«Sería hermoso coronar la cima de aquella montaña y sentir el mundo a mis pies —pensó para sus adentros—. Aunque creo que nunca seré capaz de ir más allá de estas cuatro paredes. Los retos son para los intrépidos, yo no puedo, fracasaría en el intento. Antes, era otra cosa, pero ahora con la familia, el trabajo, la hipoteca, el crédito del coche… Son muchas las obligaciones que me tienen atado para lanzarme a una aventura como ésa».
Aquel pensamiento lo sumió en un profundo estado de tristeza y añoranza. Ahora se daba cuenta de que echaba de menos su época de juventud, cuando se veía en lo más alto brillando con luz propia, aquella edad en la que ningún obstáculo era lo suficientemente grande para detenerlo. Había luchado duro, pero ya se veía sin fuerzas, y lo que era peor, no se valoraba.
«¿Qué ha pasado? ¿Qué me ha ocurrido para llegar a este conformismo y pasividad que me domina? —Y él mismo se convencía—: Y si fracaso…, son tantas las responsabilidades contraídas que no debo pensar en retos».
Y una vez más, como en ocasiones anteriores, aunque él no las recordara, volvió a abstraerse en la monotonía del empleo olvidando como hasta entonces las inquietudes. Y como un hombre gris más, en un mundo de hombres grises, reanudó su autómata actividad. Sentado en su mesa ante el ordenador se dispuso rutinariamente a bajar el correo.
Entre las docenas de spam, un correo electrónico llamó su atención, sin asunto, sin remitente, pero dirigido personalmente a él, decía:
Gota de Felicidad para este día: cualquier cosa que quieras hacer o soñar, puedes empezarla. El valor encierra en sí mismo genio, fuerza y magia.
«Publicidad, sólo publicidad, cuánto correo basura», pensó, y eliminó el mensaje.
Al día siguiente, como pieza encajada en el sistema sin capacidad de iniciativa, a las siete cincuenta y siete introducía su tarjeta en el reloj perforador, y de nuevo una jornada de ocho monótonas horas. Al final de la tarde, cansado y mientras se colocaba la chaqueta dispuesto a regresar a su casa, se asomó una vez más a la ventana. Allí, ante él, con aspecto desafiante y provocativo, se erguían como siempre las lejanas cumbres.
«¿Acaso no seré capaz algún día de escalar a esas montañas y alcanzar la cumbre?», se dijo de nuevo. Pero ahí quedó todo.
Al llegar a su piso y abrir el buzón encontró entre los envíos de bancos y demás folletos de supermercados un sobre sin remitente. A abrirlo, en una cuartilla mal cortada y con escritura borrosa, leyó:
Si crees que puedes, o si crees que no puedes, estás en lo cierto.
Era como si un consejero fantasma escuchara sus pensamientos y lo aconsejara. Pero, sin hacer caso y como el resto de los envíos, el papel fue a parar al bote de la basura.
Aquella noche el sueño no le proporcionó el descanso preciso. Ojeroso y vacilante se dirigió a la ducha, y bajo el chorro de agua dejó que sus inquietudes se fueran con la espuma por el desagüe. Al ponerse ante el espejo y ver la turbia y deformada imagen de su rostro se sobresaltó: creyó estar frente a un espectro. Como si de una película se tratase, comenzó a recordar toda su vida: proyectos, ilusiones, fracasos, pérdidas, encuentros, partidas… ¿Qué le quedaba de todo aquello? ¿Dónde habían ido los sueños? ¿Dónde estaba ese valioso joven que un día creía ser?
Y de nuevo, aquel estado de tristeza y de añoranza se apoderó de él.
No podía seguir así. Se sentía confundido, desmotivado, apático, sin autoestima e insatisfecho con todo lo que le rodeaba, aquello que con tanto esfuerzo había conseguido y le costaba mantener. Entonces, como si una voz le susurrara al oído, le fueron emergiendo algunas preguntas:
¿Cuál es el problema específicamente?
¿Qué ves, oyes, te dices y sientes para saber que eso es un problema?
¿Qué tiene eso de grande, de importante, de infranqueable?
¿Qué puedes hacer para que eso deje de ser un problema?
¿Qué te impide ahora hacer que eso deje de ser un problema?
No encontraba respuesta para ninguna de las cinco cuestiones, y de nuevo, como un autómata más, agregado en el rebaño de autómatas, se dirigió a su oficina, aunque antes se detuvo, como tantos días, a tomar un café.
Al mirar el sobrecito de azúcar encontró una de esas sentencias impresas que decía:
El conformismo mata más que el más mortífero de los venenos.
«Demasiadas coincidencias para ser eso, una coincidencia», pensó. El texto leído lo reconectó con las cinco preguntas que aún no se había respondido, y mientras pulsaba el botón del sexto piso y el ascensor iniciaba su marcha, concluyó:
«Ya sé cuál es el problema: no me valoro absolutamente nada, y mi vida carece de sentido. Imposible seguir conformándome con la mediocridad de mi existencia. Quiero algo mejor, me lo merezco, merezco más calidad y mejores frutos para mi familia y para mí. ¡Es el momento de escalar la cumbre!».
Imbuido de una extraña y poderosa energía dio media vuelta y salió a la calle. En ese instante le dio la impresión de que todo a su alrededor tenía otra luz, otra vida, que el aire era tonificante y la brisa lo estimulaba. Por fin, desde hacía muchos años, de nuevo sentía que la vida manaba en él. Pero apenas avanzados unos pasos, una insignificante nube ocultó el brillante sol de la mañana, y en ese mismo instante un oscuro pensamiento cruzó también su mente:
«¿Y si más allá no hay nada? ¿Y si sólo es una falsa ilusión? ¿Lo merezco? ¿Acaso no tengo lo que necesito? ¿Y si lo pierdo todo? ¿Y si…? ¿Y si…?».
Aquello fue suficiente para que lo inundara el pánico y precipitadamente corriera a fichar como todos los días. De nuevo sumido en la monotonía, mes tras mes, transcurrió más de un año. El deterioro físico iba haciendo mella en él, y sus reflexiones no alcanzaban ya otra cosa que el programa de televisión que debía poner, cómo pasar el fin de semana o cómo llegar a final de mes. Y para colmo, la empresa, como otras muchas, también iniciaba su propia crisis y el fantasma del paro se cernía sobre la cabeza de Nico. Comenzaba a verle las orejas al lobo. Conocía a compañeros y vecinos, aún jóvenes como él, achacosos, que malvivían del subsidio de desempleo, vagando por las calles casi como mendigos en busca de cualquier faena con la que distraerse o pasando interminables horas en las colas del INEM esperando que cayera algo del cielo.
La estremecedora imagen de verse en tal tesitura prendió la chispa de energía que necesitaba. Por un lado veía, sentía y escuchaba la cumbre de la montaña, que lo atraía poderosamente y lo llamaba insistentemente, y por otro, huía de la posibilidad de caer en el cenagoso pozo del desempleo o de quedarse estancado en las fangosas arenas de la mediocridad.
Una de esas lánguidas mañanas su jefe lo informó de que iban a sufrir drásticas reducciones de plantilla, y que aunque a ellos aún no los afectaba, pronto les llegaría también la hora. Aquella noticia lo sumió aun más en ese estado de tristeza y apatía tan próximo a la depresión. Se veía acompañando a sus conocidos en la hilera de los desocupados.
Por la tarde, la situación se le hacía insostenible, estaba a punto de perder la razón e incluso le hubiese sido muy fácil caer en el alcohol o en las drogas, como tantos otros que conocía. Al llegar a su casa y dejarse caer sobre un sillón se quedó semidormido en un estado de extraña conciencia. En ese momento, como si se tratara de una película, comenzó otra vez a recordar toda su vida: desde su más tierna infancia hasta ese día; lo hecho y lo no hecho, éxitos y frustraciones, bondades y perfidias, ilusiones y frustraciones, valores y cobardías.
A su alrededor, una opaca neblina