En consecuencia, estos esquemas representan una propuesta de democracia participativa en materia ambiental y no propiamente de democracia ambiental: tratan de democratizar determinados sectores de los asuntos públicos considerados ambientalmente relevantes y no de democratizar el conjunto de los asuntos públicos, mucho menos los asuntos económicos determinantes en la gestión de la cuestión ambiental, entendida como un problema metabólico distributivo.
Los mecanismos participativos que se abren en los procesos de toma de decisiones administrativas y normativas en materia ambiental (generalmente audiencias, reuniones, mesas, talleres informativos o consultivos y alegaciones escritas) se perfilan como espacios dirigidos a recabar las opiniones de los diferentes actores interesados a fin de que las autoridades puedan efectuar un ejercicio más afinado de agregación y ponderación de percepciones confrontadas e intereses en juego. Esta pretensión es noble, pero su verdadera fuerza democratizadora es en realidad muy modesta, especialmente cuando se trata de decisiones sobre proyectos normativos y actividades de gran trascendencia económica. Estos se desarrollan en un sistema político y normativo asentado sobre la necesidad permanente de crecimiento económico y, por ende, sometido al interés general del capital, las reglas y principios impuestos por la mecánica económica dominante35 y a los intereses particulares de los grupos sociales que controlan el capital (o determinados capitales).
Los procesos participativos en que las autoridades públicas conservan el control sobre las decisiones finales (en su supuesta función mediadora equidistante), ayudan a visibilizar y dotar de reconocimiento público a la pluralidad de posiciones en conflicto, dotan a la ciudadanía de herramientas (sobre todo información) para ejercer un control más exhaustivo de la función pública, incluso para someter a ligeras correcciones las propuestas de las autoridades. Ahora bien, no son mecanismos adecuados para neutralizar el poder de los vectores señalados, ni tampoco para hacer justicia frente a conflictos radicales de intereses y sobre todo de valores, en el contexto de esas relaciones materiales de poder.
El caso español es muy ilustrativo en ese sentido. El despliegue de un sistema de democracia participativa de corte liberal ha convivido en las últimas décadas en armonía con dinámicas de captación y control de las decisiones públicas por parte de las élites económicas y la tecnocracia que las ampara. Los mecanismos de participación ciudadana son percibidos a menudo por esas élites y por las propias autoridades como meros trámites administrativos que, en la práctica, sirven solamente para ralentizar la formalización de decisiones tomadas en realidad de antemano. A partir de esa premisa, en el actual contexto de crisis, marcado por las consignas de ajuste presupuestario y aceleración del crecimiento económico, presenciamos una ola de flagrantes agresiones contra los espacios democráticos participativos. Estamos viendo cómo las autoridades públicas de diferentes regiones del país están desplegando una gran diversidad de sofisticadas artimañas jurídicas y procesales con las que pretenden esquivar los trámites participativos y blindar decisiones públicas de gran impacto ambiental36.
Por último, la crisis de las democracias liberales participativas en el capitalismo tardío no solo radica en el control que determinadas fuerzas sociales logran ejercer sobre las decisiones públicas, sino también en el proceso de privatización de los bienes comunes y de la gestión de las actividades orientadas a satisfacer necesidades básicas e intereses colectivos (energía, agua, protección del ambiente, etc.). Estas tendencias, que forman parte de los procesos de restructuración del aparato prestacional del Estado social, logran imponerse justamente gracias al sistema democrático movido por fuerzas sociales de poder desigual y tienen dos grandes implicaciones democráticas: por un lado, someten a intereses y principios empresariales las decisiones de gestión de actividades y bienes centrales en el devenir de la crisis ambiental; por otro, en la medida en que los beneficios de las actividades se privatizan se refuerza la desigualdad social en la distribución del excedente y, por ende, la concentración de poder en determinados actores.
CONSIDERACIONES FINALES: HACIA LA DEMOCRACIA AMBIENTAL
A lo largo de estas páginas he sometido a crítica la narrativa del desarrollo sostenible, poniendo en evidencia sus contradicciones internas y sus problemas de legitimidad y viabilidad. He sostenido que, en un contexto de crisis civilizatoria, marcado principalmente por la cuestión ambiental, el desarrollo sostenible representa la matriz ideológica e institucional que el aparato institucional del capitalismo tardío ha formulado para acaparar las preocupaciones ambientales impulsadas por las nuevas izquierdas desde los años sesenta.
Desde las instituciones nucleares del sistema, la crisis civilizatoria es vista como una crisis de reproducción del capital y las propuestas reguladoras que generan están orientadas a exacerbar los principios económicos y tecnocientíficos de la modernidad. Hemos comprobado que el desarrollo sostenible propone ciertas reformas epistemológicas, éticas, económicas y político-institucionales al proyecto moderno, pero no incide en su raíz común. De este discurso se ha desplegado un extenso entramado normativo e institucional que regula los problemas ambientales como problemas sectoriales, esto es, como piezas independientes y accesorias de un engranaje averiado.
El objetivo del ejercicio crítico que he desplegado en este texto es dar cuenta de la necesidad de repensar la crisis ambiental en el siglo XXI, teniendo en cuenta sus nuevas coordenadas y los incontestables fracasos del programa político y jurídico que viene postulándose como solución. En ese sentido, constituye una llamada a explorar todos aquellos discursos que ofrecen una explicación alternativa de la crisis ecológica, dirigida sobre todo al pensamiento construido desde el centro del sistema-mundo (tradicionalmente más condescendiente con el discurso del desarrollo sostenible).
Propongo situar el conflicto capital-vida en el centro del problema y entenderlo como un problema metabólico de un sistema-mundo capitalista que perpetúa una serie de inequidades en la distribución de los beneficios y pasivos ambientales y el poder de la ciudadanía en los procesos de asignación de estos. Ello exige una transformación radical de las expectativas, costumbres y valores de las sociedades del bienestar, del papel que debe jugar la tecnología en los procesos de transformación social y, sobre todo, de las concepciones dominantes de justicia y democracia, así como las instituciones que las cobijan. En este sentido, sugiero que el camino hacia una sociedad ambientalmente justa esté guiado por la idea de democracia ambiental.
La democracia ambiental pretende modificar el sistema de valores de la modernidad tardía, con una apuesta radical por la ética de la moderación, precaución y cuidado, problematizando la justicia social desde la preocupación por la concentración de la riqueza y el consumo excesivo de materia y energía. Esta ética se traduce, en las sociedades del bienestar del centro del sistema, en un imperativo de adelgazamiento metabólico, que suele ser identificado con la idea de decrecimiento.
El decrecimiento se perfila como un proceso de deconstrucción de la racionalidad económica dominante y construcción de una nueva racionalidad económica. La democracia ambiental, fundada en la filosofía del decrecimiento, se plantea como una estrategia de dislocación económica, anclada en ciertos puntos nodales que se ubican en el centro de la noción de autogobierno: 1) el liderazgo o protagonismo de la ciudadanía; 2) la búsqueda del bien común en las interacciones sociales y decisiones públicas en sustitución del agregado de intereses particulares que gestionan las democracias liberales; 3) la aspiración de no solo decidir, sino también autogestionarse, apropiarse del hacer colectivo conforme al horizonte del bien común; y 4) la resistencia frente a los avances del capitalismo tardío.
Así, este es un modelo de democracia que entraña una concepción densa y extensa de lo político y que, por tanto, no se circunscribe solo a las instituciones, sino que se extiende en múltiples espacios de la vida social y política. Las instituciones son solo uno más de estos espacios, una herramienta más para el cambio (Vilaseca Boixareu,