Perpetuar el mito del desarrollo
y la división internacional del trabajo
El desarrollo sostenible no propone cambios sustantivos a la explicación hegemónica de las desigualdades centro-periferia. Esta se asienta sobre la noción de desarrollo como un proceso lineal y universal formado por una sucesión de etapas económico-productivas, en el sentido en que las describió Walt Rostow (1993)19. Por otro lado, tampoco incide significativamente en el entramado normativo e institucional articulado para supuestamente dinamizar la superación de esa sucesión de etapas, a saber, el proyecto de liberalización mundial del comercio y globalización del conjunto de la economía, que se concreta a través de los programas nacionales orientados a desplegar los derechos sociales reconocidos en instrumentos internacionales, asistidos de un complejo andamiaje de instituciones y mecanismos internacionales de ayuda o cooperación al desarrollo20.
Las diferentes explicaciones alternativas de las desigualdades económicas mundiales de donde emergen las categorías de centro-periferia (formuladas por el economista Raúl Prébisch [Berzosa, 2016; Pérez Caldentey, Sunkel y Torres Olivos, 2012]), en que se cimentaron las posteriores teorías de la dependencia y el posdesarrollo (Furtado, 1970; Escobar, 1995; Wallerstein, 1984), pudieron tener cierta incidencia institucional hacia los años sesenta y setenta (en la Cepal, la Unctad o las propuestas del NOEI)21, pero sus resultados fueron ciertamente modestos22 y quedaron definitivamente desbancadas en la década de los ochenta con las políticas de ajuste estructural impuestas por las organizaciones de gobernanza de la economía mundial a los países de la periferia (Berzosa, 2016; Prashad, 2012). Pues bien, la influencia de estas propuestas alternativas en el paradigma del desarrollo sostenible sigue siendo insignificante.
Es cierto que la explicación del subdesarrollo que ofrece el Informe Brundtland trata de hacer un ejercicio de ecuanimidad, reconociendo tanto los obstáculos internos que tienden a experimentar los llamados países en desarrollo (en la línea de las teorías ortodoxas del desarrollo), como algunas causas externas reivindicadas desde la periferia en las últimas décadas23. Ahora bien, en ningún caso se desprende de ahí el propósito de promover algo parecido a un cambio estructural en el sistema económico internacional; a lo sumo, encontramos algunas declaraciones de intenciones o propuestas correctoras y conciliadoras que tratan como meras disfunciones aisladas los desequilibrios provocados por ese sistema24.
En la era del desarrollo sostenible, la vía principal a través de la cual los países desarrollados asumen un cierto compromiso con los objetivos de desarrollo de los países de la periferia sigue siendo la transferencia de recursos a través de la inversión por parte de actores privados o la compleja arquitectura de mecanismos de cooperación (pocas veces incondicionales o desinteresados) orientados a la consecución de los objetivos de desarrollo ajustados a determinados parámetros ambientales.
De esta manera, la matriz del desarrollo sostenible sigue confiando, como apunta David Korten (1996), en un teorema imposible: que en el crecimiento económico está la respuesta para reducir la pobreza, asegurar la seguridad ambiental y la consecución de un tejido social sólido, y que la globalización económica –entendida como la disolución de fronteras para favorecer la libre circulación de mercancías, servicios y dinero– constituye la vía principal para conseguir ese crecimiento.
Desde un marco analítico centro-periferia, constatamos que el modelo por el que se espera que los países de la periferia accedan progresivamente a mayores cuotas del crecimiento global no puede, en realidad, ser universalizado. Ese modelo consiste en la formulación, en forma de teorema, de la experiencia histórica de los países desarrollados, una experiencia sostenida justamente sobre la exclusión de la periferia, a través de dinámicas que perpetúan las desigualdades no solo en términos de distribución de los beneficios y concentración del capital, sino también en términos de distribución de poder (Wallerstein, 1984).
A través de la maquinaria compleja de la economía-mundo se ha institucionalizado un sistema de división internacional del trabajo en el que, en realidad, se oculta una permanente transferencia de recursos de la periferia al centro, a través de relaciones asimétricas de intercambio comercial25 y de mecanismos de desposesión, como la privatización de la tierra, la mercantilización de la naturaleza o la privatización de conocimiento ancestral (Míguez y Carenzo, 2009).
La tecnología verde como fuente de
desigualdades centro-periferia
El desarrollo tecnológico juega un papel trascendental en la distribución de la riqueza a escala global. Es cierto que en las últimas décadas ha ganado importancia la preocupación por las implicaciones éticas, sociales y económicas del desarrollo tecnológico, pero esta preocupación se mueve en unos márgenes muy acotados: se centra en el resultado tecnológico y no en el proceso, esto es, en el contenido aparente de cada tecnología, en lo que aporta o resta al bienestar de la humanidad, pero no se presta atención a los cambios sistémicos o las dinámicas catalíticas que representa el proceso de tecnologización del mundo: ¿quién pierde y quién gana, en términos de beneficio económico en ese proceso?, ¿cómo incide en la distribución social del poder: contribuye a su centralización o, por lo contrario, ayuda a descentralizarlo? (Mander, 1996).
Desde las instituciones hegemónicas y los discursos más ortodoxos nunca se tiene en cuenta que, seguramente a un ritmo muy superior al ritmo en que se extienden los beneficios particulares de cada tecnología, el desarrollo tecnológico opera como catalizador del proceso de globalización económica y las desigualdades que se le asocian. El control de la tecnología significa el control del proceso de reproducción del capital y el acaparamiento de los beneficios de este (Mander, 1996).
Los múltiples programas oficiales que, en las últimas décadas, han impulsado las instituciones estatales e internacionales del centro del sistema, con el objetivo de corregir las asimetrías o externalidades sociales y ambientales del mercado, pivotan principalmente en el desarrollo tecnológico y son, en realidad, reproductores de ese motor central de inequidad. En ese sentido, por ejemplo, operó la llamada Revolución Verde, en el marco de la cual se desplegó un proceso de tecnologización intensiva de la agricultura en los países de la periferia, con efectos colaterales notorios26.
La vía tecnológica verde no se aleja de esa lógica: reposa en una aceptación complaciente del poder que el sector corporativo posee en la conformación de la producción mundial, trazando las posiciones de partida en la supuesta vía de éxodo de la crisis ambiental a imagen y semejanza de las actuales jerarquías económicas, de modo que los beneficios de la solución tienden a concentrarse en las mismas regiones y actores de siempre.
Desarrollo sostenible e inequidades distributivas en los Estados sociales del centro del sistema-mundo
En las propias regiones centrales del sistema, por otro lado, la matriz discursiva e institucional del desarrollo sostenible hace suyas las fuentes de inequidad en el acceso a los beneficios de los Estados sociales, restructurados conforme a las directrices económicas tardocapitalistas. Pese a que los Estados sociales europeos son comúnmente representados (tanto desde discursos institucionales como desde algunos movimientos sociales) como el paradigma de la justicia social, lo cierto es que nunca han encarnado un modelo acabado de igualdad (Noguera Fernández, 2014). En realidad, el crecimiento industrial, productivo y económico que ha financiado los derechos y prestaciones sociales de los países del centro no habría sido igual sin unas determinadas políticas sobre la periferia