Hablemos de las condiciones del varón, que también pueden ser de la mujer cuando su deseo se rige por la lógica fálica. Decir que una mujer para un hombre representa el falo requiere hacer algunas precisiones. La primera es que ella puede ser el falo como respuesta a la demanda del ideal. Encontrarse bella en el espejo del Otro es responder a la demanda fálica de ese Otro, a un ideal estético dominante. También puede ser el falo como respuesta a la demanda de un ideal ético, siendo la esposa-madre-hija-empleada perfecta. Esa perfección puede estar representada en planos muy diferentes, pero en la dimensión que sea, en tanto encarnación del falo, ella deviene un atributo de la omnipotencia fálica del Otro, que puede ser el hombre, el padre o la madre, el jefe, la empresa, etc. Lo vemos de una manera patente cuando un hombre –o quien sea– muestra a la mujer como un signo de su pretendido poder. Esta es la posición más propia de la neurosis y es tanto más nociva para ella cuanto más alienada se encuentre en esa imagen y no pudiendo decepcionar la demanda del Otro. Es una posición de “comodidad” en el sentido de velar la angustia de todo lo que pudiera ser conflictivo. Una comodidad opresiva o mortífera, sostenida a costa de la represión y que conduce a lo peor.
La mujer también puede ser un partenaire sintomático para el hombre, algo acaso incómodo, pero deseado. Esto ya es muy diferente de lo anterior, pero también tiene su sesgo fálico, porque se puede encarnar el falo a nivel del deseo y no ya de la demanda. No es lo mismo ser una imagen fálica que responde a la demanda del otro, que ser el síntoma que responde a su deseo inconsciente. Amar el síntoma es algo bien extraño, pero al fin de cuentas es lo más patente en la comedia de los sexos, y a pesar de lo incómodo que pueda resultar no deja de ser algo que se sostiene en un fantasma que cumple un deseo inconsciente fálicamente regulado. ¿Allí donde la mujer es un síntoma para el varón se juega el Otro goce, el femenino, o para los dos lo que está en juego es el falo? Todo indica que se trata de lo segundo.
“…para quien está estorbado por el falo, ¿qué es una mujer? Es un síntoma. (…) Hacerla síntoma, a esta mujer, es de todos modos situarla en esta articulación en el punto en que el goce fálico como tal es también su asunto. (…) Ella está, respecto de eso de lo que se trata en su función de síntoma, completamente en el mismo punto que su hombre”. (Lacan, J., R.S.I., versión inédita, clase del 21-1-1975).
A veces el fantasma hace del partenaire algo cómodo cuando se trata del punto de deseo, pero también el fantasma presenta un punto de angustia, esa frontera donde toca lo real. Un síntoma tiene también esta doble vertiente: su función primaria es evitar la angustia, ser un tapón, pero también es un tapón que tapa mal y que nos termina barrando. Para las mujeres, como sujetos, el partenaire puede tener también un valor sintomático, y Lacan lo dice en el mismo lugar que se acaba de citar. Una mujer decía que todo lo que le gustaba “hacía mal al hígado o estaba casado”. El falo es también un “objeto malo”, a la vez que excitante, pero de una manera sintomática o discordante para el narcisismo y los ideales. En este nivel puede suceder que rasgos corporales o morales que son negativos para los cánones del ideal, pueden representar cabalmente un atributo fálico en el fantasma. De esto se trata en la perversión polimorfa del macho, porque un fetiche no tiene por qué ser bello. No es lo mismo encarnar el falo para los ideales narcisistas que para el fantasma inconsciente, y por eso una nariz monumental, una cicatriz, una piel hirsuta, pueden funcionar como fetiches exitosamente a pesar de que desde el ideal estético pudieran ser tenidos como un defecto. Es la función erótica de la mancha. La cicatriz puede ser excitante como el tatuaje, y una cosmética producida puede no serlo. La bella modelo “alegra la vista del hombre” pero no por ello “rinde su voluntad”. Quizás es otra la que cause su deseo y lo haga gozar porque aunque tenga defectos desde el ideal de belleza resuena en su fantasma inconsciente.
¿Es esto lo que una mujer puede ser para un hombre? ¿El falo como signo de su omnipotencia? ¿El síntoma como marca de su deseo y de su castración? ¿El objeto a del fantasma, fálicamente vestido, diversamente cómodo, excitante o angustiante? ¿Una madre (fálica)? ¿Una hija (el varón también puede amar como madre)? Todas son cosas que valen para la mujer. La pregunta que interesa es otra, y es si hay un deseo en el hombre que pudiera ir más allá de su fantasma, más allá de la ficción y el consuelo, que fuese causado por la mujer como tal, sin “construcciones auxiliares”. Es esto lo que interesa –en el doble sentido– a la feminidad. La ensoñación femenina del Don Juan tiene que ver con esto, con el mito de un hombre que no necesita, para excitarse, más que la auténtica feminidad del cuerpo de una mujer: no lo excitan ni las lindas ni las feas; lo excita una mujer. No diremos si un tal deseo –o un tal hombre– existe, aunque tampoco rechazaremos de plano esa posibilidad. La clínica depara cosas extrañas, sobre todo cuando lo femenino está en juego, porque no se trata de las posibilidades de la erótica viril sino de lo que la erótica femenina puede operar en lo viril. La cuestión es si la mujer, en tanto Otro absoluto, en tanto es lo que es y no lo que el otro ficcionaliza sobre ella, en tanto cuerpo que no le dice nada al hombre, puede ser amada y deseada como tal. ¿Hay un deseo que pueda ser, verdaderamente, heterosexual, deseo de lo radicalmente Otro? Entonces, la condición femenina formulada por Freud tiene una pertinencia muy aguda, porque ese deseo de lo radicalmente Otro que ella impone tiene mucho que ver con su propio deseo femenino.
Es ésta la razón del título de este libro. La condición femenina no alude únicamente a la posición subjetiva de la mujer y al estatuto de su sexualidad. Se refiere más centralmente a la condición que esa sexualidad impone al otro para amarlo, para condescender al deseo, y esa condición es la de amarla, pero justamente en ese punto en que ella no encarna el falo ni a nivel del narcisismo ni a nivel del fantasma inconsciente, ese punto en que toca lo real, un punto en el que ella no encarnaría precisamente algo necesariamente placentero, y acaso tampoco displacentero, sino que estaría más allá del principio del placer-displacer. Cómo amarla, entonces, como no-toda, como Otra, allí donde ella no es el espejismo sino el desierto.
El rechazo de lo femenino (die Ablehnung des Weiblichkeit)
Las mujeres estaban excluidas de la escena teatral incluso en tiempos en los que no estaban del todo excluidas de la escena política. ¿Por qué alejarlas del escenario dramático? Más allá de las variables sociológicas, es llamativo que la representación escénica le haya sido negada a un ser al que culturalmente se le ha reconocido el genio del adorno, la simulación y el enmascaramiento. No es tan difícil responder a eso si pensamos que toda la enseñanza de Lacan nos lleva a pensar a la mujer como mucho más vinculada a lo real que el varón. Contrariamente a lo que el sentido común piensa, para Lacan la impostura es algo fundamentalmente masculino. El orden viril es un