas de la Edad Media, otras del Renacimiento (no se trata de grabados caros, sino de páginas arrancadas de libros). La primera que reconoce es La extracción de la piedra de la locura, de Hieronymus Bosch. No puede evitar decir que ese era el cuadro favorito de su padre. Rainer le explica que él fue profesor de arte y que hace miles de años, en Dresden, escribió una tesis doctoral sobre la pintura flamenca y la piedra de la locura, es decir, sobre los cuadros que representaban a un cirujano sacándole a un loco una piedra de la cabeza, para curarle la locura. [¿George vuelve a pensar en su padre? No puede ser de otra manera: piensa en el sótano y en las tijeras y no es difícil suponer que en ese instante siente ganas de llorar]…

      … Sin embargo, en su plan, y en todo lo que ocurrirá entre entonces y setiembre, este momento es decisivo por otra razón: si George siente lástima de Rainer, si lo ve viejo y acabado e incapaz de valerse por sí mismo, esto es, si el anciano le da pena, George podría perdonarle a Ariadna el horror, podría arrepentirse, no hacer nada. Rainer dice: ¿y por qué le gustaba ese cuadro a tu padre? Nunca me lo dijo, responde George, ¿agitado? Rainer se da cuenta de que, aunque George es quien lo ha traído a colación, el tema del padre lo incomoda. Rainer es un hombre sensible (un buen hombre) y corta esa rama de la conversación. Toman algo –¿una cerveza que Rainer pide y Ariadna trae del refrigerador?– y después Rainer le muestra a George las otras reproducciones. Todas son sobre lo mismo: la piedra de la locura. Cuadros de van Hemessen, Havickszoon Steen, Pieter Bruegel el Viejo, Koffermans, etc. Después observan el de Hieronymous Bosch y Rainer habla largamente, con un poco de presunción, una actitud que molesta a George: le parece la típica arrogancia de los intelectuales (todo está dicho). De inmediato da la impresión de que al mismo Rainer su discurso le ha parecido, también, un poco pedante. Cambia de tono. Dice que, en aquel tiempo, en Holanda, la gente creía que la locura la causaba una piedra que crecía en el cerebro, como un cálculo renal, solo