Memorias de un pesimista. Alberto Casas Santamaría. Читать онлайн. Newlib. NEWLIB.NET

Автор: Alberto Casas Santamaría
Издательство: Bookwire
Серия:
Жанр произведения: Социология
Год издания: 0
isbn: 9789587576832
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herido de muerte.

      —Padre —me respondió—, preferiría una derrota, ¡a desgracia tan sensible para mi corazón! ¡Tal y tan grande era el amor que profesaba a aquel ilustre joven!

      A pesar del esfuerzo que el general Pinzón hacía para disimular su pena, le fue absolutamente imposible ahogar en el fondo de su pecho la amarga tristeza que lo agobiaba, y al advertirlo, el general Casas, agonizando, le dijo:

      —General, no esté triste: hemos peleado bien; si una víctima quería el Señor, yo me ofrezco gustoso por el bien de mi patria. Consuele a mis padres; yo no les hago falta, pues tienen otros hijos que les ayuden.

      Luego se volvió hacia mí y me dijo:

      —¿Estoy tan malo?

      —Sí, hijo mío —le respondí.

      —Entonces —repuso—, me arreglaré para partir.

      Entraron de nuevo los jóvenes, y al verlos llorar, les dijo:

      —No lloréis, yo estoy muy alegre —y añadió—: padre, pídameles perdón en mi nombre a todos mis amigos.

      Luego, sacando su rosario, me dijo:

      —Este rosario me lo regalo vuestra reverencia —y empezó a encomendar a la Santísima Virgen a sus padres, hermanos, etc. Habiéndole preguntado yo que si estaba tranquilo, me dijo:

      —Padre, estoy muy contento.

      Hasta ese momento había estado medio sentado en el lecho, con la cabeza reclinada sobre mi pecho, de modo que yo le iba sugiriendo al oído jaculatorias y otros piadosos afectos; pero al llegar a esa hora, 11:30, se acercó el médico y me dijo en voz baja:

      —Padre, procure que se recueste, porque se nos muere sentado. Entonces le dije:

      —Me vas a hacer un favor, hijo mío.

      —Cuanto quiera, padre —me replicó.

      —Que te recuestes bien en la cama.

      Lo hizo en el acto, y repitiendo Mostra te essa matrem, sin exhalar un gemido, sin hacer ninguna contorsión, sin la menor angustia, expiró dulcemente a las 11:45 del 9 de agosto.

      En seguida hice enterrar al coronel Pardo, a quien no podía conducir a Bucaramanga por hallarse en descomposición, a causa del ardor de aquel clima, y despaché a un ayudante para dicha ciudad, anunciando que iba con el general Casas, y remití con el mismo una orden que me había dejado el general Pinzón para el señor Peña Solano, gobernador de aquella ciudad, acerca de los honores que debían hacer a Casas.

      A las 2:30 de la tarde salí de Lincoln con el cadáver que conducían soldados de la artillería. Al llegar a Altamira, los doctores Barberi y Serrano, me anunciaron que no me llegaría el cadáver a Bucaramanga, si no lo hacía abrir en Motoso, donde se hallaban las Hermanas de la Caridad y la ambulancia. Así lo hice a las 6:30 de la tarde.

      A las siete de la noche emprendimos de nuevo la marcha y caminamos hasta la una de la mañana, en que llegamos a Lebrija. Aquí dejé descansar a los soldados una hora, y en el ínterin, estuve hablando con el general Peña Solano por telégrafo, para que dispusiera los funerales y me enviara gente de refuerzo que condujera el cadáver, pues los soldados que yo llevaba iban ya muy fatigados.

      A las dos de la mañana seguimos y llegamos a Bucaramanga a las 5:30 de la madrugada. Después de haberle vestido y amortajado con su traje de general de división y dejar todo dispuesto para el entierro, me retiré a nuestra casa a recostarme un poco y tomar alimento. Yo había de celebrar la misa a eso de las diez de la mañana, y, por consiguiente, aunque mucho lo necesitaba, no pude tomar cosa alguna. A las 9:30 me dirigí a la casa de la Comandancia, de la cual había de ser conducido el cadáver a la iglesia. La comitiva desfiló en este orden:

      En primer lugar, abrió la marcha el Batallón Sucre, perfectamente uniformado a órdenes del general Angulo; luego era conducido el caballo del general Casas, ricamente enjaezado, con todos los arreos que suelen llevar los caballos de los generales; después iba un elegante coche, perfectamente enlutado; tras el coche, varios generales conducían en hombros el cadáver, pues de ninguna manera consintieron que se le pusiese en el coche. Yo cerraba la marcha acompañado por varios sacerdotes. Las calles de la ciudad por donde había de pasar el féretro estaban lujosamente adornadas, lo mismo que el templo, en cuyo ornato se desplegó una pompa que hasta entonces no había tenido semejante en Bucaramanga. Después de la misa que yo celebré, y demás ceremonias del entierro, condujimos el cadáver al cementerio, en el cual muchas y muy distinguidas personas, en elegantes discursos alabaron la abnegación, el valor y demás virtudes del general Casas. Su memoria quedará para siempre grabada en todos los padres y hermanos de la Compañía de Jesús que le conocieron, y el suave olor de sus virtudes, alentará a nuestros jóvenes a correr decididamente por el espacioso campo de la virtud y del saber.

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      Don Jesús Casas, tío de Alberto Casas. 1900. Foto archivo particular.

      Siendo niño, muy niño, me encontré en una situación de emergencia, de susto, que escapaba a mi comprensión: la revolución del 9 de abril.

      Mis hermanas y mis hermanos estaban ausentes. Por las ventanas de la casa de la carrera cuarta se veían las llamas de los incendios y se escuchaban detonaciones de arma de fuego; mi padre, desde una escalera en el patio, celaba el tejado. Mi madre rezaba como siempre. Había un visitante convertido por fuerza mayor en huésped obligado. Se trataba de Rafael de Zubiría Gómez, médico muy notable, más tarde alcalde de Bogotá y ministro de Salud, admirador de mi hermana Clara. Pasó tres días en cama improvisada.

      “Mataron a Gaitán, un político muy importante y el pueblo está protestando”, me explicaron. El atortole era mayúsculo y mis hermanas permanecían incomunicadas en el colegio de mis tías, localizado al frente del Palacio Presidencial, el lugar más peligroso de la confrontación entre el ejército y los revolucionarios francotiradores situados en la parte alta de los edificios y de las residencias desde donde disparaban de manera indiscriminada para causar la mayor cantidad de muertos. La balacera en algunas zonas del colegio –según el relato posterior de las alumnas– se hizo insostenible, por lo que el ama de llaves, de nombre Adonia, tomó la decisión de desalojar la cocina en la que se hallaba un grupo numeroso de niñas, lo que evitó la muerte de las que alcanzaron a retirarse, pero no la propia. Adonia y su asistente murieron en el corredor del abandono. Enterado mi padre de la tragedia y de la necesidad de atender el manejo de los cadáveres, instruyó vía telefónica, muy precaria, por cierto, a mi hermana Belén para que acudiera a la sede de la Cruz Roja, en la vecindad de la escuela, para solicitarle al doctor Calixto Torres, padre del célebre sacerdote Camilo Torres, médico eminente, que por favor se encargara de la emergencia, lo que se hizo con la mayor eficiencia.

      Finalmente, el 13 de abril, mis hermanos llegaron caminando desde la calle 50, residencia de Alfonso Casas Morales, rector del Gimnasio Campestre, a donde habían escampado de los desórdenes de los amotinados, superando sanos y salvos los riesgos de la calle donde la tensión continuaba con ataques esporádicos.

      Los hechos que rodearon el asesinato de Jorge Eliécer Gaitán y sus consecuencias son suficientemente conocidos, pero la responsabilidad de los dirigentes políticos sigue siendo materia del debate histórico.

      Como antecedente habría que señalar la renuncia del presidente Alfonso López Pumarejo, en agosto de 1945, que debilitó al Partido Liberal afectando su unidad. Esa división entre dos candidatos, los exministros Gabriel Turbay y Jorge Eliécer Gaitán, condujo a la minoría conservadora al poder en su condición de minoría más grande. El nuevo gobierno conservador no tenía gobernabilidad y propuso un gobierno de Unión Nacional de solidez muy frágil. El liberalismo no renunciaba a sus mayorías a pesar de haber perdido la jefatura del Estado. Participaba en el gobierno de la Unión Nacional, como lo denominó