Como seres vivos, estamos sujetos a los mecanismos y leyes que la Naturaleza tiene asignados para el crecimiento y el desarrollo de cualquier ser vivo, a saber: nos engendran, gestamos, nacemos, crecemos, nos multiplicamos, envejecemos y morimos. Es la Ley de la Vida. Y desde este punto de vista, en muy poco nos diferenciamos de
los vegetales y los animales; compartimos con ellos los mismos procesos. A igual que las plantas y demás animales, poseemos un mecanismo de supervivencia que opera casi idénticamente; luchamos para sobrevivir. Los humanos heredamos evolutivamente ese mismo dispositivo que permanece registrado en el cerebro reptilíneo y que es el primero que entra en funcionamiento nada más nacer. El bebé recién nacido sólo se ocupa de sobrevivir. Los animales, más evolucionados que las plantas, poseemos además un segundo mecanismo, que es el de evitar el sufrimiento y buscar el placer. Este dispositivo, tanto en el hombre como en las bestias, se encuentra codificado como automatismo de huida–ataque, atracción–rechazo, en el cerebro límbico. Este segundo mecanismo emisor–receptor no opera en el humano hasta que la supervivencia no está asegurada y, por tanto, en muchos casos depende de que el anterior se haya consolidado. Por último, el hombre y algunos animales superiores contamos con un tercer cerebro: córtex, que es mucho más especializado y que se ocupa de funciones complejas como la lógica, la abstracción o el análisis. Cada uno de esos tres cerebros (reptilíneo, límbico y córtex) es responsable del desarrollo humano, primero inconsciente y, más tarde, consciente. Pero lo que realmente nos diferencia del resto de los seres de la creación es la conciencia como facultad superior. Definiendo ésta como la parte de la mente capaz de discernir entre el bien y el mal, entre lo correcto y lo incorrecto, entre lo lícito y lo ilícito, entre lo conveniente y lo inconveniente, entre lo saludable y lo nocivo, entre lo cierto y lo falso.
Una vez que se ha cortado el cordón umbilical, el bebé debe adaptarse al medio para sobrevivir y continuar con su crecimiento. Si durante esta fase crucial de la vida no recibe los nutrientes adecuados (alimento, calor, protección, afecto, limpieza, etc.), sentirá su carencia y su desarrollo se verá afectado negativamente. Los impactos del ambiente en el que crece: lugar, personas, alimentos, atención, etc., irán construyendo el primer sustrato de la personalidad. Superada la etapa anterior entrará en el ciclo del entrenamiento conductual, tanto verbal como no verbal, que va desde los tres o cuatro años hasta los seis o siete. En esta fase se ejercitará en el aprendizaje de los movimientos coordinados: caminar, articular sonidos y palabras, hablar, manejar instrumentos (cubiertos, vasos, lápices, etc.). Una deficiencia (por falta de la atención adecuada) en este nivel conductual marcará y condicionará su posterior desarrollo equilibrado. A partir de lo que siempre se ha llamado uso de razón, alrededor de los siete años, se inicia el despertar y desarrollo de las capacidades. Es la época en la que el niño se formará en el pensamiento organizado, comenzará a reconocer las emociones y a desplegar las habilidades sociales.
Cumplidos los catorce años, el joven comienza a vivir intensamente una transformación orgánica y psicológica, un nuevo mundo de emociones y sensaciones se abre ante él. Es una etapa en la que se empieza a dar cuenta de que no está solo en el mundo, de que no es el centro del Universo y de que sus estados internos dependen en gran medida de cómo se relaciona con otros individuos. Los comportamientos y estrategias de pensamiento que construyó en etapas anteriores son la clave para comunicarse adecuadamente con sus semejantes. Esta fase es crítica en la vida del hombre o mujer; de su armonía y equilibrio psicológico (comprensión adecuada de los estados emocionales) van a depender su posterior solidez y autovaloración. Si en este periodo el sujeto sufre rechazos, desengaños, aislamientos, abusos, desdenes, etc., y no los asimila adecuadamente, en lo sucesivo se consolidará como una persona apocada, retraída, introvertida y con baja autoestima, o tal vez se vaya al extremo opuesto transformándose en un rebelde antisocial. Sea cual sea la actitud que adopte, estará manifestando el desequilibrio surgido por no haber madurado adecuadamente.
Alrededor de los dieciocho años se inicia un el reajuste del sistema de creencias y valores que determinarán definitivamente (hasta que tome conciencia de ello) su personalidad como adulto. Es el momento de cuestionarse todos los porqués transmitidos por sus progenitores, tutores y educadores y de reconsiderar su validez y adecuación. Sus pocas vivencias y limitadas experiencias son las únicas que cuentan para él/ella. Las generalizaciones, eliminaciones y distorsiones están permanentemente presentes subjetivando su red de nuevas creencias y valores. Obviamente, todo lo que el sujeto experimentó como negativo en la edad del pavo será un factor concluyente para construir creencias limitantes; al igual que todo lo que le agradó o resultó placentero lo instalará como creencias potenciadoras, aunque sean falsas y muchas veces sean una trampa en su posterior vida de adulto. Las creencias, que no son otra cosa que expresiones lingüísticas de las experiencias subjetivas, es decir, una interpretación personal de la realidad, serán, para bien o para mal, las que fortalezcan o deterioren la imagen de sí mismo.
El último eslabón que le queda a la persona por completar (y que muy pocos completan adecuadamente) es el de su identidad. Una vez establecido el sistema de creencias y valores, o lo que es igual, habiendo marcado los límites de su mapa del mundo, sólo le queda responderse a las preguntas: ¿quién soy yo?, ¿qué sentido tiene la vida?, ¿qué hago en este mundo?, ¿de dónde vengo, adónde voy? Todo lo vivido desde la infancia aflorará para encontrar la respuesta. Las relaciones con sus padres, hermanos, sus experiencias escolares, amorosas, de amistad, sus éxitos y fracasos, sus abandonos y triunfos, sus aspiraciones, ilusiones y frustraciones, todo se presentará ante él para encontrar la clave. Esas cuatro cuestiones trascendentales, casi siempre, se presentan en nuestro interior de forma inconsciente, como una leve insinuación o inquietud, y es necesario que las llevemos al plano consciente para poder reflexionar sobre ellas y darles respuesta. La mayoría de las personas silencian las preguntas o se limitan a hacer un inventario de sus recuerdos concluyendo que son eso, la suma de los mismos. Si la vida les ha sonreído, afirmarán ser una «persona excepcional», si les ha ido mal, concluirán que son «un desastre». Pero todas y cada una de esas conclusiones son falsas, ya que nadie es la suma o la resta de lo que hizo o dejó de hacer. No somos nuestras conductas, realizamos conductas. El concepto que surge de uno mismo tras estas operaciones de adición o sustracción está vacío de contenido. Sólo conduce a una imagen de uno mismo completamente ficticia y engañosa.
Entonces, ¿cómo se puede salir del atolladero?, se preguntará más de uno.
Lo que sin duda necesita esa persona es saber qué hacer y cómo hacerlo para restablecer un concepto real de sí misma, ya que el que tiene es completamente subjetivo y repleto de distorsiones, eliminaciones y generalizaciones absurdas y ridículas sobre ella y sobre lo que la rodea. Ha construido un mapa mental de cómo cree que es mundo y de cómo es ella, pero ciertamente todo es un retrato deteriorado y viciado, en definitiva, una imagen falsa de uno mismo y del propio universo.
Cuando una personalidad está deformada y asentada, da como consecuencia una baja autoestima. A tal sujeto le ha resultado mucho más cómodo responderse a los «¿por qué?» con creencias estúpidas, que buscar los «cómo» para salir de la situación emocional en la que se encuentra sumergido. Él mismo se ha montado su propia trampa. Ahora hay que salir. Pero ¿por dónde empezar? Muy sencillo: «Empecemos por el principio, sigamos después y cuando lleguemos al final, paramos».
Bien, pues el principio es, ni más ni menos, que tomar conciencia de los valores que como todo ser humano tienes, y también tener una alta dosis de sinceridad y respeto a ti mismo para reconocer las excusas y autojustificaciones que te das para no hacer lo que tienes que hacer. En consecuencia, podemos decir que la autoestima se sustenta sobre dos pilares básicos que resultan indispensables e inseparables, los valores personales y el respeto a uno mismo. ¡Eres valioso, reconócete, respétate, actúa!
Quien es auténtico, asume la responsabilidad
por ser lo que es y se reconoce libre de ser lo que es.
Jean Paul Sastre
Despertar a la conciencia
El