El tercer movimiento fue el de la Opción por los pobres. No bastaba con adecuarse al mundo moderno, ya inmersos en este había que ser críticos de la realidad a medida que se iba tomando conciencia de la pobreza, la opresión y la injusticia estructural. La vida religiosa no podía únicamente contentarse con pensar la realidad, era necesario transformarla. La miseria de todo un continente exigía la solidaridad activa con los más pobres. Entonces se suscita un desplazamiento, un éxodo de las comunidades religiosas ubicadas normalmente en grandes instituciones al servicio de los más privilegiados de la sociedad, para inculturarse e insertarse en comunidades, barrios y regiones de los estratos poblacionales menos favorecidos por la fortuna. En Latinoamérica y el Caribe los distintos carismas de la vida consagrada se arriesgaron a vivir en fidelidad creativa la consigna visionaria de Juan XXIII: “la iglesia es y quiere ser la iglesia de los pobres”.
Acudiendo otra vez a la propia experiencia, fue muy polémica, incluso en mi familia, las opciones de un grupo de religiosas (entre ellas una tía mía) pertenecientes a una congregación docente de la ciudad en la cual vivíamos, de cambiar los tradicionales hábitos monjiles por la vestimenta corriente de las mujeres, conseguir trabajo en colegios estatales e irse a vivir a uno de los barrios más pobres de la ciudad. En medio del escándalo suscitado en el interior de su Congregación recuerdo haber ido a visitarlas con mis padres, era impactante la sencillez con la cual vivían, la gran acogida y alegría de la gente por su presencia y el generoso trabajo que realizaban. Mientras estuvo al frente de la provincia una Hermana abierta al cambio con liderazgo fraterno y espiritual, esta comunidad en inserción se sostuvo y avanzó. Pero luego vino una provincial conservadora y retrógrada, quien asfixió a las Hermanas con sus críticas y decisiones, la tensión llegó a tal punto que todas decidieron retirarse de la Congregación. Como este ejemplo que narro son muchos los que ocurrieron a lo largo y ancho de los países. Lamentablemente no siempre fueron comprendidos y acogidos los visionarios que abrieron trocha para el alumbramiento de una vida consagrada más auténtica.
La “opción preferencial por los pobres” y la “inserción en la vida de la iglesia particular” como se vino a llamar posteriormente en un tono conciliador y de moderación, contó en su trasfondo con la ayuda de un contenido teórico serio que se conoció como “teología de la liberación” y “educación popular”. De igual manera, como para nadie era evidente y claro si lo que se estaba haciendo era el camino correcto, a la búsqueda sincera por acertar, la acompañó la colaboración y la consulta interpares, entre aquellos que se encontraban comprometidos con la misma línea de trabajo popular. Aparecieron temores que tenían que ver con el miedo de que la acción de los religiosos degenerara en opción política partidista, y hasta marxista y guerrillera. En los documentos la opción era de toda la Congregación, pero en la realidad fue de individuos y de grupos minoritarios. Los estamentos de poder animaron el criticismo exacerbado, el ahogamiento económico, la marginación de personas y grupos, la casi prohibición de comunicación con los jóvenes en formación, al mismo tiempo que la compra de conciencias con dádivas (viajes, estudios, cargos, etc.) para la deserción de los cuadros. Sin embargo, por encima de todo esto, fue como nunca antes una labor de conjunto creativa, de gran sabor evangélico y sin par en la vida religiosa posterior. La opción por los pobres y la inserción fue el punto cumbre de inflexión entre una vida religiosa que murió y otra distinta que nació. Fue refrendada por la persecución y el martirio sufridos del poder político, económico y militar.
El cuarto movimiento fue el de los Caminos de refundación. Como los anteriores no es posible decir cuándo termina uno y cuándo comienza el otro. Se entretejen mutuamente. Lo cierto es que cuando menos se pensaba las familias religiosas estaban hablando, pensando y ejecutando procesos de refundación. Nadie estaba satisfecho con lo logrado hasta ahora en la renovación que el Concilio, ya lejano en el tiempo, había pedido. Una nueva ola de cambios socioculturales, económicos y tecnológicos vinieron a sumarse a los existentes. Una nueva generación vino a tomar el relevo. Había que construir la nueva historia de la vida consagrada en nuevos escenarios. De manera que no era para nada extraño que todo apuntara a un nuevo comienzo a partir de los fundamentos. Curiosamente, este movimiento de refundación fue vivido por las comunidades religiosas a distintas velocidades y con niveles de intensidad diferentes. Mientras unos Distritos lo abrazaban con entusiasmo, otros lo rechazaron totalmente. Mientras unos líderes de la vida religiosa latinoamericana y caribeña lo promovieron y defendieron, otros fueron su freno y obstáculo. Se propagó la idea de que tal vez esa apuesta de querer re-fundar (volver a fundar) los institutos desdibujaba la vida religiosa ¿Qué había ocurrido? Comenzaban a despuntar tímidamente los primeros anuncios de involución, retroceso y parálisis que se van a consolidar con el siguiente movimiento.
Lo más lúcido de la refundación, que aún hoy pervive, fue la misión compartida entre los consagrados y sus colaboradores laicos. Una nueva aproximación teológica con énfasis en lo místico y profético afloró para alcanzar una clara comprensión entre el trabajo colaborativo en la misión dentro de un carisma particular, pero con vocacionalidades y compromisos diferenciados entre seglares y religiosos. Se crearon y perfeccionaron nuevas estructuras de animación de la misión llevadas en conjunto. Se organizaron nuevos procesos de formación para irrigar la espiritualidad propia de cada Congregación. Mas llega algo inesperado, el crecimiento numérico de nuevas vocaciones a la vida consagrada de finales de los años ochenta e inicios de los noventa, se estancó y en la mayoría de las comunidades religiosas disminuyó a cotas verdaderamente alarmantes. Fenómeno extraño todavía no suficientemente explicado culturalmente, aunque desde el punto de vista eclesial se le atribuye al fuerte control romano de la pluralidad, de la visión teológica y de la diversidad pastoral, sumado al aumento del clericalismo y la disminución de la vida carismática en la Iglesia. Se ingresaba ya al nuevo milenio, y si por un lado la vida consagrada había logrado construir un nuevo rostro, totalmente renovado, por otro no lograba atraer a un número suficiente de jóvenes de las nuevas generaciones a ese estilo de vida que seguía siendo de gran necesidad para la Iglesia del presente y del futuro.
El quinto movimiento fue el del Desencanto. Hubo un tiempo en el cual se intercambió espontáneamente un artículo muy interesante que llevaba por título “Los encantos de la vida consagrada”. Pero lo que allí se decía duró poco, dio paso a una creciente apatía y a un progresivo cinismo y desinterés con relación a la autopercepción del talante propio de la vida religiosa. Cundió la desesperanza y una especie de cansancio vino a permear la vida religiosa de América Latina y el Caribe. No son pocos los que han intentado auscultar las causas de tal fenómeno. Ciertas paradojas han contribuido a ello. Si durante varios lustros fue llegando una nueva generación de religiosos surgidos de todos estos años pletóricos de novedades, quienes ingresaron no colmaron las expectativas de ser los continuadores de los procesos de cambio; por el contrario arribó una generación que con su espíritu neoconservador retornó a usos y costumbres ya superados. El entusiasmo que suscitaba el creciente número de vocaciones para la vida religiosa femenina y masculina dio paso a un vertiginoso declive vocacional, que vino a cuestionar como polo a tierra el otrora lema de ser el “continente de la esperanza”. En las distintas familias religiosas muchos de los más comprometidos y proféticos ya no estaban, por múltiples causas