La segunda cuestión importante tratada en “El tabú de la virginidad” es que la experiencia clínica demuestra que hay una zona de la vida erótica de la feminidad que no es alcanzada por el falo. La muy frecuente frialdad de la mujer ante el primer contacto sexual llamó la atención de Freud, sobre todo porque con no poca frecuencia esa “frialdad” se extiende mucho más allá de la experiencia inicial. Tan inesperada respuesta dejaba en claro que la vida sexual no sigue los dictámenes de la naturaleza ni del sentido común. Freud buscó entonces las razones de lo que podría ser considerado como una inhibición transitoria en muchos casos, o como incidencia de la neurosis, pero no se le escapó que allí había algo de la estructura misma de lo femenino que no se prestaba a ser explicado por la teoría de la histeria. Una mujer no se deja medir con la vara fálica y a menudo permanece inaccesible a “los mejores oficios del amante experto”. Es lo que afirma Lacan en su ya citado artículo de los Escritos cuando reconoce que el imperio de la frigidez se encuentra muy extendido y que es hasta genérico si se toma en cuenta su forma transitoria. No hay mayor distancia entre esto y decir que, en un cierto sentido, la frigidez sería casi la norma más que la excepción. ¿Cómo sería posible? Freud lo percibió y en ello reside la justificación de su famosa pregunta por lo que quiere una mujer.
Se llama “virgen” a la tierra que no ha sido arada ni cultivada, o a la materia que no fue objeto de ningún procesamiento o artificio. Virgen es, entonces, lo que no ha recibido las marcas del orden simbólico, lo que no fue tocado por el significante. ¿Admitiremos en la feminidad una zona virgen –por llamarla así– a la que el significante no llega a marcar? Y cuando decimos “el significante” nos referimos al falo en primer término, y después a todos sus equivalentes que pretenderían arrogarse la solución de los enigmas de la feminidad, como la palabra, el saber, e incluso el significante de la interpretación analítica. La idea de la feminidad como algo sobre lo cual la acción del significante se muestra inocua está bastante enfatizada en la enseñanza de Lacan. Apela varias veces a una imagen –que en el barroquismo habitual de su discurso o por mero extravío de la memoria atribuye a fuentes distintas– aportada por una suerte de proverbio que dice que el paso del hombre por la mujer no deja huellas. Lo menciona en más de una oportunidad. Aventurar esa idea es algo que tiene consecuencias que no siempre son cabalmente asumidas. En principio esto significa que hay algo en la mujer que permanece innominado aún después del acto sexual, el matrimonio o la maternidad. ¿Cómo se deja una huella en la feminidad? ¿Qué quiere decir, además, “dejar una huella”? No respondemos a estas preguntas por ahora, pero no sin advertir que en esa pregunta rozamos la cuestión de la violencia sobre la mujer. Hay quienes no saben dejar otras huellas que las de su infamia y su impotencia. Marcas atroces, a menudo ocultadas por el terror o la neurosis de la mujer, y por la complicidad del entorno social. Son el signo de la insensata pretensión del hombre de poseer un cuerpo que él no comprende y que lo confronta con su propia impotencia a la que responde coléricamente. Lo cierto, además, es que no se trata de comprender, ni tampoco de dominar. Este es un asunto cuya consideración debemos tener presente más allá de los fenómenos de violencia contra la mujer, porque marcar, nombrar, imponer un significante, pueden ser operaciones tendientes a asegurar la posesión y el dominio de un objeto, sin que medie un acto de brutalidad. Sabemos muy bien que la idea de “ser de alguien” no tiene el mismo peso del lado de la feminidad que del de la masculinidad. Penetrar, conquistar, colonizar, tomar posesión, y en última instancia nombrar, guardan una equivalencia fálica común. Es sobre todo la cuestión de la nominación la que habrá de merecer un examen especial porque el otorgamiento de un nombre puede ser algo amoroso, pero también puede ser todo lo contrario de un acto amoroso cuando deviene gesto de posesión. ¿No ponemos nuestro nombre a las cosas que consideramos de nuestra propiedad? ¿Qué diferencia hay entre esa nominación y la nominación amorosa, o es que acaso no hay ninguna diferencia? Ya en el posesivo “mi” encontramos esa doble vertiente, porque cuando hablo de “mi auto” denoto posesión, y cuando digo “mi” precediendo el nombre del ser amado, expreso una intimidad.
La ilusión del poder no deja de estar presente incluso bajo formas humanitarias, progresistas, políticamente correctas, allí donde se cree comprender al otro, donde desde un saber determinado se piensa que se le ha podido “sacar la ficha”. Ese gesto se escribe sobre un fondo de angustia que la nominación amorosa, cuando existe, no desconoce ni elude. Una película de Hollywood narraba la historia de un joven que tiene un encuentro casual –¿hay alguno que no lo sea?– con una chica y se enamora de ella. Pero la muchacha tiene un problema neurológico que le impide retener nada en su memoria, por lo que el recuerdo que ella tiene de él se borra al día siguiente. Esa circunstancia no solamente determina la angustia del muchacho ante el hecho de perderla, sino que también en ella se hace presente la angustia de perderse, de que estando con él y sintiendo el amor lo olvidará al día siguiente. Siendo así las cosas, el joven se ve obligado a renovar la palabra de amor todos los días, a hacerla existir una y otra vez como su mujer, porque si deja de hacerlo ella dejará de estar allí. El argumento, feliz o no, toca algo de la estructura. Hay algo en el deseo de una mujer que no se deja amarrar a un significante, que no se resigna a la huella mnémica. Y es que no es un significante lo que puede aferrarla. Al parecer eso no consigue hacerlo ningún dicho, ningún contrato, ningún acuerdo. Solo lo real de un decir, de una enunciación siempre actual puede hacerlo. Es por eso que una mujer, en tanto mujer no-toda, nunca vive dentro de los espacios instituidos de la ley. La estrecha relación entre lo virgen –aquí entendido más como intocable que intocado– y lo femenino parece justificar la imagen de un lugar inaccesible, inexplorable, en tanto Freud entrevió que una parte importante de la feminidad se mostraba tan refractaria a la investigación analítica como a la solicitación fálica.
El extravío
Lo que ha sido apreciado como frialdad de la mujer podría entenderse como una falta de respuesta, pero también podría constituir Otra respuesta. Sobre todo si esa Otra respuesta es enigmática para la mujer misma. Es la noción que irá tomando cada vez más lugar en la enseñanza de Lacan. Junto a lo que puede haber de inhibición y neurosis en la frialdad femenina, “conviene preguntar si la mediación fálica drena todo lo que puede manifestarse de pulsional en la mujer” (“Ideas directivas...”). En Aun Lacan se referirá, en la página 91, a la “pretendida frigidez”, dando a entender que lo que podría aparecer como tal corresponde a un goce específicamente femenino que no sigue la lógica del goce fálico, es decir, que no funciona según las leyes que rigen la dinámica sexual tal como Freud la conceptualizó y la vemos actuar en la experiencia analítica. Un punto