Memorias de un pesimista. Alberto Casas Santamaría. Читать онлайн. Newlib. NEWLIB.NET

Автор: Alberto Casas Santamaría
Издательство: Bookwire
Серия:
Жанр произведения: Социология
Год издания: 0
isbn: 9789587576832
Скачать книгу
para reconocerle sus virtudes de servidor público.

      Fermín, el señor de los toros y de los caballos, un caballero a carta cabal que amaba los deportes. Su hermana Rosario es una joya. Tiene la gracia y la elegancia de las mujeres distinguidas. Es la guardiana principal de la tradición Sanz de Santamaría.

      Los Navas Santamaría y los Santamaría Londoño completan la selección de amigos destacados por la rama materna. A Pedro Miguel Navas le debo el título de bachiller del Liceo de Cervantes; me preparaba en tres días con paciencia infinita y sabiduría de mejor estudiante del plantel para enfrentar el rigor de los exámenes finales.

      Las primeras letras las aprendí en el colegio de las señoritas Pulido, que funcionaba en la planta baja de la casa de la carrera cuarta. De esa etapa germinal solo recuerdo enseñanzas inútiles, por ejemplo, no se debería decir cubilete sino sombrero de copa alta. Con el paso de los días esa planta se convirtió en el Anticuario de La Candelaria de mis hermanas Belén y Julia. Luego pasé, al igual que mis hermanos, al Gimnasio Campestre, de propiedad de nuestro primo Alfonso Casas Morales y estando en segundo elemental, mi padre de manera sorpresiva nos cambió de colegio. La relación familiar del rector con sus sobrinos distorsionaba el juicio sobre nuestro comportamiento académico. Si nos iba bien o nos iba mal, era por cuenta del parentesco. Mi padre se mamó.

      Con mis hermanos entramos al San Bartolomé de La Merced y como no había un curso equivalente al que yo cursaba, me pusieron en quinto elemental, tres grados más altos del nivel académico y mucho más alto en comparación con el conocimiento sexual de mis compañeros. Ellos hablaban un lenguaje pornográfico que me resultaba indescifrable. Muy cerca del colegio, en la carrera séptima, la principal de Bogotá, había un burdel al que llamábamos Maratea sin que yo entendiera el alcance y el significado de esa vecindad. Para que no se notara mi ignorancia sexual al respecto, simulaba una comprensión absoluta. Hubo que recurrir al diccionario para entender el significado de palabras como burdel y otras de mayor calibre que facilitaran el papel de “grande”. De esa manera y con no pocos desatinos, fui descubriendo los misterios de la reproducción humana sin que un alma caritativa me hubiera orientado de manera inteligente y con palabras apropiadas el mágico proceso del amor.

      El experimento del cambio del Gimnasio al San Bartolomé resultó costoso. Las calificaciones no ayudaban a progresar. De ahí que mi hermano Vicente, a la postre convertido en amigo cómplice más que en hermano mayor, antecesor en edad entre trece, tan pronto se graduó de bachiller, me recomendara no hacer entrega de la solicitud de continuar los estudios, requisito indispensable para alcanzar la matrícula. Así procedí y, por tanto, cuando se acercaba la fecha de ingreso yo no aparecía en la lista de aspirantes a regresar, por lo que mi padre sorprendido me manifestó la necesidad de acudir a una cita con el rector del colegio para resolver el problema de no tener, a esas alturas, cupo para continuar el bachillerato. En efecto, concurrimos a la cita con el padre Fernando Barón, rector del Colegio San Bartolomé de La Merced, un sacerdote notable, admirador de mi padre, a quien recibió con todos los honores, manifestándole que estaba a sus órdenes. “Se trata –dijo don Vicente– de encontrarle a Alberto un cupo para continuar sus estudios”. “Con el mayor gusto, Vicente –dijo el padre–, pero con una condición: necesito saber si Alberto desea volver al colegio”. Y dirigiéndose a mí, preguntó: “Alberto ¿tú quieres entrar al colegio?”. A lo cual respondí: “No, padre”.

      De manera automática, mi padre se levantó de la silla y agradeció al rector su atención y nos despedimos. Mi padre al salir me dijo: “Tenemos que buscar un colegio”, sin el más mínimo reclamo.

      Ingresé al Liceo de Cervantes y allí me gradué sin honores, pero con la tranquilidad de no ser un perdedor frente a mis condiscípulos. Fui uno más del montón con el título de campeón de básquetbol en las Intercolegiados del norte, con rivales muy difíciles a saber: el Nueva Granada, el Liceo Francés y el Americano. Igual, me destaqué como primer tambor de la banda de guerra.

      Entré al Colegio del Rosario para estudiar derecho y el interés por lo constitucional y la filosofía del derecho disparó mi vocación política. Fue entonces cuando tomé la decisión de dedicarme a promover las ideas que Álvaro Gómez tenía para conseguir un desarrollo sostenible para Colombia y asegurar “un país sin guerrillas”.

      Jesús Casas Castañeda, muerto heroicamente al pie de las trincheras de Lincoln el 9 de agosto de 1900.

      El dolor de la guerra de los Mil Días se sintió muy duro en la familia. El relato del capellán del Ejército del Norte, reverendo padre Tenorio, de la batalla de Lincoln es desgarrador.

      A las diez de la mañana mi espíritu ya no podía de angustia ni mi cuerpo de fatiga. A esa hora hirieron al intrépido general Suárez Castillo y al coronel Correa; mataron a Pardo, hirieron a Valencia y al bravo entre los bravos, general Jesús Casas Castañeda. Al caer herido, el general Casas me mandó llamar. Al fin llegué al sitio donde se hallaba tendido aquel esforzado y fervoroso joven, quien no contaba arriba de veintiún años.

      —Hijo, ¿qué hay? —le pregunté.

      —Padre, no se afane, no es nada —me respondió.

      En seguida examiné la herida; la bala le había atravesado los riñones, y aunque naturalmente debía sentir dolores agudísimos, ¡no dejaba escapar un solo ay!

      Luego busqué al médico de la ambulancia, quien le hizo la primera curación y me dijo que la herida era mortal.

      A las nueve de la noche, después de haber confesado a todos los que pude, regresé a Lincoln y me coloqué a la cabecera del general Casas, quien me había suplicado que no lo abandonara en aquel trance. ¡Qué noche la que me esperaba!

      En una de las piezas de esta espaciosa casa, propiedad de la cristiana y caritativa familia Gómez, habíamos colocado al general Casas. A un lado de él, y en la misma pieza, estaba el general Suárez con una hemorragia espantosa, que desde el momento de recibir la herida no se le había podido detener. Ya puede figurarse vuestra reverencia cuál sería mi angustia, no habiendo otro sacerdote que atendiera a los heridos, y no pudiendo yo separarme mucho tiempo del lado de Casas.

      Dejando por breves instantes a Casas, volaba a la cabecera de los que estaban más necesitados, los confesaba rápidamente y volvía al lado de Casas.

      A fin de no separarme de allí tanto, y así no exponerme a que se muriera el general estando yo ausente, apenas moría uno de los más próximos, lo hacía sacar y colocar en su lugar otro de los más graves. Algunos llegaban tan en las últimas, que no me daban tiempo más que para darles la absolución y decirles brevemente la recomendación del alma.

      A las doce de la noche, los dolores de Casas eran terribles y aun cuando yo procuraba aliviarlo de cuantos modos podía, todo era en vano. El médico, después de haberlo reconocido nuevamente, me avisó con gran sentimiento suyo que Casas se moría.

      Hágase la voluntad de Dios. ¿Cómo dar este golpe al general Pinzón, que amaba a Casas como si fuera su hijo? Y a fe que bien merecido era este aprecio, puesto que Casas era siempre el primero en el combate, el más esforzado y sereno en los momentos de mayor peligro, el más avisado y prudente en las ocasiones difíciles, el más exacto en hacer ejecutar y cumplir las órdenes de su general; el que más se avergonzó, antes bien, tuvo a grande honra ser y parecer en todas ocasiones católico ferviente; en una palabra, el que por su prodigioso y despejado talento era, por decirlo así, el brazo derecho del general Pinzón.

      Al amanecer, pues, haciéndome yo mismo gran violencia para ocultar la inmensa amargura que me salía al rostro, le llamé aparte y le dije:

      —General, no dudo que usted estará preparado para acatar en todas las cosas la divina voluntad; pero con todo, prepárese para un sacrificio que Dios le exige: es la vida de Casas. Indescriptible de todo punto fue la impresión que tales palabras produjeron en el ánimo de aquel esforzado militar, acostumbrado a afrontar siempre con la mayor sangre fría los más grandes